– No te derrumbes todavía -dijo don Juan, sonriendo-. Adonde vamos necesitarás ser fuerte y preciso en extremo.

Me indicó que manejara el coche a la frontera internacional y entrara a la ciudad gemela de Nogales, en México. Mientras conducía, él me fue dando indicaciones: qué calle tomar, cuándo virar a la izquierda o a la derecha, a qué velocidad ir.

– Conozco esta área muy bien -dije bastante irritado-. Dígame adónde quiere ir y lo llevaré hasta ahí. Como si usted fuera en un taxi.

– Bueno -dijo-. Llévame a la Avenida Hacia el Cielo, número 1573.

Yo no sabía dónde estaba esa Avenida Hacia el Cielo o si la calle realmente existía. Más aún, tuve la sospecha de que él acababa de inventar el nombre para ponerme en ridículo. Me sentí ofendido, pero guardé silencio. En sus ojos brillantes había un destello burlón.

– El sentirse importante es una verdadera tiranía -dijo-. Nos hace unos enojones insufribles. Debemos trabajar sin descanso para acabar con eso.

Continuo dándome indicaciones como conducir. Por fin, me pidió detenerme frente a una casa de color beige, de un solo piso, ubicada en una esquina, en un vecindario de clase acomodada. Había algo en la casa que captó de inmediato mi atención: la rodeaba una gruesa capa de grava color ocre. La sólida puerta de entrada, los marcos de las ventanas y las guarniciones de la casa estaban todas pintadas de color ocre, como la grava. Todas las ventanas visibles tenían persianas venecianas cerradas.

Bajamos del carro. Don Juan iba adelante. No tocó ni trató de abrir la puerta con una llave. Cuando llegamos hasta ella, la puerta se abrió en el silencio más absoluto, por sí sola, hasta donde yo pude ver.

Don Juan entró apresuradamente. Aunque no me invitó a entrar, lo seguí. Tenía curiosidad por saber quién había abierto la puerta por dentro, pero no había nadie atrás de ella.

El interior de la casa daba una sensación de tranquilidad. No había cuadros colgando de las paredes lisas y escrupulosamente limpias. Tampoco había lámparas ni estanterías de libros. El piso de baldosas amarillo doradas contrastaba agradablemente con el color blancuzco de las paredes. Entramos en un vestíbulo pequeño y estrecho que daba a una espaciosa sala de cielo raso alto y chimenea de ladrillos. La mitad del cuarto estaba completamente vacía, pero en el lado donde estaba la chimenea había unos muebles muy finos acomodados en semicírculo: dos sofás grandes, color beige en el centro, flanqueados por dos sillones tapizados del mismo color. En el centro del semicírculo había una pesada mesa de café redonda, de roble sólido. A juzgar por lo que veía de la casa, las personas que la habitaban parecían tener dinero pero ser frugales. Y obviamente les gustaba sentarse alrededor del fuego.

Dos hombres, cuya edad parecía estar alrededor de los cincuenta y cinco años, se encontraban sentados en los sillones. Se levantaron cuando entramos. Uno de ellos era indio, el otro era latinoamericano. Don Juan me presentó primero al indio; él estaba más cerca de mí.

– Te presento a Silvio Manuel -me dijo don Juan-. El es el brujo más poderoso y peligroso de mi grupo, también el más misterioso.

Las facciones de Silvio Manuel parecían sacadas de un fresco maya. Su tez era pálida, casi amarilla. Le vi aspecto de chino. Sus ojos eran oblicuos, pero sin el pliegue epicántico de los asiáticos; eran grandes, negros y brillantes. Era un hombre lampiño. Su cabello negro azabache mostraba unos cuantos hebras grises. Tenía pómulos altos, nariz aquilina y labios llenos. Medía un metro setenta, más o menos. Era delgado pero fuerte; vestía una camisa deportiva amarilla, pantalones cafés y una liviana chamarra color beige. Por sus ropas y apariencia general, parecía mexicano-norteamericano.

Sonreí, alargándole la mano, pero Silvio Manuel no la tomó. Me saludó someramente con una inclinación de cabeza.

– Y este es Vicente Medrano -dijo don Juan dirigiéndose hacia el otro hombre-. El es el más sabio y el más viejo de mis compañeros. No en edad, sino porque fue el primer discípulo de mi benefactor.

Vicente hizo un gesto de cabeza tan breve como el de Silvio Manuel. No dijo una palabra.

Era un poco más alto que Silvio Manuel pero igual de delgado. Tenía una tez rosada, y usaba bigote y barba, bien cortados. Sus facciones eran casi delicadas; una nariz fina y cincelada, boca pequeña, labios delgados. Las cejas, espesas y oscuras, contrastaban con su barba y pelo agrisados. Sus ojos eran castaños y también brillantes. Reía a pesar de su expresión ceñuda.

Vestía un conservador traje de sirsaca verdosa, y camisa de cuello abierto. También él parecía mexicano-norteamericano. Supuse que era el dueño de la casa.

En contraste, don Juan parecía un peón indio. Su sombrero de paja, sus zapatos gastados, sus viejos pantalones color caqui y su camisa a cuadros eran vestimentas que usan los jardineros o los criados típicos.

La impresión que tuve al verlos a los tres juntos fue que don Juan estaba disfrazado. Acudió a mi mente una imagen militar. Don Juan era el oficial al mando de una operación militar clandestina, un oficial de alto rango que, pese a sus esfuerzos, no podía ocultar sus años de mando.

También tuve la sensación de que todos tenían más o menos la misma edad, pero don Juan parecía mucho más viejo, aun cuando daba la impresión de ser infinitamente más fuerte.

– Creo que ya ustedes saben que de toda la gente que he conocido, Carlos es el que más se consiente a sí mismo -les dijo don Juan con la más seria expresión-. Es aún peor que nuestro benefactor. Les aseguro que si hay alguien que toma los vicios y pecadillos en serio es Carlos.

Me eché a reír, pero nadie más lo hizo. Los dos hombres me miraron con un brillo extraño en los ojos.

– Ustedes tres van a hacer un trío memorable -continuó don Juan- el más viejo y sabio, el más peligroso y misterioso y el más arrogante y pervertido.

Ni así rieron. Me escudriñaron hasta hacerme sentir incómodo. Por fin Vicente rompió el silencio.

– No sé porque lo trajiste a la casa -le dijo a don Juan en un tono seco y cortante-. No sirve para nada. Ponlo afuera, en el patio.

– Y amárralo -añadió Silvio Manuel.

Don Juan se volvió hacia mí.

– Ven, vamos afuera, al patio -dijo en voz baja, señalando con un movimiento lateral de la cabeza la parte trasera de la casa.

Era más que obvio que yo no les había caído nada bien a los dos hombres. No supe qué decir. Realmente estaba enojado y resentido, pero en cierta forma mi estado de conciencia acrecentada aminoraba esos sentimientos.

Salimos de la casa al patio trasero. Don Juan recogió tranquilamente una cuerda de cuero y me la enroscó alrededor del cuello con tremenda velocidad. Sus movimientos fueron tan ágiles y tan rápidos que un instante después, sin aún haberme dado cabal cuenta de lo que pasaba, quedé atado del cuello, como un perro, a uno de los pilares de concreto que sostenían el pesado techo del pórtico trasero.

Don Juan meneó la cabeza de lado a lado en un gesto de resignación o de incredulidad, y volvió al interior de la casa, mientras yo le gritaba que me desatara. La cuerda estaba tan apretada a mi cuello que me impedía gritar fuerte, como me hubiera gustado hacerlo.

No podía creer lo que me estaba sucediendo. Conteniendo mi furia, traté de desatar el nudo de mi cuello. Estaba tan compacto que las hebras de cuero parecían pegadas con cola. Me rompí las uñas al tratar de desatarlas.

Tuve un ataque de ira incontrolable y gruñí como animal impotente. Agarré la cuerda, la enredé en mis antebrazos y jalé con toda mis fuerzas, apoyando, los pies en el pilar de concreto. Pero la cuerda era demasiado dura para la fuerza de mis músculos. Me sentí humillado y con miedo. El temor me produjo un momento de sobriedad. Me di cuenta entonces de que la falsa aura de razonabilidad de don Juan me había engañado.


Перейти на страницу:
Изменить размер шрифта: