– Nos llevó un mes llegar a la ciudad de Durango -dijo don Juan-. En ese mes tuve una pequeña muestra de las cuatro disposiciones del acecho. Esto en realidad no me cambió mucho, pero me brindó la oportunidad de tener un indicio de lo que es estar en los zapatos de una mujer.

VI. LAS CUATRO DISPOSICIONES DEL ACECHO

Don Juan me indicó que me sentara allí, en ese antiguo puesto de vigilancia, y que utilizara la atracción de la tierra para mover mi punto de encaje y recordar otros estados de conciencia acrecentada en los cuales él me había enseñado a acechar.

– En los últimos días, te he mencionado muchas veces las cuatro disposiciones del acecho -continuó-. He mencionado el no tener compasión, el ser astuto, el tener paciencia y el ser simpático, con la esperanza de que recordaras lo que te enseñé acerca del acecho. Sería muy bueno que pensaras en estas cuatro disposiciones y, pensando en ellas, llegues a un recuerdo total.

Calló por unos momentos que parecieron largos en extremo. Después hizo una afirmación que no debería haberme sorprendido en lo más mínimo, pero me sorprendió. Dijo que me había enseñado las cuatro disposiciones del acecho en el norte de México con la ayuda de Vicente Medrano y Silvio Manuel. No dio detalles, sino que dejó que yo penetrara el sentido de sus palabras. Traté dé pensar, de recordar. Me di por vencido después de un infructuoso intento y quise gritar que no podía recordar algo que nunca había acontecido.

Pero, al esforzarme por expresar mi protesta, comenzaron a cruzar por mi mente pensamientos ansiosos. Inmediatamente, como lo hacía siempre que don Juan me pedía que recordara la conciencia acrecentada, pensé que en realidad no existía continuidad en los hechos que había experimentado bajo su guía. Esos hechos no estaban entrelazados como los hechos de mi vida cotidiana, en una sucesión lineal. Sabía que don Juan nunca decía nada solamente para inquietarme, así que era perfectamente posible que él me hubiera enseñado el acecho. En el mundo de don Juan, nunca podía yo estar seguro de nada.

Traté de exponer mis dudas. El rehusó escuchar y me instó a recordar. Yo no podía concentrarme, pero no obstante, estaba agudamente consciente de todo lo que me rodeaba. Ya era de noche. Hacía viento, pero no sentí el frío. En las últimas horas del día, se había nublado el cielo y parecía que iba a llover. Don Juan me había dado una piedra plana para que la pusiera sobre mi esternón. De repente, mi mente se aclaró. Sentí un jalón brusco que no era algo ni interno ni externo; era la sensación de algo que me tironeaba de una parte indefinible de mi ser. Súbitamente comencé a recordar con tremenda claridad un acontecimiento que tuvo lugar muchos años antes. La claridad de mi recuerdo era tan fenomenal que me parecía estar reviviendo la experiencia. Recordé lo ocurrido y las personas involucradas con tanta nitidez que me asusté. Sentí un escalofrío.

Le dije todo eso a don Juan. No pareció impresionado ni preocupado. Me aconsejó no dejarme llevar por el miedo. Después guardó silencio. Ni siquiera me miró. Me sentí aturdido. La sensación de aturdimiento pasó con lentitud.

Luego le repetí a don Juan las mismas cosas que siempre le había dicho cuando recordaba un hecho que no tenía existencia lineal.

– ¿Cómo puede ser esto posible, don Juan? ¿Cómo pude haber olvidado todo esto?

Y el reafirmo lo de siempre.

– Este tipo de recuerdo o de olvido no tiene nada que ver con la memoria normal -me aseguró-. Se trata del intento, del movimiento del punto de encaje.

Afirmó, que si bien yo poseía un conocimiento total de lo que era el intento y el mover el punto de encaje, aún no dominaba ese conocimiento. Dijo que para un nagual, realmente saber lo que es todo eso, significa que puede explicar ese conocimiento, en cualquier momento, o usarlo en cualquier forma que fuera conveniente. Un nagual está obligado, por la fuerza de su posición, a dominar su conocimiento.

– ¿Qué es lo que te acuerdas? -preguntó-.

– La primera vez que usted me habló acerca de las cuatro disposiciones del acecho -respondí-.

Cierto proceso, inexplicable en términos de mi conciencia cotidiana, había liberado en mi mente la memoria de un acontecimiento que un minuto antes no existía.

Justo cuando salía de la casa de don Juan en Sonora, él me pidió encontrarlo a la semana siguiente, alrededor del medio día, al otro lado de la frontera con los Estados Unidos, en Nogales, Arizona en la estación de autobuses Greyhound.

Llegué casi con una hora de anticipación. El estaba ya allí, parado en la puerta. Lo saludé. No me contestó, pero me empujó con rapidez hacia un lado y me dijo en voz baja que debería sacar las manos de mis bolsillos. Yo estaba pasmado. No me dio tiempo a responder. Dijo que traía la bragueta abierta y que era vergonzosamente evidente que estaba excitado sexualmente.

La velocidad con la que me cubrí fue fenomenal. Para cuando me di cuenta de que había sido una vulgar broma ya estábamos caminando calle arriba. Don Juan reía, dándome fuertes palmadas en la espalda, como si estuviera celebrando la broma. De pronto me encontré en un estado de conciencia acrecentada.

Entramos rápidamente en un café y nos sentamos. Mi mente estaba tan clara que me forzaba a fijarme en todo. Yo sentía que era capaz de ver la esencia de las cosas.

– ¡No malgastes tu energía! -me ordenó don Juan en un tono de voz muy severo-. Te traje aquí para saber si puedes comer cuando tu punto de encaje se ha movido. No trates de hacer más que eso.

En ese momento un hombre tomó una mesa, frente a mí, se sentó y toda mi atención quedó fija en él.

– Mueve los ojos en círculos -me ordenó don Juan-. No mires a ese hombre.

Me resultaba imposible dejar de mirarlo. Incluso la exigencia de don Juan me irritó.

– ¿Qué ves? -le oí preguntar.

Yo estaba viendo un capullo luminoso, hecho de alas transparentes plegadas sobre el capullo mismo. Las alas se desplegaban, revoloteaban por un instante, se desprendían, caían y eran reemplazadas por nuevas alas, las cuales repetían el mismo proceso.

Don Juan, con fuerza y brusquedad, volteó la silla donde yo estaba sentado hasta que quedé mirando la pared.

– ¡Qué manera de desperdiciar tu energía! -dijo con un profundo suspiro, después de que le describí lo que había visto-. Casi la has agotado. Contrólate. ¡Agárrate con las uñas! Un guerrero necesita ser frugal. ¿A quién demonios le interesa ver alas en un capullo luminoso?

Dijo que la conciencia acrecentada era como un trampolín. Desde ahí uno podía saltar al infinito. Reiteró una y otra vez que, cuando el punto de encaje se mueve, o bien se ubica otra vez en una posición muy cercana a la habitual, o continúa moviéndose hasta el infinito.

– La gente no tiene idea del extraño poder que llevamos dentro de nosotros -continuó-. Por ejemplo, en este momento, tú tienes los medios para llegar al infinito. Si continúas portándote como un idiota, es posible que logres empujar tu punto de encaje hasta cierto límite, mas allá del cual no hay regreso.

Entendí el peligro del cual me estaba hablando, o más bien tuve la sensación física de estar parado al borde de un abismo y que si me inclinaba hacia adelante iba a caer en él.

– Tu punto de encaje se movió a la conciencia acrecentada -continuó- porque te presté mi energía.

No dijo nada más y comimos en silencio una comida muy simple. Don Juan no me permitió beber té o café.

– Mientras uses mi energía -dijo- no estás en tu propio tiempo. Estás en el mío. Yo bebo agua.

Al caminar hacia el carro sentí un poco de náusea. Me tambaleé y estuve a punto de perder el equilibrio. Era una sensación bastante similar a la de caminar usando anteojos por primera vez.


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