VIII. EL SALTO MORTAL DEL PENSAMIENTO

Al despuntar el día salimos de la cueva y empezamos el descenso hacia el valle. Don Juan, en lugar de seguir la ruta más directa, dio un rodeo muy grande que nos llevó por la orilla del río. Explicó que debíamos recobrar el juicio antes de llegar a casa.

Le dije que era muy amable de su parte el decir que "debíamos recobrar el juicio" cuando en realidad yo era el único que debía hacerlo. Replicó que la suya no era amabilidad sino simplemente comportamiento de guerrero, puesto que ser un guerrero implicaba, en este caso, estar siempre en guardia contra la natural brusquedad de la conducta humana. Dijo que un guerrero es, en esencia, un ser implacable, de recursos muy fluidos y de gustos y conducta muy refinados; un ser cuya tarea en este mundo es el afilar sus aristas cortantes, una de las cuales es la conducta, para que así nadie sospeche su inexorabilidad.

Entramos a su casa alrededor del mediodía, a tiempo para almorzar. Yo tenía un hambre feroz, pero no me sentía cansado. Después del almuerzo pensé que sería dable ir a dormir, pero don Juan, mientras me escudriñaba de pies a cabeza me increpó diciendo que no tenía tiempo que perder. Me dijo que muy pronto perdería la poca claridad que aún me restaba y que si me acostaba la perdería por completo.

– No se necesita ser un genio para darse cuenta de que casi no hay ninguna manera de hablar acerca del intento -dijo de pronto cambiando la conversación-. Pero decir eso no significa nada en particular, y ésta es la razón por la que los brujos mejor se fían de las historias de brujería, con la esperanza de que algún día quien las escuche entienda sus centros abstractos.

Comprendí lo que decía, aunque seguía sin concebir lo que era un centro abstracto o lo que supuestamente debería significar para mí. Traté de reflexionar sobre eso y me invadieron toda clase de pensamientos. Imágenes cruzaban por mi mente con suma velocidad, sin darme tiempo a recapacitar. Ni siquiera las podía detener lo suficiente como para poder reconocerlas. Finalmente la furia se apoderó de mí y di un puñetazo a la mesa.

Don Juan se sacudió de pies a cabeza, ahogado de risa.

– Haz lo que hiciste anoche -me exhortó guiñándome un ojo-. Apacíguate.

Mi frustración me tornó muy agresivo. De inmediato le saqué en cara un argumento disparatado: que no hacía nada por ayudarme. Me di cuenta de mi error y le pedí disculpas por mi falta de control.

– No te disculpes. -dijo-. Debo decirte que entender como quieres hacerlo no es posible en este momento. Quiero decir que los centros abstractos de las historias de la brujería no te pueden decir nada por ahora. Más tarde, esto es, años más tarde, las comprenderás a la perfección.

Le supliqué a don Juan que no me dejara a oscuras, que me explicara más sobre los centros abstractos, porque no estaba claro en absoluto lo que él quería que yo hiciera con ellos. Le aseguré que mi estado de conciencia acrecentada del momento me podría ayudar inmensamente a entender su exposición. Lo exhorté a apresurarse, ya que no podía garantizar cuánto tiempo permanecería en dicho estado. Agregue que en breve entraba a la conciencia normal y eso significaba todavía más idiotez de la que ya existía en ese instante. Lo dije un poco en broma. Su carcajada me indicó que él lo había tomado como tal, pero yo en cambio me tomé muy en serio. En cuestión de un instante se apoderó de mí una tremenda melancolía.

Don Juan me tomó del brazo y con mucha consideración me condujo hasta un cómodo sillón y se sentó frente a mí. Fijó su vista en mis ojos y, por un momento, fui incapaz de sustraerme a la fuerza de su mirada.

– Los brujos constantemente se acechan a sí mismos -aseveró en un tono alentador, como si quisiera calmarme con el sonido de su voz.

Quise decirle que mi nerviosidad había pasado y que tal vez había sido causada por mi falta de sueño, pero él no me dejó decir nada. Me aseguró que ya me había enseñado cuanto cabía saber sobre el acecho, pero que yo aún no había rescatado ese conocimiento del fondo de mi conciencia acrecentada, donde lo tenía almacenado. Yo admití tener la fastidiosa sensación de estar embotado. Sentía que había algo encerrado dentro de mí, algo que me hacía dar portazos y patear las mesas, algo que me frustraba y me ponía irascible.

– Esa sensación de estar enfrascado es algo que todos los seres humanos experimentamos -dijo-. Eso es lo que nos hace acordar de que tenemos un vínculo con el intento. Para los brujos esa sensación es tan aguda que crea una presión inaguantable, justamente porque su meta es sensibilizar ese vínculo de conexión hasta hacerlo funcionar a voluntad.

"Cuando la presión es demasiado grande, los brujos la alivian acechándose a sí mismos.

– Creo que todavía no comprendo qué significa acechar -dije-. Pero en cierto nivel creo saber exactamente lo que es.

– Pues entonces, vamos a aclarar lo que sabes -manifestó-. El acecho es un procedimiento simplísimo. Es un modo de conducta especial que se ajusta a ciertos principios; una conducta secreta, furtiva y engañosa, que esta diseñada para darle a uno algo así como una sacudida mental. Por ejemplo, acecharse a uno mismo significa darse un sacudón usando nuestra propia conducta en una forma astuta y sin compasión.

Explicó que cuando la conciencia de ser de los brujos se atasca debido a la enormidad de lo que perciben, lo cual era mi caso en ese momento, lo mejor o tal vez lo único que se podía hacer era usar la idea de la muerte para provocar ese sacudón mental que era el acecho.

– La noción de la muerte es de monumental importancia en la vida de los brujos -continuó don Juan-. Te he hablado innumerables veces de la muerte a fin de convencerte de que lo que nos da cordura y fortaleza es saber que nuestro fin es inevitable. Nuestro error más costoso es permitirnos no pensar en la muerte. Es como si creyéramos que, al no pensar en ella, nos vamos a proteger de sus efectos.

– Tendrá usted que admitir, don Juan, que dejar de pensar en la muerte ciertamente nos protege de preocuparnos acerca de morir.

– Sí, sirve para ese propósito -concedió-. Pero es un propósito indigno, para cualquiera. Para los brujos, es una farsa grotesca. Sin una visión clara de la muerte, no hay orden para ellos, no hay sobriedad, no hay belleza. Los brujos se esfuerzan sin medida por tener su muerte en cuenta, con el fin de saber, al nivel más profundo, que no tienen ninguna otra certeza sino la de morir. Saber esto da a los brujos el valor de tener paciencia sin dejar de actuar, les da el valor de acceder, el valor de aceptar todo sin llegar a ser estúpidos, les da valor para ser astutos sin ser presumidos y, sobre todo, les da valor para no tener compasión sin entregarse a la importancia personal,

Don Juan fijó su mirada en mí. Sonrió y meneó la cabeza.

– Sí -continuó-. La idea de la muerte es lo único que da valor a los brujos. ¿Es extraño, no?, la muerte dándonos valor.

Sonrió de nuevo y me dio un ligero codazo. Yo le dije que me sentía absolutamente aterrado con la idea de mi muerte, que pensaba en ella constantemente, pero que no me daba valor ni me alentaba a actuar. Tan sólo me volvía cínico o me hacía caer en estados de profunda melancolía.

– Tu problema es muy simple -dijo-. Te obsesionas con facilidad. Te he dicho muchísimas veces que los brujos se acechan a sí mismos para romper el poder de sus obsesiones. Hay muchas formas de acecharse a uno mismo. Si no quieres usar la idea de tu muerte, usa los poemas que me lees y acéchate con ellos.

– ¿Qué me aceche con ellos? ¿Qué quiere usted decir?

– Te he dicho que hay muchas razones por las que me gustan los poemas -dijo-. Una de ellas es que me permiten acecharme a mí mismo. Me doy una sacudida con ellos. Mientras tú me los lees y yo los escucho, apago mi diálogo interno y dejo que mi silencio cobre impulso. Así, la combinación del poema y el silencio se transforman en el procedimiento que descarga el sacudón.


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