– ¿Que dirías tú -preguntó- tú que eres un hombre educado, si un brujo que relata historias tomara un relato de las fechas memorables, digamos por ejemplo, la historia de Calixto Muni y le cambiara el final? En vez de decir que Calixto Muni fue descuartizado por sus ejecutores españoles, como realmente ocurrió, él narrara la historia de Calixto Muni como el rebelde victorioso que logró liberar a su pueblo.

Yo conocía la historia de Calixto Muni, un indio yaqui quien, según las fechas memorables, sirvió durante muchos años en un barco bucanero en el Caribe, con objeto de aprender estrategias de guerra. A su regreso a Sonora, se las arregló para levantarse en armas contra los españoles y declarar la guerra de independencia, tan sólo para ser traicionado, capturado y ejecutado.

Don Juan me instó a hacer algún comentario. Le dije que yo me veía obligado a creer que, el cambiar un relato objetivo, basado en hechos reales, conforme él lo describía, era un recurso psicológico del brujo narrador para expresar sus anhelos ocultos. O quizás una forma personal e idiosincrática de aminorar la frustración. Agregué que inclusive hasta llamaría a ese brujo narrador un patriota, porque era obviamente incapaz de aceptar la amarga derrota.

Don Juan se ahogó de risa.

– Pero no se trata sólo de un específico brujo que relata historias -arguyó-. Todos los brujos que relatan historias hacen lo mismo.

– En ese caso, es una estratagema socialmente aprobada que expresa los anhelos ocultos de toda una sociedad -respondí-. Una forma socialmente aceptada de desahogar colectivamente la tensión psicológica.

– Tu argumento es locuaz, convincente y muy razonable -comentó-. Pero debido a que te falta el puro entendimiento no puedes ver tu falla.

Me miró como si me estuviera persuadiendo a comprender lo que me decía. Yo no hice ningún comentario; cualquier cosa que hubiera dicho me habría hecho parecer resentido.

– El brujo que relata historias y que cambia el final de un relato real y socialmente aceptado -dijo- lo hace bajo la dirección y los auspicios del espíritu. Como puede y sabe manejar su conexión con el intento, puede también manejar el puro entendimiento y cambiar las cosas. El brujo narrador hace señas de que ha intentado cambiar el relato, quitándose el sombrero, poniéndolo sobre el suelo y dándole una vuelta completa de derecha a izquierda. Bajo los auspicios del espíritu, ese simple acto lo precipita dentro del espíritu mismo. Ha dejado que su pensamiento dé un salto mortal a lo inconcebible.

Don Juan levantó el brazo por encima de la cabeza y, por un instante, apuntó hacia el cielo, sobre la línea del horizonte.

– Debido a que su puro entendimiento es un explorador de vanguardia que sondea aquella inmensidad -prosiguió don Juan- el brujo narrador sabe, sin lugar a dudas, que, en algún lugar, de alguna manera, ahí en ese infinito, en este mismo momento, ha descendido el espíritu. El pensamiento ha dado un salto mortal a lo inconcebible y Calixto Muni es el victorioso. Ha liberado a su pueblo. Su lucha ha trascendido lo personal.

– ¡Quién eres tú y tu pinche racionalidad para poner cadenas al pensamiento!

IX. MOVER EL PUNTO DE ENCAJE

Un par de días más tarde, don Juan y yo emprendimos un viaje a las montañas. Explicó que había decidido ir a un lugar especial, que creara un ambiente apropiado en donde explicarme algunos aspectos complejos de la maestría del estar consciente de ser. Habitualmente don Juan prefería ir a la cordillera del oeste, que además estaba más cerca, pero esa vez eligió las cumbres del este. Esa cordillera era mucho más alta y estaba más lejos. A mí me parecía más siniestra, oscura e imponente. No podía sin embargo determinar si esa impresión era mía o si, de algún modo, había absorbido los sentimientos de don Juan acerca de esas montañas.

Al llegar a las colinas bajas, antes de comenzar el ascenso a las empinadas cumbres, nos sentamos a descansar. Abrí la mochila que las mujeres videntes del grupo de don Juan me habían preparado y encontré un enorme pedazo de queso. Al verlo experimenté un momento de fastidio, como me sucede de costumbre, ya que el queso me ha encantado toda la vida, pero nunca me ha sentado bien. Y siempre he sido incapaz de rechazarlo.

Don Juan, desde el momento que se dio cuenta de mi debilidad, hizo lo imposible por aguijonearme con ella. Al principio me sentí muy avergonzado, pero mi vergüenza disminuyó al descubrir que cuando no había queso a mi alrededor no lo echaba de menos. El problema era que los bromistas del grupo de don Juan siempre me ponían un gran trozo de queso al alcance de la mano. Y yo, por supuesto, siempre terminaba por comerlo.

– Termínalo en una sola sentada -me aconsejo don Juan, con un destello de malicia en los ojos-. Así no tendrás que preocuparte más por el asunto.

Probablemente bajo la influencia de tal consejo, tuve el enorme deseo de devorar todo el trozo. Don Juan rió tanto que, una vez más, sospeché que se había puesto de acuerdo con su grupo para tenderme una trampa.

Ya más en serio, sugirió que pasáramos la noche allí, en las colinas y que tomáramos uno o dos días para llegar a las cumbres más altas. Yo estuve de acuerdo.

De una manera muy casual, don Juan me preguntó si me había acordado de algo sobre las cuatro disposiciones del acecho. Admití que había tratado, pero que me falló la memoria.

– ¿No recuerdas que te enseñé lo que significa no tener compasión? -preguntó-. No tener compasión, lo opuesto a tenerse lástima a sí mismo.

Yo no me acordaba de nada. Don Juan pareció quedarse pensando qué decir. De pronto las comisuras de su boca se dejaron caer en un gesto de fingida impotencia. Se encogió de hombros y, levantándose, caminó apresuradamente una corta distancia hasta la cima plana de una pequeña colina.

– Los brujos no tienen compasión -dijo, mientras nos sentábamos en el suelo rocoso-. Pero ya tú sabes todo eso. Lo hemos conversado tantas veces.

Después de un largo silencio dijo que continuaríamos discutiendo los centros abstractos de las historias de la brujería, pero que tenía la intención de hablar cada vez menos sobre ellos, pues se acercaba el momento en que me sería dado descubrirlos yo mismo y permitir que me revelaran su significado.

– Como ya te he dicho -continué-, el cuarto centro abstracto se llama "el descenso del espíritu" o "ser movido por el intento". La historia cuenta que, a fin de revelar los misterios de la brujería al hombre del que hemos estado hablando, fue necesario que el espíritu descendiera. El espíritu eligió un momento en que el hombre estaba distraído, con la guardia baja y, sin mostrar piedad alguna, dejó que su presencia moviera, por sí misma, el punto de encaje de ese hombre a una determinada posición. Una posición que los brujos describen como el sitio donde uno pierde la compasión o el sitio donde no hay piedad. Puesto que el hombre de nuestra historia perdió allí la compasión, el no tener compasión se convirtió en el primer principio de la brujería.

"El primer principio nunca debe confundirse con el primer efecto del aprendizaje de brujería, que es el moverse desde la conciencia normal a la conciencia acrecentada.

– No comprendo lo que trata usted de decirme -me quejé.

– Lo que quiero decir es que, según todas las apariencias, el moverse de un estado de conciencia al otro es lo primero que le ocurre a un aprendiz de brujo -replicó-. Por consiguiente es natural para un aprendiz asumir que el movimiento del punto de encaje es el primer principio de la brujería. Pero no es así. El primer principio de la brujería es el no tener compasión. Pero ya hemos hablado anteriormente de esto. Sólo estoy tratando de hacerte acordar.

En ese momento pude sinceramente haber dicho que no tenía ni la menor idea de lo que don Juan decía, pero también pude haber dicho que tenía la extraña sensación de que lo sabía muy bien.


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