Con un esfuerzo gigantesco, me arranqué de esa nada y me puse de pie.

– ¿Qué me está usted haciendo, don Juan? -pregunté alarmado.

– A veces eres absolutamente insoportable -respondió-. Me enfurece el modo cómo desperdicias tu energía. Tu punto de encaje estaba justo en el sitio más ventajoso para hacerte acordar de lo que quisieras ¿y qué es lo que haces? Lo desperdicias para preguntarme qué te estoy haciendo.

Me senté. Estaba realmente avergonzado. Don Juan sonrió.

– Pero el ser cargoso y a veces inaguantable es tu mayor ventaja -agregó-. ¿Porqué habría yo de quejarme?

Los dos estallamos en una fuerte carcajada. Era un chiste entre él y yo.

Años atrás, yo me había sentido profundamente conmovido y al mismo tiempo muy confuso por la tremenda dedicación que don Juan ponía en ayudarme. No lograba imaginar por qué me demostraba tanta bondad, Era evidente que yo no le hacía falta en absoluto; por lo tanto, no lo hacía por interés. Pero yo había aprendido, a través de las duras experiencias de la vida, que nada es gratis y, al no poder imaginar qué recompensa esperaba don Juan, me sentía muy intranquilo.

Un día le pregunté, sin más ni más y en tono, muy cínico, qué sacaba él de nuestra asociación. Dije que no había podido adivinarlo.

– Nada que tú puedas comprender -respondió.

Su respuesta me enojó. Le dije, belicoso, que yo no era estúpido y que por lo menos él podía hacer el esfuerzo de explicármelo.

– Bueno, déjame decirte tan sólo que, aunque podrías comprenderlo, lo seguro es que no te va a gustar -replicó, con esa sonrisa que siempre tenía cuando me estaba tendiendo una trampa-. Verás, la verdad es que quiero ahorrarte eso.

Mordí el anzuelo. Insistí en que me lo dijera.

– ¿Estás seguro de que quieres saber la verdad? -me preguntó, a sabiendas que yo jamás diría que no.

– Por supuesto que quiero saber qué es lo que usted se trae -contesté, en tono cortante.

Se echó a reír como si se tratara de un chiste; cuanto más reía, mayor era mi enfado.

– No le veo nada de divertido a todo esto -dije.

– A veces, es mejor no entrometerse con la verdad -dijo-. La verdad, en este caso, es como un bloque de piedra al pie de un gran montón de cosas; digamos una piedra angular. Si la sacamos, tal vez no nos gusten los resultados. A lo mejor, el gran montón de cosas se viene abajo. Yo prefiero evitar eso.

Volvió a reír. Sus ojos, brillando de picardía, parecían invitarme a seguir con el tema. Y yo insistí en saber. Traté de mostrarme sereno, pero persistente.

– Bueno, si eso es lo que quieres -dijo, con el aire de quien se ha dejado persuadir-. Primeramente, me gustaría decir que todo cuanto hago por ti es gratis. No tienes que pagar nada. Como tú bien lo sabes, he sido impecable contigo. Y mi impecabilidad contigo no es una inversión. No lo hago por interés. No te estoy preparando para que me cuides cuando esté demasiado viejo para cuidarme solo. Pero sí saco de nuestra relación algo de incalculable valor: una especie de recompensa por tratar impecablemente con esa piedra angular que he mencionado. Y lo que saco es justamente lo que quizá tú no vas a comprender o no te va a gustar.

Paró de hablar y me miró con fijeza, jugando con el malévolo destello de sus ojos.

– ¡Dígamelo de una vez, don Juan! -exclamé, irritado por sus tácticas dilatorias.

– Quiero que tengas bien en cuenta que te lo digo debido a tu insistencia -dijo sonriendo.

Volvió a hacer otra larga pausa. Para entonces yo estaba echando humo.

– Si me juzgas por mi modo de ser contigo -continuó-, tendrás que admitir que he sido un dechado de paciencia y consistencia. Pero lo que tú no sabes es que, para lograr eso, he tenido que luchar como nunca he luchado en mi vida. A fin de estar contigo, he tenido que transformarme diariamente, conteniéndome a base de penosísimos esfuerzos.

Don Juan tuvo razón. No me gustó lo que decía. No quise quedar mal y traté de bromear.

– ¿A poco va a usted a decir que soy inaguantable? -dije y mi voz me sonó asombrosamente forzada.

– Claro que eres inaguantable -dijo él, con expresión seria-. Eres mezquino, caprichoso, porfiado, dominante y vanidoso. Eres malgeniado, tedioso y desagradecido; tienes una inagotable capacidad para los vicios. Y lo peor: tienes una idea muy exaltada de ti mismo, sin nada con qué respaldarla. Podría decir, con toda sinceridad, que tu sola presencia me da ganas de vomitar.

Quise enojarme. Quise protestar, quejarme de que él no tenía derecho a hablarme de ese modo. Pero no pude pronunciar una sola palabra. Estaba destrozado. Me sentí aturdido.

Mi expresión debió ser muy notable, pues don Juan estalló en tal carcajada que pareció estar a punto de ahogarse.

– Te advertí que ni te iba a gustar ni lo ibas a entender -dijo-. Las razones del guerrero son muy simples, pero de extremada finura. Rara vez tiene el guerrero la oportunidad de ser genuinamente impecable pese a sus sentimientos básicos. Tú me has dado tal inigualable oportunidad. El acto de dar, libre e impecablemente, me rejuvenece, renueva en mí la idea de lo maravilloso. Lo que obtengo de nuestra relación es en verdad algo de tan incalculable valor para mí que estoy irremediablemente endeudado contigo.

Sus ojos brillaban sin picardía.

Don Juan empezó a explicar lo que había hecho.

– Soy el nagual; moví tu punto de encaje con el brillo de mis ojos -dijo, como si no tuviera importancia-. Los ojos de todos los seres vivientes pueden mover el punto de encaje, sobre todo si están enfocados en el intento. Bajo condiciones normales la gente enfoca los ojos en el mundo, en busca de comida, de refugio, de protección.

Me tocó el hombro.

– O en busca de amor -agregó, prorrumpiendo en una fuerte carcajada.

Don Juan se burlaba constantemente de mi "búsqueda de amor". Nunca olvidó una respuesta ingenua que le di cierta vez al preguntarme él qué buscaba yo en la vida. Un momento antes, me había estado guiando hacia la admisión de que yo no tenía metas claras en mi vida. Bramó de risa al oírme decir que yo buscaba amor.

– Un buen cazador hipnotiza a su presa con los ojos -prosiguió-. Es una extraña paradoja, la del cazador. El cazador mueve con la mirada el punto de encaje de su presa, y sin embargo, sus ojos están enfocados en el mundo, en busca de comida.

Le pregunté si los brujos podían hipnotizar a la gente con la mirada. Riendo entre dientes, dijo que en realidad lo que yo quería saber era otra cosa: si podía hipnotizar a las mujeres con mi mirada, pese a que mis ojos no estaban enfocados en el intento, sino en el mundo, en busca de amor.

– Lo que te interesa es la paradoja del cazador -dijo entre carcajadas.

Pero luego agregó, en serio, que la válvula de seguridad de los brujos consistía en que, cuando llegaban a enfocar sus ojos en el intento, ya no les interesaba hipnotizar a nadie.

– Pero, para mover con el brillo de sus ojos el punto de encaje propio o uno ajeno -continuó- los brujos tienen que ser despiadados. Es decir, deben estar familiarizados con el sitio donde no hay compasión. Esto es en especial cierto para los naguales.

Dijo que cada nagual desarrolla una forma específica de no tener compasión. Tomó mi caso como ejemplo y dijo que, debido a mi configuración natural, los videntes me veían como una esfera de luminosidad, no compuesta de cuatro bolas comprimidas en una sola, la estructura habitual de los naguales, sino como una esfera compuesta de sólo tres bolas comprimidas. Esa configuración me hacía ocultar automáticamente mi falta de compasión tras la máscara de un hombre que se entrega fácilmente a todo.

– Los naguales son muy engañosos -continuó-. Siempre dan la impresión de ser lo que no son, y lo hacen tan bien que todo el mundo les cree, hasta los que mejor los conocen.


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