– Realmente no comprendo por qué dice usted que soy engañoso, don Juan -protesté.
– Te presentas como un hombre que se da a todo -dijo-. Das la impresión de ser generoso, de tener gran compasión. Y todo el mundo está convencido de tu autenticidad. Hasta jurarían que eres así.
– ¡Pero así es como soy! -exclamé con absoluta sinceridad.
Don Juan se dobló en dos de risa.
El rumbo que estaba tomando la conversación era desastroso y quise poner las cosas en claro. Aseguré, con vehemencia que yo era sincero en todo cuanto hacía. Lo desafié a que me diera un ejemplo de lo contrario y él me dio uno. Dijo que yo, compulsivamente, trataba a la gente con una generosidad injustificada, dando una falsa imagen de mi desenvoltura y franqueza. Yo argumenté que esa franqueza era mi modo de ser, pero él me replico con una pregunta: ¿por qué exigía yo siempre a la gente con quien trataba, sin decirlo abiertamente, que se dieran cuenta de que yo los engañaba? Le respondí que él estaba errado y el, riéndose como lo hacía cada vez que me acorralaba, señaló el hecho de que, cuando no captaban mi juego y daban por auténtica mi supuesta franqueza me volvía contra ellos con la misma fría falta de compasión que trataba de ocultar.
Sus comentarios me causaron una gran inquietud, pues no podía refutarlos. Guardé silencio. No quería mostrarme ofendido, pero mientras me preguntaba a mi mismo que podía decir, él se levantó y echó a andar, alejándose. Lo detuve, sujetándolo por la manga. Fue por mi parte un movimiento espontáneo, que me sorprendió. Don Juan volvió a sentarse con expresión asombrada.
– No quiero ser grosero -dije-, pero necesito saber más de esto. Me molesta inmensamente lo que usted me acaba de decir.
– Haz que tu punto de encaje se mueva -me instó-. Muchísimas veces hemos hablado de las máscaras de los naguales y del no tener compasión. ¡Acuérdate! Y todo te será claro.
Me miraba con franca expectativa. Debió de haber notado que yo no podía acordarme de nada, pues continuó hablando sobre las diferentes maneras en que los naguales escondían su falta de compasión. Dijo que su propio método consistía en someter a la gente a una ráfaga de coerción oculta bajo una supuesta capa de comprensión y razonabilidad.
– ¿Y las explicaciones que usted me da? -observé- ¿No son acaso resultado de una auténtica razonabilidad y del deseo de ayudarme a comprender?
– No -respondió-. Son el resultado de no tener compasión.
Argüí, apasionadamente, que mi propio deseo de comprender era auténtico. El me dio unas palmaditas en el hombro, y afirmó que mi deseo de comprender era auténtico, pero no mi generosidad. Dijo que los naguales ocultan automáticamente el no tener compasión, aun contra su voluntad.
En tanto que escuchaba su explicación, tuve la peculiar sensación, en lo recóndito de mi mente, que en algún momento habíamos discutido en todo detalle el concepto de no tener compasión.
– Yo no soy hombre racional -prosiguió, mirándome a los ojos-. Sólo aparento serlo debido a que mi máscara es así de efectiva. Lo que a ti te parece razonabilidad es simplemente mi indiferencia a mi propia persona. El no tener compasión no es otra cosa que la total falta de compasión por uno mismo.
"En tu caso, como disimulas con falsa generosidad el no tener compasión, pareces tranquilo y franco. Pero en realidad, eres tan generoso como yo soy razonable. Ambos somos un fraude. Hemos perfeccionado el arte de ocultar el hecho de que no sintamos compasión.
Dijo que su benefactor lo ocultaba tras la fachada de un bromista despreocupado, cuya irreprensible necesidad era jugarle pasadas a cuantos se le acercaban.
– La mascara de mi benefactor era la de un hombre feliz y apacible, a quien nada en el mundo lo afligía o lo preocupaba -continuó don Juan-. Pero bajo esa máscara él era, como cualquier otro nagual, más frió que el viento del ártico.
Usted no es frío, don Juan -dije, con sinceridad.
– Claro que sí -insistió-. Es lo efectivo de mi máscara lo que te da la impresión de que no lo soy.
Pasó a explicar que la máscara del nagual Elías consistía en una desquiciante minuciosidad y exactitud, en lo referente a los detalles, con lo que creaba una falsa impresión de atención y meticulosidad.
Sin dejar de mirarme mientras me hablaba, empezó a describir la conducta del nagual Elías. Y tal vez porque me observaba con tanta atención, no pude concentrarme en absoluto en lo que me estaba diciendo. Hice un esfuerzo supremo por ordenar mis pensamientos.
Me estudio por un instante; luego siguió explicando lo qué era el no tener compasión, pero yo le dije que su explicación ya no me hacía falta. Me había acordado. No mucho después de haber iniciado mi aprendizaje logré, por mis propios medios, un cambio en mi nivel de conciencia. Mi punto de encaje llegó entonces a la posición llamada el sitio donde no hay compasión.
X. EL SITIO DONDE NO HAY COMPASIÓN
Don Juan me dijo que era mejor no hablar más. Las palabras, en ese caso, eran útiles sólo para guiarlo a uno a acordarse. Una vez que se movía el punto de encaje, se revivía la experiencia completa. También me indicó que el mejor modo de asegurar que uno pudiera acordarse era caminar.
Los dos nos pusimos de pie. Caminamos despacio y en silencio por un sendero en esas montañas, hasta que me hube acordado de todo lo que aconteció en esa ocasión.
Justo al mediodía estábamos en las afueras de Guaymas, en el norte de México, en viaje desde Nogales, Arizona, cuando noté que a don Juan le pasaba algo. Desde hacía más o menos una hora estaba desacostumbradamente silencioso y sombrío. No quise darle mucha importancia, pero, de pronto, su cuerpo se contorsionó descontroladamente y la barbilla le golpeó el pecho, como si los músculos del cuello ya no pudieran sostener el peso de su cabeza
– ¿Lo marea el movimiento del carro, don Juan? -pregunté, súbitamente alarmado.
No me respondió. Respiraba por la boca, con mucha dificultad.
Durante la primera parte de nuestro viaje, que duraba ya varias horas, don Juan había estado muy bien. Hablamos largo y tendido sobre mil cosas. En la ciudad de Santa Ana, donde paramos a llenar el tanque de gasolina, hasta había hecho unos ejercicios chistosísimos contra el techo del auto para desentumecer los músculos de sus hombros.
– ¿Qué le pasa, don Juan? -pregunté.
Sentía punzadas de angustia en el estómago. El, aún con la barbilla sobre el pecho, murmuró que deseaba ir a un determinado restaurante y, con voz lenta y vacilante, me dio indicaciones exactas para llegar allí.
Estacioné el coche en una calle adyacente, a una cuadra del restaurante. Cuando abrí la puerta del coche para salir, don Juan se aferró de mi brazo con puño de hierro. Penosamente y con mi ayuda se arrastró por el asiento y salió por mi puerta. Ya en la acera se sujetó de mis hombros con ambas manos para mantener la espalda derecha. En un silencio nefasto, caminamos hacia el desmantelado edificio donde estaba el restaurante, yo sosteniéndolo a duras penas y él arrastrando los pies.
Don Juan iba colgado de mi brazo con todo su peso. Su respiración era tan acelerada y el temblor de su cuerpo llegó a ser tan alarmante, que caí en el pánico. Tropecé y tuve que apoyarme contra la pared para evitar que los dos cayéramos a la acera. Mi angustia era tal que no podía pensar. Lo miré a los ojos. Estaban opacos, sin su brillo habitual.
Entramos a paso torpe en el restaurante; un amable camarero se precipitó, como de sobreaviso, a ayudar a don Juan.
– ¿Cómo andan los males hoy viejito? -le gritó a don Juan en el oído.
Luego lo llevó, prácticamente en vilo, desde la puerta hasta una mesa; lo hizo sentar y desapareció.
– ¿Lo conoce a usted, don Juan? -le pregunté cuando estuvimos sentados.
El, sin mirarme, murmuró algo ininteligible. Me levanté y fui a la cocina del restaurante, en busca del ocupado camarero.