Acentuó una y otra vez que lo más sofisticado de los brujos es el estar consciente de nuestro potencial como seres perceptivos, y el saber que el contenido de la percepción depende de la posición del punto de encaje.

Al llegar a ese momento comencé a experimentar una singular dificultad para concentrarme en lo que él decía, no porque estuviera distraído o fatigado, sino porque mi mente, por cuenta propia, jugaba a anticiparse a las palabras que él iba a usar. Era como si una parte desconocida de mi ser estuviera tratando infructuosamente de hallar términos adecuados para expresar sus pensamientos silenciosos. Mientras don Juan hablaba, yo tenía la sensación de que él iba a expresar mis propios pensamientos silenciosos. Me fascinaba comprobar que su elección de palabras era siempre mejor de lo que habría sido la mía. Pero al anticiparme a lo que iba a decir también disminuía mi concentración.

Detuve abruptamente el coche y me estacioné al costado de la carretera. Y allí tuve, por primera vez en mi vida, una clara noción de mi dualismo. Dos partes obviamente separadas, existían dentro de mi ser. Una era muy vieja, tranquila, indiferente; era pesada, oscura y estaba conectada con todo lo demás. Era la parte de mí a la que nada le importaba, pues era igual a toda cosa; era la parte que gozaba sin esperar nada. La otra parte era ligera, nueva, esponjosa, agitada; era nerviosa y rápida. Se importaba a sí misma porque se sentía insegura y no gozaba de nada, simplemente porque carecía de la capacidad de conectarse. Estaba sola, en la superficie, y era vulnerable. Era la parte con la que yo observaba al mundo.

Intencionalmente, miré a mi alrededor con esa parte. Por doquier vi grandes cultivos. Y esa parte de mí, insegura, esponjosa y preocupada quedó atrapada entre el orgullo que le inspiraba la laboriosidad del hombre y la tristeza de ver el magnífico y viejo desierto de Sonora convertido en un panorama de surcos simétricos y plantas domesticadas.

A la parte vieja, oscura y pesada de mí eso no le importó nada. Y las dos partes entraron en un debate. La parte esponjosa quería que la parte pesada se preocupara; la parte pesada quería que la otra dejara de fastidiarse y gozara de las cosas.

– ¿Por qué paraste? -preguntó don Juan.

Su voz me provocó una reacción, pero no sería exacto decir que fui yo quien reaccionó. El sonido de su voz pareció solidificar a la parte esponjosa y, de pronto, volví a ser reconociblemente yo mismo.

Describí a don Juan la comprensión que acababa de tener sobre mi dualismo. Dijo que, cuando el punto de encaje se mueve y llega al sitio donde no hay compasión, la posición de la racionalidad y el sentido común se debilita. Mi sensación de tener un lado más viejo, oscuro, y silencioso era una visión de los antecedentes de la razón.

– Sé exactamente lo que usted me dice -manifesté-. Sé muchísimas cosas, pero no puedo hablar de lo que sé. No se me ocurre cómo comenzar.

– Ya te he mencionado esto -dijo él-. Lo que estás experimentando y llamas dualismo es una visión del mundo desde otra posición de tu punto de encaje. Desde esa posición puedes sentir el mundo de una manera diferente y a eso lo llamas el lado más antiguo del hombre. Y lo que ese lado más antiguo sabe se llama el conocimiento silencioso. Es un conocimiento que tú aún no puedes expresar.

– ¿Por qué? -pregunté.

– Porque para expresarlo necesitas tener y usar una extraordinaria cantidad de energía -respondió-. En este momento no puedes gastar esa clase de energía, porque no la tienes.

El conocimiento silencioso es algo que todos poseemos -prosiguió-. Algo que tiene total dominio, total conocimiento de todo. Pero no puede pensar; por lo tanto, no puede expresar lo que sabe.

"Los brujos creen que en una época, al comienzo, cuando el hombre comprendió que sabía y quiso estar consciente de lo que sabía, perdió de vista lo que sabía.

"El error del hombre fue querer conocer directamente lo que sabía, tal como conocía las cosas de la vida diaria. Cuanto más deseaba ese conocimiento, más efímero, más silencioso se volvían

"Ese conocimiento silencioso, que nadie puede describir, es, por supuesto, el intento, el espíritu, lo abstracto.

– Pero ¿qué significa eso de que el hombre perdió de vista lo que sabía? -pregunté.

– Significa que el hombre renunció al conocimiento silencioso por el mundo de la razón -respondió-. Cuanto más se aferra al mundo de la razón, más efímero se vuelve el conocimiento silencioso.

Puse el coche en marcha y seguimos el viaje en silencio. Don Juan no trató de darme indicaciones sobre dónde ir ni cómo manejar, como solía hacer para exacerbar mi importancia personal. Yo no tenía una idea clara del rumbo que llevaba, pero algo en mí sí lo sabía. Dejé que esa parte se hiciera cargo de todo.

Muy avanzada ya la noche, y sin que yo conscientemente supiera por que, llegamos a una enorme casa en una zona rural del estado de Sinaloa, en el norte de México. El viaje pareció terminar en un abrir y cerrar de ojos. Yo no podía recordar los detalles del trayecto. Sólo sabía que no habíamos conversado.

La casa parecía estar vacía. No había señales de que allí viviera nadie. Sin embargo, de algún modo yo sabía que los amigos de don Juan vivían en esa casa. Sentía su presencia sin necesidad de verlos.

Don Juan encendió unas lámparas de queroseno y nos sentamos a una maciza mesa. Al parecer, él se disponía a comer. Pero, ¿a comer qué? Yo me preguntaba qué decir al respecto, cuando en ese momento entró silenciosamente una mujer y puso un gran plato de comida en la mesa. Yo no estaba preparado para verla entrar. Cuando pasó de la oscuridad a la luz, tal como si se hubiera materializado de la nada, lancé una involuntaria exclamación.

– No te asustes. Soy yo, Carmela -dijo y desapareció, tragada otra vez por las sombras.

Me quedé boquiabierto y a medio gritar. Don Juan rió tanto, dando palmadas a la mesa que yo casi esperaba que los de la casa acudieran, pero no se presentó nadie.

Traté de comer; no tenía hambre. Empecé a pensar en la mujer. No la conocía. Es decir, casi la conocía; casi podía identificarla, pero no lograba sacar a mi memoria de la bruma que oscurecía mis pensamientos. Luché por despejar mi mente, pero requería demasiada energía y abandoné ese propósito.

Tan pronto como dejé de pensar en la mujer comencé a experimentar una angustia entumecedora. Era como si me estuviera invadiendo un miedo a esa casa oscura y enorme, y al silencio que la rodeaba por dentro y por fuera. Un momento más tarde mi angustia alcanzó proporciones increíbles, justo después que oí el vago ladrido de unos perros, en la distancia. Por un momento sentí el cuerpo a punto de estallar. Don Juan intervino apresuradamente; saltó detrás de mí y me empujó la espalda hasta hacerla crujir. Esa presión me provocó un alivio inmediato.

Cuando me hube calmado noté que había perdido, junto con la anonadada ansiedad, la clara sensación de saberlo todo. Ya no podía adivinar cómo iba don Juan a expresar lo que yo mismo sabía y no podía decir.

Don Juan inició entonces una explicación muy peculiar. Primero dijo que el origen de la angustia que se había apoderado de mí con la velocidad de un rayo era el descenso del espíritu; era el súbito movimiento de mi punto de encaje, causado por la inesperada aparición de Carmela y por mi inevitable esfuerzo de mover mi punto de encaje al sitio que me permitiera identificarla completamente.

Me aconsejó que me acostumbrara a la idea de nuevos y repetidos ataques del mismo tipo de angustia, puesto que el espíritu no dejaría de descender y mi punto de encaje no dejaría de moverse.

– Cualquier descenso del espíritu es como morir -dijo-. Todo en nosotros se desconecta, y después vuelve a conectarse a una fuente de mucho mayor potencia. La amplificación de energía se siente como una angustia mortífera.


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