– ¿Y qué debo hacer cuando ocurra esto? -pregunté.

– Nada -dijo-. Esperar. Ese estallido de energía pasa. Lo peligroso es no saber lo que te está sucediendo. Una vez que lo sabes no hay peligro.

Después habló otra vez del hombre antiguo. Dijo que el hombre antiguo sabía, del modo más directo, qué hacer y cómo hacerlo bien. Pero como hacía tan bien lo que hacía, comenzó a desarrollar cierto sentido de ser, con lo cual adquirió la sensación de que podía predecir y planear los actos que estaba habituado a hacer tan bien. Así surgió la idea de un "yo" individual; un yo individual que comenzó a dictar la naturaleza y el alcance de las acciones humanas.

A medida que el sentimiento de tener un yo individual se tornaba más fuerte, el hombre fue perdiendo su conexión natural con el conocimiento silencioso. El hombre moderno, siendo el heredero de tal desarrollo, se encuentra tan irremediablemente alejado del conocimiento silencioso, la fuente de todo, que sólo puede expresar su desesperación en cínicos y violentos actos de autodestrucción. Don Juan aseveró que la causa del cinismo y la desesperación del hombre es el fragmento de conocimiento silencioso que aún queda en él; un ápice que hace dos cosas: una, permite al hombre vislumbrar su antigua conexión con la fuente de todo, y dos, le hace sentir que, sin esa conexión, no tiene esperanzas de satisfacción, de logro o de paz.

Creí haber sorprendido a don Juan en una contradicción. Le recordé que una vez me había dicho que la guerra era el estado natural de todo brujo, que la paz era una anomalía.

– Es cierto -admitió-. Pero la guerra, para un brujo, no significa actos de estupidez individual o colectiva ni una violencia absurda. La guerra para el brujo es la lucha total contra ese yo individual que ha privado al hombre de su poder.

Don Juan cambió de conversación y dijo que era hora de hablar más extensamente sobre el no tener compasión: una de las premisas básicas de la brujería. Explicó que los brujos habían descubierto que cualquier movimiento del punto de encaje significa alejarse de la excesiva preocupación con el yo individual: la característica del hombre moderno. Los brujos están convencidos de que la posición del punto de encaje es lo que hace del hombre moderno un egocéntrico homicida, un ser totalmente atrapado en su propia imagen. Habiendo perdido toda esperanza de volver al conocimiento silencioso, el hombre busca consuelo en su yo individual. Y al hacerlo consigue fijar su punto de encaje en el lugar más conveniente para perpetuar su imagen de si. Por lo tanto, los brujos pueden afirmar con toda seguridad que cualquier movimiento que alejara el punto de encaje de su posición habitual equivale a alejarse de la imagen de sí y, por consiguiente, de la importancia personal.

Don Juan definió la importancia personal como la fuerza generada por la imagen de sí. Reiteró que es esa fuerza la que mantiene el punto de encaje fijo en donde está el presente. Por este motivo, la meta de todo cuanto hacen los brujos es el destronar la importancia personal.

Explicó que los brujos habían desenmascarado a la importancia personal, encontrando que es, en realidad, la compasión por sí mismo disfrazada.

– No parece posible, pero así es -me aseguró-. El verdadero enemigo y la fuente de la miseria del hombre es la compasión por sí mismo. Sin cierto grado de compasión por sí mismo, el hombre no podría existir. Sin embargo, una vez que esa compasión se emplea, desarrolla su propio impulso y se transforma en importancia personal.

Esa explicación, que me habría parecido una idiotez en condiciones normales, me resulto por completo convincente. Debido a mi dualidad, la cual aún me daba gran agudeza mental, se me antojó que tenía algo de condescendencia. Don Juan parecía haber apuntado sus pensamientos y sus palabras a un blanco específico. Yo, en mi estado normal de conciencia, era ese blanco.

Prosiguió con su explicación, diciendo que los brujos están absolutamente convencidos de que, el espíritu, al mover nuestro punto de encaje, alejándolo de su posición habitual, nos hacía alcanzar un estado de ser que sólo podríamos llamar "el no tener compasión".

Dijo que los brujos saben, gracias a su experiencia práctica, que en cuanto se mueve el punto de encaje se derrumba la importancia personal, porque sin la posición habitual del punto de encaje, la imagen de sí pierde su enfoque. Sin ese intenso enfoque se extingue la compasión por sí mismo y con ella la importancia personal, ya que la importancia personal es sólo la compasión por sí mismo disfrazada.

A continuación, don Juan afirmó que todo nagual, en su papel de guía o de maestro, debe comportarse eficiente e impecablemente. Puesto que no le es posible planear racionalmente el curso de sus actos, siempre deja que el espíritu decida su curso. Dijo que, por ejemplo, él no tenía planeado hacer lo que hizo hasta que el espíritu le dio un indicio, esa mañana, al despuntar el alba, mientras desayunábamos en Nogales. Me instó a recordar el acontecimiento.

Me acordé que, durante el desayuno, me había sentido muy incómodo porque don Juan se burlaba de mi,

– Piensa en la camarera -me instó él.

– Todo lo que recuerdo es que era grosera -le dije.

– Pero ¿qué es lo que hizo? -insistió él-. ¿Qué hizo mientras esperaba a que decidiéramos qué comer?

Al cabo de un momento me acordé que la camarera era una muchacha de aspecto duro que me tiró el menú y se plantó allí, casi tocándome, exigiéndome en silencio que me diera prisa en pedir.

Mientras ella esperaba, taconeando impacientemente el suelo con un pie enorme, se recogió su larga cabellera negra en la coronilla. El cambio fue notable: así parecía más madura y atractiva. Quedé francamente asombrado y hasta olvidé sus malos modales.

– Ese fue el augurio -dijo don Juan-. La dureza y la transformación fueron el indicio del espíritu.

Dijo que su primer acto del día, como nagual, fue darme a conocer sus intenciones. A tal fin, me dijo, en lenguaje muy directo, aunque de un modo sutil y oculto, que iba a darme una lección acerca del no tener compasión.

– ¿Te acuerdas ahora? -preguntó-. Hablé con la camarera y con una señora ya mayor de la mesa vecina.

Guiado por el de esa manera conseguí acordarme que don Juan había estado flirteando, prácticamente, con la señora, así como con la maleducada camarera. Conversó con ellas por largo rato mientras yo comía. Les contó historias muy graciosas sobre el soborno y la corrupción en el gobierno; contó chistes sobre los campesinos que iban a la ciudad por primera vez. Después, preguntó a la camarera si era norteamericana. Ella dijo que no y la pregunta la hizo reír. Don Juan le dijo que eso era muy propicio, puesto que yo era un mexicano-americano en busca de amor, y que bien podía comenzar allí mismo, después de haber comido tan estupendo desayuno.

Las mujeres no paraban de reír. Me pareció que se reían de mi azoramiento. Don Juan les dijo que, hablando en serio, yo había ido a México a encontrar esposa. Les preguntó si conocían a alguna mujer honrada, modesta y casta, que quisiera casarse y no fuera demasiado exigente en cuestiones de belleza masculina. Se presentó como mi representante.

Las mujeres reían a más no poder. Yo estaba realmente mortificado. Don Juan se volvió hacia la camarera y le preguntó si quería casarse conmigo. Ella dijo que estaba comprometida. A mí me pareció que tomaba a don Juan muy en serio.

– ¿Por qué no lo deja usted que él mismo lo diga? -preguntó la señora-.

– Porque tiene la lengua mocha -respondió él-. Así nació. Tartamudea de un modo espantoso.

La camarera observó que, al pedir mi desayuno, yo lo había hecho de un modo perfectamente normal.

– ¡Ay, pero qué observadora es usted! -dijo don Juan-. El sólo habla correctamente cuando pide comida. Yo ya le he dicho mil veces que, si quiere aprender a hablar como todo el mundo, debe ser despiadado. Lo traje para darle algunas lecciones acerca del no tener compasión.


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