Aparcamos junto a la sede del club, en una plaza que parece reservada para Gil, y cuando él saca la llave del contacto, un silencio frío resuena dentro del coche. El viernes es la calma que precede a la tormenta del fin de semana, la oportunidad de recuperar la sobriedad entre las tradicionales noches de fiesta, la del jueves y la del sábado. La fría nieve sofoca incluso el murmullo de voces que de costumbre flota en el aire cuando los estudiantes de tercero y cuarto regresan al campus para la cena.

Según los administradores, los clubes con servicio de comida de Princeton son una «opción de clase alta». Pero lo cierto es que son la única opción que tenemos. En las primeras épocas de la universidad, cuando los incendios en los refectorios y los huraños posaderos obligaban a los estudiantes a valerse por sí mismos, se comenzaron a formar pequeños grupos que comían bajo un mismo techo. En aquella época, y dada la naturaleza de Princeton, los techos bajo los cuales comían y las sedes que construyeron para soportar esos techos, no eran cualquier cosa; algunos son verdaderas casas solariegas. Y hasta el día de hoy, el club sigue siendo una de las instituciones características de Princeton: como las fraternidades, son lugares donde los estudiantes de tercero y cuarto se reúnen para comer y hacer fiestas, pero no para vivir en ellos. Casi ciento cincuenta años después del nacimiento de estas instituciones, la vida social en Princeton es muy fácil de explicar. Está en manos de los clubes. El Ivy se ve triste a esta hora. Así, cubiertas por un manto de oscuridad, las afiladas puntas y la oscura mampostería del edificio resultan poco acogedoras. El Cottage Club vecino, con sus piedras blancas y formas redondeadas, lo supera fácilmente en atractivo. Estos clubes hermanos son más viejos que los diez supervivientes de Prospect Avenue y son los más exclusivos de Princeton. Su rivalidad por llevarse lo mejor de cada clase se remonta a 1886.

Gil mira la hora en su reloj. -El comedor ya está cerrado. Subiré la comida. Nos abre la puerta delantera y nos conduce hacia arriba por la escalera principal.

Hacía bastante tiempo que no venía, y las paredes de roble oscuro, con sus retratos de aspecto severo, siempre me reconfortan. A la izquierda está el comedor del Ivy, con sus largas mesas de madera y sus sillas inglesas de hace un siglo; a la derecha, la sala de billar, donde Parker Hassett está jugando solo una partida. En el Ivy, Parker es el tonto del pueblo, un imbécil de familia acomodada que es lo bastante inteligente para darse cuenta de que los demás lo consideran un tonto, y lo bastante tonto para considerar que la culpa la tienen los demás. Juega al billar moviendo el taco con ambas manos, como un actor de vodevil bailando con un bastón. Parker nos mira al vernos pasar, pero no le hago caso y seguimos subiendo la escalera hacia la Sala de Oficiales.

Gil da dos golpes en la puerta y entra sin esperar respuesta. Lo seguimos al interior de la cálida luz de la sala, donde Brooks Franklin, el corpulento vicepresidente, está sentado frente a una larga mesa de caoba que se extiende perpendicular a la puerta. Sobre la mesa hay una lámpara Tiffany y un teléfono. Alrededor, seis sillas.

– Qué alivio que hayáis aparecido -nos dice Brooks a todos, ignorando educadamente el hecho de que Paul lleva ropa de mujer-. Parker me estaba hablando del disfraz que piensa ponerse mañana por la noche y he empezado a sentir que necesitaba refuerzos.

No conozco a Brooks demasiado bien, pero desde segundo, cuando asistimos juntos a una clase de Introducción a la Economía, me trata como a un viejo amigo. Supongo que el disfraz de Parker tiene que ver con el baile del sábado, que es por tradición un baile de disfraces relacionados con Princeton.

– Morirás, Gil -dice Parker, que llega de abajo, sin anunciarse. Ahora lleva un cigarrillo en una mano y una copa de vino en la otra-. Al menos tú tienes sentido del humor.

Le habla directamente a Gil, como si Paul y yo fuéramos invisibles. En el otro extremo de la mesa, Brooks sacude la cabeza.

– He decidido venir disfrazado de JFK -continúa-. Y mi pareja no será Jackie. Será Marilyn Monroe.

Parker ha debido notar mi expresión confundida, porque apaga el cigarrillo en un cenicero y dice:

– Sí, Tom, ya lo sé, Kennedy se graduó en Harvard. Pero estudió un año aquí.

Parker es el último producto de una familia vinícola de California, que durante generaciones ha enviado a sus hijos a Princeton y al Ivy. Si ha conseguido sortear los obstáculos y entrar en ambos lugares, es sólo gracias a lo que Gil, caritativamente, llama la inercia de la familia Hassett.

Antes de que pueda contestar, Gil se acerca.

– Mira, Parker, no tengo tiempo para estas cosas. Si quieres venir disfrazado de Kennedy, es tu problema. Sólo te digo que trates de demostrar una pizca de buen gusto.

Parker, que parecía esperar algo mejor, nos lanza una mirada amarga y se va con su vino en la mano.

– Brooks -dice ahora Gil-, ¿puedes bajar y preguntarle a Albert si queda algo de comida? No hemos cenado y tenemos prisa.

Brooks accede. Es el vicepresidente perfecto: servicial, fiel, incansable. Aun cuando los favores que Gil pide suenan como si fueran órdenes, Brooks nunca parece contrariado. Hoy es la única vez que me da la impresión de estar cansado y me pregunto si habrá terminado su tesina.

– Mejor aún -dice Gil levantando la mirada-, subiré dos cenas y yo cenaré en el comedor. Así podremos hablar del pedido de vino para mañana mientras ceno.

– Encantado de veros, chicos -dice Brooks, dirigiéndose a nosotros-. Siento lo de Parker. No sé por qué se pone así a veces.

– ¿A veces? -digo en voz baja.

Brooks ha debido oírme, porque sonríe antes de salir.

– La cena estará lista en unos minutos -dice Gil-. Si me necesitáis, estaré abajo. -Enseguida le habla a Paul-. Iremos a la conferencia en cuanto estéis listos.

Una vez se ha marchado, durante un breve instante, no puedo evitar la sensación de que Paul y yo estamos cometiendo una especie de fraude. Aquí estamos, sentados frente a una mesa antigua de caoba en una mansión del siglo XIX, esperando a que alguien nos suba la cena. Si me dieran una moneda por cada vez que me ha sucedido esto desde que llegué a Princeton, ahora tendría… una. Cloister Inn, el club del cual Charlie y yo somos miembros, es una construcción simple y pequeña cuyas paredes de piedra tienen cierto encanto acogedor. Cuando los suelos han sido pulidos y el césped podado, es un sitio respetable para tomarse una cerveza o jugar al billar. Pero en tamaño y gravedad, el Ivy lo deja en ridículo. La prioridad de nuestro chef no es la calidad, sino la cantidad y a diferencia de nuestros amigos del Ivy, allí comemos cuando nos place en lugar de esperar que alguien nos acomode en orden de llegada. La mitad de nuestras sillas son de plástico, toda nuestra cubertería es de usar y tirar, y a veces, cuando hacemos una fiesta demasiado cara, o cuando los grifos de los barriles se han abierto demasiado, al llegar el viernes nos encontramos con un perrito caliente por todo almuerzo. Somos como la mayoría de los clubes. Ivy siempre ha sido la excepción.

– Ven, acompáñame abajo -dice abruptamente Paul.

No sé qué querrá decirme, pero lo sigo. Bajamos junto al vitral que hay a lo largo del rellano sur, luego por otra escalera que lleva al sótano del club. Paul me conduce a través del vestíbulo hacia el Salón Presidencial. Se supone que sólo Gil tiene acceso a él, pero cuando Paul comenzó a quejarse de tener cada vez menos privacidad en la biblioteca, cosa que dificultaba la finalización de su tesina, Gil le prometió una copia de la llave, tratando de convencerlo de que regresara al club. En esa época, obsesionado como estaba con su trabajo, Paul encontraba pocas cosas de interés en el Ivy. Pero el Salón Presidencial, amplio y silencioso y accesible directamente a través de los túneles, era una bendición que Paul no podía rechazar. Otros protestaron, diciendo que Gil había transformado la habitación más exclusiva del club en un hostal, pero Paul desarmó cualquier controversia posible accediendo al salón casi siempre por los túneles. Los grupos ofendidos parecían menos molestos si no tenían que verlo entrar y salir todo el tiempo.


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