Llegamos frente a la puerta y Paul la abre con su llave. Entro tras él, arrastrando los pies, y me siento sorprendido. Hace semanas que no veo este lugar. Lo primero que recuerdo es el frío que hace dentro. Aquí, en la bodega del club, las temperaturas se acercan demasiado a los cero grados. Exclusiva o no, la habitación parece haber sido golpeada por un huracán. Los libros se amontonan sobre las superficies como montañas de desechos: las enmohecidas estanterías de clásicos europeos y americanos están casi cubiertas por los libros de Paul: actas históricas, mapas náuticos, libros de referencia y algún que otro plano dibujado.
Paul cierra la puerta. A un lado del escritorio hay una elegante chimenea, y el revoltijo de papeles es tan denso que algunos títulos se acercan a ella. Aun así, cuando Paul mira alrededor de la habitación, se muestra satisfecho: todo está tal y como lo dejó. Levanta del suelo La poesía de Miguel Ángel, sacude los restos de pintura que hay sobre la tapa y la deja cuidadosamente en su escritorio. Encuentra un largo fósforo de madera sobre la repisa, lo enciende y lo acerca a la chimenea, donde una llama azulosa da vida a un montón de periódicos viejos cubiertos de leños.
– Has avanzado mucho -le digo mirando uno de los planos más detallados que hay desenrollados sobre su escritorio.
– Eso no es nada -dice Paul frunciendo el ceño-. He hecho una docena como éste, y lo más probable es que estén todos mal. Cuando me entran ganas de darme por vencido, me dedico a eso.
Lo que estoy viendo es el dibujo de un edificio inventado por Paul. Lo ha reconstruido a partir de las ruinas de varias construcciones mencionadas en la Hypnerotomachia: los arcos rotos han sido restaurados, los cimientos perforados han vuelto a ser fuertes; las columnas y los capiteles, que antes estaban hechos pedazos, ahora han sido reparados. Debajo hay todo un montón de planos, cada uno armado de la misma manera, a partir de los cabos sueltos de la imaginación de Colonna, y todos son distintos. Paul ha creado un paisaje para vivir en él mientras está aquí abajo: ha creado su propia Italia. Sobre las paredes hay otros bocetos, pegados con celo; algunos de ellos están ocultos por notas que Paul les ha puesto encima. Las líneas son estudiadamente arquitectónicas en todos y las medidas se dan en unidades que no logro comprender. Las proporciones son tan perfectas, las anotaciones tan meticulosas, que podrían haber sido creadas por ordenador. Pero Paul, que dice desconfiar de los ordenadores, en realidad nunca ha podido permitirse comprar uno, y lo rechazó educadamente cuando Curry le ofreció comprárselo. Todo lo que hay aquí ha sido dibujado a mano.
– ¿Qué se supone que son? -pregunto.
– El edificio que Francesco está diseñando.
Casi había olvidado su costumbre de referirse a Colonna en presente y siempre por el nombre de pila.
– ¿Qué edificio?
– La cripta de Francesco. La primera mitad de la Hypnerotomachia dice que la está construyendo, ¿lo recuerdas?
– Por supuesto. ¿Crees que seria así? -pregunto, señalando hacia los dibujos.
– No lo sé. Pero voy a averiguarlo.
– ¿Cómo? -Digo, y recuerdo enseguida lo que Curry dijo en el museo-. ¿Para eso necesitas los topógrafos? ¿Vas a exhumarlo?
– Puede ser.
– ¿De manera que has descubierto por qué lo construyó Colonna?
Ésta fue la pregunta fundamental a la que llegamos cuando nuestro trabajo en colaboración se acercaba a su fin. El texto de la Hypnerotomachia aludía misteriosamente a una cripta que Colonna estaba construyendo, pero Paul y yo nunca logramos ponernos de acuerdo sobre su naturaleza. Paul lo veía como un sarcófago renacentista para la familia Colonna, cuya intención, probablemente, era competir con tumbas papales como las que Miguel Ángel estaba diseñando en esa misma época. Esforzándome un poco más por conectar la cripta con El documento Belladonna, llegué a imaginarla como la última morada de las víctimas de Colonna, teoría que explicaba mejor el gran secreto que rodea el diseño de la cripta en la Hypnerotomachia. El hecho de que Colonna nunca hubiera llegado a describir la construcción ni el lugar en el que se la podía encontrar era, en el momento de mi partida, el principal vacío en la obra de Paul.
Antes de que pueda responder a mi pregunta, alguien llama a la puerta.
– Os habéis cambiado de sitio -dice Gil, entrando con el camarero del club.
Se detiene y evalúa la habitación de Paul como un hombre que escudriña el lavabo de una mujer, avergonzado pero curioso. El camarero, tras encontrar espacios libres entre los libros de una mesa, pone dos servicios con servilletas de tela. Entre ambos llevan dos platos de porcelana del Ivy Club, una jarra de agua y una canasta de pan.
– Pan caliente. Del campo -dice el camarero al poner la canasta sobre la mesa.
– Bistec a la pimienta -dice Gil, siguiendo el ejemplo-. ¿Algo más?
Le decimos que no y Gil, tras echar una última mirada a la habitación, regresa arriba.
El camarero llena los vasos con agua.
– ¿Desean algo más de beber?
Cuando le decimos que no, desaparece también.
Paul se sirve con rapidez. Viéndolo comer, pienso en la imitación de Oliver Twist que hizo cuando nos conocimos, el pequeño tazón que formó con las manos. A veces me pregunto si los primeros recuerdos que Paul tiene de su niñez son recuerdos de hambre. En la escuela parroquial donde creció, compartía la mesa con otros seis niños y la comida se servía en orden de llegada hasta que se terminaba. No estoy seguro de que haya superado esa mentalidad. Una noche, en primero, cuando todos comíamos en el comedor de la residencia, Charlie dijo en broma que Paul comía tan rápido que parecía que la comida se estuviera pasando de moda. Esa misma noche, Paul nos explicó la razón. Y ya nadie volvió a bromear al respecto.
Ahora Paul, preso de la alegría de comer, alarga el brazo para coger un pedazo de pan. El aroma de la comida lucha con el olor mohoso de los libros y del humo del fuego; es algo que hubiera disfrutado en otras circunstancias, pero aquí y ahora me hace sentirme incómodo, porque me trae recuerdos desiguales. Como si me pudiera leer la mente, Paul se da cuenta de que tiene el brazo alargado y se avergüenza.
Le acerco la canasta.
– Come -digo, haciendo un gesto sobre la comida.
El fuego chisporrotea detrás de nosotros. En la pared, cerca de la esquina, hay una apertura del tamaño de un montaplatos. Es la entrada a los túneles de vapor, la preferida de Paul.
– No puedo creer que todavía entres arrastrándote por ahí.
Paul baja el tenedor.
– Es mejor que lidiar con la gente de arriba.
– Este sitio parece una mazmorra.
– Antes no te molestaba.
Siento que se aproxima una vieja discusión. Paul se limpia la boca rápidamente con la servilleta.
– Olvídalo -dice, poniendo el diario en la mesa, entre los dos-. Ahora, esto es lo único que importa. -Con dos dedos da un golpecito sobre la tapa y después empuja el librito hacia mí-. Tenemos la oportunidad de terminar lo empezado. Richard cree que la clave puede estar aquí.
Me concentro en frotar una mancha que hay sobre el escritorio.
– Tal vez deberías mostrárselo a Taft.
Paul me mira, boquiabierto.
– Vincent cree que nada de lo que he encontrado contigo tiene el más mínimo valor -dice-. Ha estado presionándome para que le entregue informes sobre mis progresos dos veces por semana, sólo como prueba de que no me he dado por vencido. Estoy harto de conducir hasta el Instituto cada vez que necesito su ayuda, cansado de oírle opinar que mi trabajo carece de originalidad.
– ¿De originalidad?
– Y me ha amenazado con decirle a la gente del departamento que me he estancado.
– ¿Después de todo lo que hemos encontrado?
– Pero no pasa nada -dice Paul-. No me importa lo que opine Vincent. -Da otro golpecito sobre el libro-. Quiero terminar con esto.