– Mateo veintiséis, versículo cincuenta y dos -respondí-. ¿Qué queréis decir? -le pregunté pensando en lo que había ocurrido allí hacía unos días-. ¿Es una confesión?
El cartujo rió despectivamente. -No, jorobado, es la palabra de Dios, y es verdad.
El prior Mortimus lo agarró del brazo sano sin miramientos, pero el anciano se soltó de un tirón y se alejó renqueando.
– No le hagáis caso, por favor. -El prior se había puesto tan pálido que las venillas rotas destacaban bajo la piel de sus mejillas-. Está mal de la cabeza -añadió apretando los labios. -¿Quién es? ¿Qué hace aquí un cartujo? -Es un pensionista. Lo aceptamos como favor a su primo, que tiene propiedades en los alrededores. Por caridad hacia su condición.
– ¿En qué casa estaba?
El prior vaciló.
– En la de Londres. Es conocido como Jerome de Londres.
– ¿Donde el prior Houghton y la mitad de los monjes fueron ejecutados por negarse a jurar lealtad al rey? -le pregunté, perplejo.
– El hermano Jerome pronunció el juramento…, aunque al final, después de que lord Cromwell lo sometiera a ciertas presiones. -El prior me miró con dureza-. ¿Comprendéis?
– ¿Lo sometieron al potro?
– Hasta que no pudo soportar el dolor. Aquello lo trastornó. Pero lo merecía, por su deslealtad, ¿no es cierto? Y ya veis cómo paganuestra caridad. Pero esto no quedará así.
– ¿Qué ha querido decir exactamente?
– Sabe Dios. Ya os lo he dicho, está loco.
Mortimus reanudó la marcha. Cruzamos la valla de madera y entramos en el jardín del abad, donde un puñado de pálidas rosas de invierno destacaban en las desnudas y espinosas ramas. Volví la cabeza, pero el monje tullido había desaparecido. Al recordar la intensidad de su mirada, sentí un estremecimiento.
5
El prior llamó a la puerta y, al cabo de unos instantes, un hombre grueso con el hábito azul de los sirvientes apareció en el umbral y nos miró con desconfianza.
– Visita urgente para su reverencia, del vicario general. ¿Está en casa?
El criado nos hizo una profunda reverencia.
– Qué asesinato tan horrible -murmuró santiguándose con fervor-. No teníamos noticia de vuestra visita, señores. El abad Fabián aún no ha vuelto, aunque lo esperamos de un momento a otro. Pero pasad, por favor.
Entramos en un amplio vestíbulo cuyas paredes estaban revestidas de paneles de madera pintados con escenas de caza.
– Quizá deberíais esperar en la antesala.
– ¿Dónde está el doctor Goodhaps?
– Arriba, en su habitación.
– Entonces, lo veremos a él en primer lugar. El prior le hizo un gesto al criado, que nos precedió al piso superior por la amplia escalera. El prior se detuvo ante una puerta y la golpeó con los nudillos. Oímos una voz medrosa al otro lado e, instantes después, el ruido de una llave que giraba en la cerradura. La puerta se abrió unos dedos, y un rostro alargado, coronado por una mata de encrespado pelo blanco, se asomó y nos miró con temor.
– ¡Hermano Mortimus! -exclamó el anciano con aspereza-. ¿Por qué golpeáis la puerta de esa manera? Me habéis asustado.
Una sonrisa irónica distendió brevemente el rostro del prior.
– ¿De veras? Perdonadme. Ahora ya estáis seguro, mi buen doctor. Lord Cromwell ha enviado un emisario, un nuevo comisionado.
– ¿Doctor Goodhaps? -le pregunté al anciano-. Soy el comisionado Matthew Shardlake. Me han enviado en respuesta a vuestra carta. Vengo de parte de lord Cromwell.
El anciano me observó dubitativo durante unos instantes, abrió la puerta y nos permitió entrar en su dormitorio. Era una habitación acogedora, con una cama con dosel y cortinas, mullidos cojines repartidos por el suelo y una ventana que daba al bullicioso patio. En un rincón había una pila de libros y sobre ella una bandeja con una jarra de vino y varias copas de peltre. En la chimenea ardían unos troncos, y Mark y yo nos acercamos de inmediato, pues estábamos helados hasta los huesos.
– Gracias, hermano -dije volviéndome hacia el prior, que se había quedado en el umbral y nos observaba con desconfianza-. Os agradecería que me informarais cuando llegue el abad.
El hermano Mortimus inclinó la cabeza y salió de la habitación, cerrando la puerta a sus espaldas.
– Echad la llave, en nombre de nuestro Salvador -gruñó el anciano, retorciéndose las manos. El pelo desgreñado y la negra toga de abogado, arrugada y mugrienta, le daban un aspecto lamentable. Por su aliento, deduje que ya había probado el vino-. Así que la carta llegó… ¡Alabado sea Dios! Temía que la interceptaran. ¿Cuántos sois?
– Nosotros dos. ¿Puedo sentarme? -pregunté agachándome con precaución hacia los cojines.
Apenas me senté, sentí un enorme alivio en la espalda. En ese momento, el doctor Goodhaps advirtió mi deformidad, y miró a Mark, que estaba desciñéndose la pesada espada.
– El muchacho…, ¿es un espadachín? ¿Puede protegernos?
– Sí, si es necesario. ¿Podríamos necesitar protección?
– En este lugar, señor, después de lo que ha ocurrido… Estamos rodeados de enemigos, doctor Shardlake.
Era evidente que estaba aterrorizado, de modo que esbocé una sonrisa tranquilizadora. Un testigo nervioso, al igual que un caballo nervioso, necesita que lo calmen»
– Tranquilizaos, doctor Goodhaps. Estamos cansados y agradeceríamos un poco de ese vino mientras nos contáis qué ocurrió exactamente.
– ¡Oh, doctor Shardlake, por Dios Misericordioso, la sangre!…
– Empezad desde el principio -lo atajé alzando una mano-. Desde el momento de vuestra llegada.
El anciano nos sirvió vino, se sentó en la cama y soltó un suspiro.
– Yo no quería venir -dijo pasándose los dedos por la blanca pelambrera-. He pasado años cultivando las viñas de Cambridge y luchando por la Reforma desde el principio. Ya soy demasiado viejo para este tipo de trabajos. Pero Robin Singleton fue alumno mío y me pidió que lo ayudara a obtener la cesión de esta endemoniada casa. Necesitaba un canonista, ¿comprendéis? Además, no podía oponerme a los deseos del vicario general -añadió con resquemor.
– Eso es difícil -reconocí-. De modo que llegasteis aquí… ¿cuándo? ¿Hace una semana?
– Sí. Fue un viaje duro.
– ¿Cómo se desarrollaron las negociaciones?
– Mal, señor, como había imaginado. Singleton llegó aquí despotricando, diciendo que ésta era una casa corrompida y pecadora, y que más les valdría aceptar las pensiones que les ofrecía y ceder. Pero el abad Fabián ni se inmutó; le gusta demasiado la vida que lleva aquí, jugar a ser terrateniente y mandar sobre administradores y alguaciles. ¿Sabíais que no era más que el hijo del tabernero de Scarnsea? -Goodhaps apuró la copa y se sirvió otra. Solo como estaba aquel pobre viejo, no podía culparlo por buscar refugio en la bebida-. El abad Fabián no es tonto. Sabía que, después de la rebelión del norte, no habría más cesiones forzadas. Singleton me dijo que buscara en mis libros algo con lo que pudiéramos amenazarlo. Le respondí que estaba perdiendo el tiempo, pero Robin nunca se distinguió por su inteligencia; su método consistía en avasallar. ¡Que Dios se apiade de su alma! -añadió, pero, como buen reformista, no se santiguó.
– Lo que decís es cierto -admití-, a no ser que existan otras violaciones de la ley. Si no recuerdo mal, se ha hablado de sodomía y de robo. Ambos, delitos capitales.
Goodhaps soltó un suspiro. '
– Por una vez, lord Cromwell estaba equivocado. El juez de paz es un buen reformista, pero sus informes sobre ventas de tierras por debajo de su valor no tienen fundamento. En los libros de cuentas no hay pruebas de ninguna irregularidad.
– ¿Y los rumores sobre sodomía?
– Nada. El abad asegura que todos se han reformado desde la inspección. El anterior prior consentía esas prácticas nefandas, pero fue expulsado con dos de los más corruptos y sustituido por ese bruto escocés.