Vacié mi copa, pero me abstuve de pedir más. Estaba muerto de cansancio y, con el vino y el calor del fuego, me estaban entrando ganas de tumbarme y dormir; sin embargo, necesitaba tener la cabeza despejada durante unas horas más.
– ¿Qué opináis de los hermanos?
El doctor Goodhaps se encogió de hombros.
– Son como todos. Perezosos y despreocupados. Juegan a las cartas, cazan (ya habréis advertido que esto está plagado de perros) y se saltan los oficios, pero cumplen las ordenanzas, dicen la misa en inglés y no tienen mujerzuelas rondando por el monasterio. Este prior impone una disciplina férrea. Presume de respaldar las disposiciones de lord Cromwell, pero me inspira tan poca confianza como los demás. Los obedienciarios son listos, todo suavidad, pero bajo la superficie siguen apegados a las viejas herejías, aunque no lo exteriorizan. Salvo ese cartujo tullido, claro, pero él no forma parte de la comunidad.
– ¡Ah, sí, el hermano Jerome! Nos hemos cruzado con él.
– ¿No sabéis quién es?
– No.
– Un pariente de la reina Juana, que en paz descanse. Se negó a jurar lealtad, pero habría sido muy embarazoso ejecutarlo como a los demás cartujos. Lo torturaron hasta arrancarle el juramento y luego lo mandaron aquí con una pensión. Otro pariente suyo es un gran terrateniente de la zona. Suponía que lord Cromwell sabía que estaba aquí.
Incliné la cabeza.
– Imagino que hasta en el gabinete de Su Señoría se pierden papeles.
– A los monjes no les gusta, porque los insulta y los llama perezosos y flojos. Tiene prohibido salir del monasterio.
– Supongo que el comisionado Singleton hablaría con muchos de los monjes para intentar descubrir algo. ¿Sigue aquí alguno de los implicados en el escándalo de la sodomía?
– ¿El alto de la pelambrera pajiza, quizá? -terció Mark. Goodhaps se encogió de hombros.
– ¡Ah, ése! El hermano Gabriel, el sacristán. Sí, era uno de ellos. Parece totalmente normal, ¿verdad? Alto y fuerte. Aunque a veces te mira de una forma extraña. Singleton los presionó, pero ahora todos aseguran que son puros como ángeles. Me encargó que interrogara a unos cuantos, y les pregunté sobre detalles de sus vidas; pero yo soy un estudioso, no estoy preparado para esas cosas. -Deduzco que el comisionado Singleton no se hizo muy popular aquí… Yo lo conocía. Era muy temperamental.
– Sí, su brusquedad nunca le ayudó a hacer amigos, pero no le importaba.
– Contadme cómo murió.
El anciano encogió el cuerpo como si quisiera esconderse dentro de sí mismo.
– Singleton había renunciado a seguir presionando a los monjes. Como último recurso, me dijo que hiciera una lista de todas las violaciones de la ley canónica en que puede incurrir un monasterio. Se pasaba la mayor parte del tiempo revisando las cuentas y los archivos. Necesitaba algo para lord Cromwell, y empezaba a ponerse nervioso. Los dos últimos días, apenas lo vi; estaba muy atareado examinando los libros del tesorero.
– ¿Qué buscaba?
– Cualquier irregularidad que pudiera encontrar. Como ya he dicho, se estaba quedando sin recursos. Pero tenía ciertos conocimientos sobre ese nuevo sistema contable italiano en el que todo se apunta dos veces.
– Los balances. Al parecer, sabía más de cuentas que de leyes…
– Sí -dijo Goodhaps con un suspiro-. La última noche cenamos los dos solos, como de costumbre. Singleton parecía de mejor humor. Dijo que ibaa encerrarse en su cuarto para examinar otro libro que había conseguido arrancarle al tesorero. Por cierto, que esa noche, la noche en que ocurrió todo, el tesorero estaba ausente…
– ¿Un hombrecillo gordo de ojillos negros? Sí, lo hemos visto en el patio, discutiendo con otro de dinero.
– El mismo. El hermano Edwig, discutiendo con el sacristán sobre sus planes para restaurar la iglesia, seguro. El hermano Edwig me gusta, es un hombre práctico. Le duele tirar el dinero. En mi facultad necesitaríamos a alguien así. En lo relativo al día a día del monasterio, el prior Mortimus y el hermano Edwig se reparten el mando y son igual de eficientes. El anciano volvió a llenarse la copa. -¿Qué ocurrió después?
– Trabajé durante una hora, recé mis oraciones y me acosté. -¿Y dormisteis?
– Sí. Me desperté sobresaltado hacia las cinco. Oí voces y luego fuertes golpes en la puerta, como los que ha dado el prior hace un momento -dijo Goodhaps con un estremecimiento-. Al abrir, me encontré frente a una docena de monjes, entre los que estaba el abad. Parecía conmocionado, totalmente fuera de sí. Me dijo que habían encontrado el cadáver del comisionado, que lo habían asesinado, que tenía que bajar enseguida.
»Me vestí y los acompañé. La confusión era total; todo el mundo farfullaba incoherencias sobre puertas cerradas y sangre, y alguien dijo que era la venganza de Dios. Trajeron antorchas y nos dirigimos hacia la cocina atravesando los dormitorios de los monjes. En esos interminables y oscuros pasillos hacía un frío terrible, y los monjes y los criados estaban apiñados en pequeños grupos, muertos de miedo. Por fin, abrieron la puerta de la cocina. Dios misericordioso… -Para mi sorpresa, el doctor Goodhaps se santiguó rápidamente-. Lo primero que percibí fue un olor a… -el anciano soltó una risa nerviosa-, a carnicería. La cocina estaba llena de velas; las habían repartido por las largas mesas, por los aparadores, por todas partes. Pisé algo, y el prior me cogió del brazo y me apartó. Cuando levanté el pie, lo tenía pegajoso. En el suelo había un enorme charco de líquido oscuro. No sabía qué era.
»Entonces vi a Robin Singleton tumbado boca abajo, en mitad del charco, con la ropa totalmente empapada. Había algo que no me cuadraba, pero al principio no supe qué era…, hasta que advertí que no tenía cabeza. Miré a mi alrededor y entonces la vi, vi su cabeza; estaba debajo de la mantequera y tenía los ojos clavados en mí. En ese momento, comprendí que el charco era de sangre. -El anciano cerró los ojos-. Dios Todopoderoso, estaba tan asustado…
Goodhaps volvió a abrir los ojos, apuró la copa y extendió el brazo hacia la jarra, pero yo la tapé con la mano.
– Basta por hoy, doctor Goodhaps -le dije con suavidad-.
Continuad.
Los ojos del anciano se llenaron de lágrimas.
– Pensé que lo habían matado ellos, pensé que había sido una ejecución y que yo sería el siguiente. Los miré a la cara, los miré para ver quién llevaba un hacha… Tenían todos un aspecto tan siniestro… El cartujo, que también estaba presente, sonreía como un demente y de pronto exclamó: «¡Mía es la venganza, dijo el Señor!»
– ¿Estáis seguro de que dijo eso?
– Sí. El abad le ordenó que se callara y se volvió hacia mí. «Señor Goodhaps -me dijo-, debéis indicarnos qué debemos hacer.» Entonces comprendí que estaban tan asustados como yo.
– ¿Puedo decir algo? -preguntó Mark. Asentí-. Ese cartujo no podría cortarle la cabeza a nadie. No tiene la fuerza y el equilibrio necesarios.
– Sí. Tienes razón -dije, y me volví hacia el anciano-. ¿Qué respondisteis al abad?
– Él opinaba que debíamos consultar a las autoridades civiles, pero yo sabía que lo primero era comunicárselo a lord Cromwell. Sabía que el hecho tendría consecuencias políticas. El abad dijo que el viejo Bugge, el portero, había visto a Singleton durante su ronda, hacía menos de una hora. Al parecer, le había dicho que iba a ver a uno de los monjes.
– ¿A esas horas? ¿No dijo a quién?
– No. Parece que Singleton lo despidió con cajas destempladas.
– Comprendo. ¿Qué ocurrió después? -Ordené a todos los monjes que guardaran estricto silencio. Les dije que de allí no debía salir ninguna carta sin mi consentimiento, y envié la mía por medio de un muchacho de la ciudad.
– Hicisteis bien, señor Goodhaps. Tomasteis la decisión correcta.
– Gracias -murmuró el anciano secándose los ojos con la manga-. Estaba muy asustado. Me encerré aquí y aquí he seguido. Lo siento, doctor Shardlake, pero estaba acobardado. Debía haber investigado, pero… sólo soy un erudito.