El hermano Guy levantó el candil y nos guió entre las tumbas. Le pregunté si aquella noche había encontrado la puerta de la cocina cerrada con llave.
– Sí. Entré por la puerta que da al patio del claustro, que por la noche siempre está cerrada, y recorrí el corto pasillo que lleva a la cocina. La puerta interior no suele estar cerrada con llave, porque sólo se puede llegar a ella por ese pasillo. Nada más abrirla, resbalé y estuve a punto de caerme al suelo. Al bajar el candil, vi el cadáver decapitado.
– El doctor Goodhaps también ha dicho que resbaló. Así pues, ¿la sangre aún estaba fresca?
El enfermero pensó durante unos instantes.
– Sí, no había empezado a coagularse.
– Por lo tanto, no podía hacer mucho que se había cometido el crimen.
– No, no podía hacer mucho.
– Y mientras os dirigíais a la cocina, ¿no visteis a nadie?
– No.
Me alegré al ver que mi cerebro volvía a funcionar, que mi mente trabajaba a pleno rendimiento una vez más.
– El asesino de Singleton debía de estar cubierto de sangre. Llevaría la ropa manchada, dejaría un rastro de huellas de sangre…
– Yo no vi nada. Pero confieso que no tenía la mente lo bastante clara como para mirar a mi alrededor; estaba conmocionado. Más tarde, cuando la noticia despertó a todo el monasterio, los que entraron en la cocina dejaron huellas de sangre por todas partes.
– Y el asesino podría haber ido a la iglesia, profanado el altar y robado la reliquia después de cometer el crimen -dije tras reflexionar unos instantes-. ¿Visteis vos, o cualquier otra persona, alguna huella de sangre en el trayecto de la cocina a la iglesia o dentro de la iglesia?
El hermano Guy me miró con una expresión sombría.
– Sí, en la iglesia había manchas de sangre, pero dimos por sentado que era del gallo sacrificado. En cuanto al claustro, empezó a llover antes del alba y no paró en todo el día. De haber habido huellas, el agua las habría borrado.
– ¿Qué hicisteis inmediatamente después de encontrar el cuerpo?
– Fui en busca del abad, por supuesto. Ya hemos llegado. El monje nos había conducido hasta uno de los panteones más grandes del cementerio, una construcción de la misma caliza amarillenta que el resto de los edificios del monasterio, erigida sobre un pequeño promontorio. Tenía una pesada puerta de madera, lo bastante ancha para entrar con un ataúd.
– Bueno, acabemos con esto cuanto antes -dije, quitándome un copo de nieve de las pestañas.
El hermano sacó una llave, y yo respiré hondo y murmuré una silenciosa plegaria para que Dios diera fuerzas a mi delicado estómago.
Tuvimos que agacharnos para entrar en la baja cámara encalada. Dentro hacía un frío glacial, pues el viento penetraba por un tragaluz enrejado. En el aire flotaba el dulzón y penetrante hedor habitual de todas las tumbas. A la vacilante luz del candil, vi que las paredes estaban llenas de nichos que contenían sepulcros de piedra con estatuas yacentes de los difuntos representados en actitud suplicante. La mayoría de los hombres vestía armaduras de siglos pasados.
El hermano Guy dejó el candil en el suelo, cruzó los brazos y se metió las manos en las mangas para protegérselas del frío.
– El panteón de los Fitzhugh -murmuró-, la familia que fundó el monasterio. Enterraban aquí a todos sus muertos. El último murió en las guerras civiles del siglo pasado.
De pronto, un fuerte ruido metálico rompió el silencio de la cámara. Sobresaltado, di un respingo, y otro tanto hizo el monje, con los ojos muy abiertos en su negro rostro. Al volverme, vi a Mark, que estaba agachado recogiendo el manojo de llaves del enlosado.
– Lo siento, señor -murmuró-. Creía que las llevaba bien sujetas.
– ¡Por el amor de Dios!… -exclamé temblando de pies a cabeza-. ¡No seas manazas!
En el centro de la cámara había un gran candelabro de hierro provisto de gruesos cirios. El hermano Guy los encendió con la llama del candil, y una claridad amarilla inundó la cámara.
– Esta tumba es la única que está vacía, y seguirá estándolo -dijo el enfermero, acercándose a un sepulcro cubierto con una losa sin adornos ni inscripciones-. El último heredero varón murió en Bosworth con el rey Ricardo III. «Sic transit gloria mundi» -añadió sonriendo melancólicamente.
– ¿Ahí es donde está Singleton?
El monje asintió.
– Lleva en ella tres días, pero seguramente el frío lo habrá conservado en buen estado. Volví a respirar hondo.
– Entonces, quitemos la losa. Ayúdale, Mark.
Mark y el hermano Guy empujaron la pesada losa hacia el sepulcro contiguo. Al principio, se resistió a sus esfuerzos, pero luego se deslizó de golpe y la cámara se llenó súbitamente de un penetrante hedor a putrefacción. Mark retrocedió con una mueca de asco.
– No en tan buen estado… -murmuró.
El hermano Guy se asomó al interior del sepulcro y se santiguó. Yo me acerqué y me agarré al borde de piedra.
El cuerpo estaba envuelto en una sábana blanca que sólo dejaba a la vista los tobillos y los pies, que eran de un blanco alabastrino en el que destacaban las uñas, largas y amarillentas. En el otro extremo de la sábana, el cuello había dejado escapar un poco de sangre clara, mientras que debajo de la cabeza, colocada junto al cuerpo en posición vertical, se había formado un charco más oscuro. Miré el rostro de Robin Singleton, a quien en otros tiempos había desafiado en la sala del tribunal.
Era un hombre delgado, de unos treinta años, de pelo negro y larga nariz. Advertí que la barba empezaba a oscurecer sus pálidas mejillas y, al ver aquella cabeza separada del cuello y colocada sobre la piedra ensangrentada, sentí que el estómago me daba un vuelco. La boca estaba casi cerrada, pero el blanco de los dientes asomaba entre los labios. Los ojos, de color azul oscuro, estaban vidriosos y muy abiertos. Mientras los miraba, un insecto diminuto salió de debajo de un párpado, cruzó el globo ocular y desapareció bajo el otro párpado. Tragué saliva, di media vuelta y me acerqué a la claraboya para aspirar una gran bocanada de frío aire nocturno. Reprimiendo una arcada, obligué a mi mente a ordenar lo que acababa de ver.
– ¿Os encontráis bien, señor? -me preguntó Mark acercándose.
– Por supuesto. -Al volverme, vi que el hermano Guy, cruzado de brazos y perfectamente compuesto, me miraba con preocupación. En cuanto a Mark, estaba algo pálido, pero volvió a acercarse al sepulcro para echar otro vistazo a la espantosa cabeza-. Bueno, Mark, ¿qué dirías sobre el modo en que murió este hombre?
– Lo que ya sabíamos. Que le separaron la cabeza del cuerpo.
– Ya sé que no murió de tercianas. Pero ¿podemos deducir algo más a la vista del cadáver? Para empezar, yo diría que el asesino era alto o de mediana altura.
– ¿Cómo podéis saberlo? -preguntó el hermano Guy mirándome intrigado.
– Pues, en primer lugar, porque Singleton era un hombre alto.
– Sin la cabeza, es difícil apreciarlo -repuso Mark.
– Yo lo conocí en los tribunales. Recuerdo que una de mis desventajas sobre él era tener que echar atrás la cabeza para mirarlo. -Haciendo un esfuerzo, volví a acercarme al sepulcro para examinar el cuerpo-. Advertid que el corte del cuello es recto. La cabeza está perfectamente asentada en la piedra. Si Singleton y su asesino estaban de pie cuando éste lo atacó, lo que parece lo más probable, un hombre de baja estatura habría tenido que asestar el golpe de abajo arriba, en ángulo, y el corte del cuello sería oblicuo. El hermano Guy asintió.
– Es cierto. No puede negarse que sois observador. -Gracias, aunque no me gustaría pasarme la vida observando cosas así…, pero debo confesar que no es la primera vez que veo una cabeza cortada. Recuerdo la… -murmuré buscando una palabra- mecánica… -dije al fin, sosteniendo la mirada de curiosidad del monje y clavándome las uñas en la palma de la mano al recordar un día que me habría gustado olvidar para siempre-. Y siguiendo con nuestro análisis, observad que el corte es limpio; la cabeza fue separada del tronco de una sola vez. Es algo muy difícil de conseguir, incluso cuando la víctima está arrodillada y tiene la cabeza apoyada sobre el tajo.