Mark volvió a mirar la cabeza y asintió.
– Sí. El hacha es un instrumento difícil de manejar. Creo que con Tomás Moro hicieron una auténtica carnicería. Pero… ¿y si el comisionado Singleton estaba agachado, bien recogiendo algo del suelo, o bien porque lo habían obligado?
– Buena objeción -dije tras reflexionar unos instantes-.. Pero, si hubiera estado agachado, el cadáver habría estado doblado cuando lo encontraron. El hermano Guy debe de recordar si fue así -dije mirando al enfermero con expectación.
– El cuerpo estaba estirado -respondió el enfermero sin dudarlo-. La dificultad de cortarle la cabeza a alguien de ese modo nos tiene intrigados a todos. Es imposible hacerlo con un instrumento de cocina, por grande que sea. Ése es uno de los motivos por los que algunos monjes han pensado que es cosa de brujería.
– ¿Y qué instrumento podría decapitar a un hombre erguido? -pregunté-. Yo no diría un hacha; la hoja es demasiado gruesa. Haría falta un arma de filo muy cortante, como una espada. De hecho, no se me ocurre ningún otro instrumento que permita efectuar un corte así. ¿Qué opinas tú, Mark? De los tres, tú eres el único espadachín.
– Creo que tenéis razón. -Mark soltó una risa nerviosa-. Sólo los miembros de la realeza y la nobleza tienen derecho a que los ejecuten con espada.
– Precisamente porque la afilada hoja de una espada garantiza una ejecución rápida.
– Como la de Ana Bolena -observó Mark.
– La reina bruja -murmuró el hermano Guy persignándose.
– Eso es lo que me lo ha sugerido -dije bajando la voz-. La única decapitación que he visto. La de Ana Bolena.
8
Marky yo esperamos en el camposanto mientras el hermano Guy cerraba el panteón. La nieve había arreciado y caía en gruesos copos a nuestro alrededor. La tierra estaba ya completamente blanca. -Suerte que no nos ha caído una así en el camino -comentó Mark.
– Si el tiempo no mejora, tendremos problemas para volver. Tal vez nos veamos obligados a regresar por mar.
El hermano Guy llegó a donde estábamos y me miró muy serio.
– Señor, nos gustaría enterrar al pobre comisionado Singleton mañana mismo. La comunidad se quedaría más tranquila y el alma del difunto podría descansar en paz.
– ¿Dónde pensáis enterrarlo? ¿Aquí? Singleton no tenía familia.
– En el cementerio laico. Si dais vuestro permiso.
Asentí.
– Muy bien. He visto bastante; tengo la imagen bien impresa en mi mente.
– Habéis deducido muchas cosas, señor.
– Es cuestión de educar la mente, nada más.
Mientras estaba junto al monje, me llegó un tenue aroma, tal vez a sándalo. Desde luego, el enfermero olía mejor que sus hermanos de congregación.
– Le comunicaré al abad que pueden hacerse los preparativos para el funeral -dijo el hermano Guy, aliviado.
En ese momento, sonó una violenta campanada que me hizo dar un respingo.
– Nunca había oído unas campanadas tan fuertes. Ya me han llamado la atención al llegar.
– La verdad es que esas campanas son demasiado grandes para nuestro campanario. Pero tienen una historia interesante. Proceden de la antigua catedral de Tolosa.
– ¿Cómo acabaron aquí?
– Después de dar muchas vueltas. La catedral fue pasto de las llamas hace ochocientos años, durante una incursión de los árabes, que se llevaron las campanas como trofeo. Más tarde, aparecieron en Salamanca, cuando la ciudad fue reconquistada para Cristo, y fueron donadas a Scarnsea cuando se fundó el monasterio.
– Sigo pensando que son demasiado grandes para esta iglesia.
– Nos hemos acostumbrado a ellas.
– Yo no podría.
– La culpa es de mis antepasados árabes -dijo el hermano Guy con una sonrisa tan triste como fugaz.
Llegamos al claustro en el preciso momento en que los monjes salían de la iglesia en procesión. La imagen me produjo una impresión que permanece fresca en mi memoria a pesar de los años transcurridos: unos treinta benedictinos de hábito negro deslizándose en dos filas por el antiguo claustro de piedra, con las capuchas caladas y las manos ocultas en las anchas mangas para protegérselas de la nieve, que caía formando una silenciosa cortina y los cubría mientras avanzaban a la luz de los vitrales. Era un hermoso espectáculo, y no pude evitar conmoverme.
El hermano Guy nos dejó en nuestra habitación diciendo que pasaría a buscarnos poco después para acompañarnos al refectorio. Tras sacudirnos la nieve de las capas, Mark sacó el pequeño catre y se tumbó.
– ¿Cómo creéis que mató el espadachín a Singleton, señor? ¿Estaba esperándolo y lo atacó por la espalda?
– Posiblemente -dije empezando a sacar libros y documentos de mi alforja-. Pero ¿qué hacía Singleton en la cocina a las cuatro de la mañana?
– Puede que se hubiera citado allí con el monje del que habla el portero.
– Sí, ésa es la explicación más plausible. Alguien citó a Singleton en la cocina, tal vez con la promesa de proporcionarle información, y lo mató. Lo ejecutó, más bien. Todo este asunto recuerda a una ejecución. Desde luego, habría sido mucho más sencillo apuñalarlo por la espalda.
– Parecía un hombre duro -dijo Mark-. Aunque, con la cabeza separada del cuerpo, resulta difícil asegurarlo -añadió con una risa nerviosa, y comprendí que la visión del cadáver lo había impresionado tanto como a mí.
– Robín Singleton era la clase de abogado que detesto. Sabía poco de leyes, y lo poco que sabía, mal aprendido. Salía adelante avasallando y engañando, cuando no dejando caer oro en la mano adecuada en el momento adecuado. Pero no merecía que lo mataran de ese modo.
– Había olvidado que el año pasado presenciasteis la ejecución de la reina Ana, señor -dijo Mark. -Ojalá pudiera olvidarlo.
– Al menos os ha servido en vuestro análisis de los hechos. Asentí con tristeza y luego esbocé una sonrisa irónica. -Me acuerdo de un profesor que tuve cuando empecé en las Inns of Court, el doctor Hampton. Solía decir: «En cualquier investigación, ¿cuáles son las circunstancias más relevantes? ¡Ninguna! -gritaba respondiéndose a sí mismo-. ¡Todas las circunstancias son relevantes, todo debe examinarse desde todos los ángulos!»
– No digáis eso, señor. Entonces podríamos quedarnos aquí eternamente… -dijo Mark estirándose con un gruñido-. Ahora sería capaz de dormir doce horas seguidas, incluso en este duro tablón.
– Pues tendrás que esperar. Quiero cenar con la comunidad. Si queremos sacar algo en claro, necesitamos conocerlos a todos. ¡Vamos, los servidores de lord Cromwell son incansables! -exclamé, pegándole una patada al catre.
Llegamos al refectorio acompañados por el hermano Guy, tras recorrer varios pasillos oscuros y subir una escalera. Era una sala impresionante, de techo muy alto, sostenido por gruesas columnas y grandes arcos. A pesar de sus proporciones, los tapices que colgaban de las paredes y las espesas esteras de rota que cubrían el suelo creaban un ambiente acogedor. Un facistol de madera primorosamente tallada presidía una de las esquinas. Los gruesos cirios de los candelabros arrojaban un cálido resplandor sobre dos mesas dispuestas con vajilla y cubiertos de plata; la primera, de seis plazas, estaba junto a la chimenea, y la segunda, mucho más larga, un poco más retirada. Los criados de la cocina se afanaban a su alrededor dejando jarras de vino y soperas de plata que llenaban el aire de un aroma delicioso.
– Son de plata -murmuré examinando los cubiertos de la mesa pequeña-. Y la vajilla también.
– Ésta es la mesa de los obedienciarios, donde se sientan los monjes que desempeñan un oficio -me explicó el hermano Guy-. Los demás utilizan cubiertos de peltre.
– La gente normal usa cubiertos de madera -repuse en el preciso instante en que el abad Fabián hacía su entrada. Los criados dejaron lo que estaban haciendo y se inclinaron ante él, que les respondió asintiendo benévolamente-. Y el abad comerá en platos de oro, seguro -le susurré a Mark.