El aludido se acercó a nosotros con una sonrisa forzada.

– No he sido advertido de que deseabais cenar en el refectorio. Había hecho preparar rosbif en la cocina de casa.

– Os lo agradezco, pero cenaremos aquí.

– Como gustéis -dijo el abad con un suspiro de resignación-. Le he sugerido al doctor Goodhaps que os acompañara a cenar, pero se niega en redondo a salir de su habitación.

– ¿Os ha dicho el hermano Guy que he dado mi autorización para que enterréis al comisionado Singleton?

– Sí. Lo anunciaré antes de cenar. Esta noche me corresponde leer a mí… en inglés, como mandan las ordenanzas -añadió el abad enfáticamente.

– Bien.

Oímos voces en la puerta y vimos que los monjes comenzaban a entrar. Los dos obedienciarios a los que habíamos visto al poco de llegar -Gabriel, el sacristán rubio, y Edwig, el tesorero moreno-, se dirigieron juntos y en silencio a la mesa inmediata a la chimenea. Formaban una extraña pareja; uno, alto y pálido, avanzaba con la cabeza ligeramente agachada, mientras que el otro daba largos pasos que denotaban seguridad. Al cabo de unos instantes se les unieron el prior, los dos obedienciarios a los que habíamos conocido en la sala capitular y el hermano Guy. El resto de los monjes se sentó a la mesa larga. Entre ellos estaba el anciano cartujo, que me lanzó una mirada aviesa.

– Me han informado de que el hermano Jerome os ha ofendido -me susurró el abad inclinándose hacia mí-. Os pido disculpas. Al menos, sus votos lo obligan a guardar silencio durante las comidas.

– Tengo entendido que está aquí gracias a la intercesión de un miembro de la familia Seymour.

– Nuestro vecino, sir Edward Wentworth. Pero la petición procedía de la oficina de lord Cromwell -puntualizó el abad mirándome de reojo-. Su Señoría quería a Jerome lejos, en algún lugar discreto. En su condición de pariente lejano de la reina Juana, resultaba incómodo.

Asentí.

– ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

El abad observó el ceñudo rostro del cartujo.

– Dieciocho largos meses.

Paseé la mirada por la congregación, que me lanzaba inquietas ojeadas, como si fuera un extraño animal que se había colado en el refectorio. Advertí que la mayoría de los monjes eran ancianos u hombres maduros; se veían pocas caras jóvenes y sólo tres hábitos de novicio. Un viejo al que le temblaba la cabeza debido a la perlesía se persignó rápidamente sin dejar de observarme.

Advertí una figura que permanecía indecisa junto a la puerta y reconocí al novicio que se había hecho cargo de nuestros caballos; se balanceaba sobre las piernas con evidente nerviosismo y llevaba algo escondido a la espalda. De pronto, el prior Mortimus levantó la cabeza y lo vio.

– ¡Simón Whelplay! -le gritó a través de la sala-. Tu castigo no ha terminado. Esta noche no cenarás. Ve a aquel rincón.

El muchacho inclinó la cabeza y se dirigió a la esquina más alejada de la chimenea. Al quitarse las manos de la espalda, vi que llevaba un capirote con la letra M pintada en él. El novicio, rojo como un tomate, se lo puso. Los demás monjes apenas lo miraron.

– ¿Eme? -le pregunté al abad.

– De maleficium, mala acción -respondió su reverencia-. Me temo que ha faltado a las normas. Por favor, tomad asiento.

Mark y yo nos sentamos junto al hermano Guy mientras el abad se dirigía hacia el facistol. Vi que en el soporte había una Biblia y comprobé complacido que no era la Vulgata latina, con sus malas traducciones y sus evangelios inventados, sino la nueva versión inglesa.

– Hermanos -anunció con voz sonora el abad Fabián-, todos nos hemos sentido profundamente conmocionados por los recientes acontecimientos. Me complace dar la bienvenida al representante del vicario general, el comisionado Shardlake, que ha venido para investigar el asunto. Hablará con muchos de vosotros; debéis proporcionarle toda la ayuda que merece un representante de lord Cromwell. -Le lancé una mirada severa, consciente de la ambigüedad de aquellas palabras-. El doctor Shardlake ha dado su autorización para que enterremos al señor Singleton, cuyo funeral se celebrará pasado mañana después del oficio de maitines. -Un murmullo de alivio recorrió las dos mesas-. Y, ahora, la lectura de hoy pertenece al capítulo séptimo del Apocalipsis: «Después de estas cosas vi cuatro ángeles que estaban en pie sobre los cuatro ángulos de la tierra…»

Me sorprendió que el abad hubiera elegido el Apocalipsis, uno de los textos favoritos de los reformistas más radicalmente evangelistas, quienes gustaban de proclamar a los cuatro vientos que habían desentrañado los misteriosos y estremecedores enigmas del libro sagrado. El pasaje enumeraba la lista de los que el Señor salvará el Día del Juicio Final. Parecía un desafío hacia mí, para que identificara a la comunidad de Scarnsea con los justos.

– «Y me respondió: "Éstos son los que vienen de la gran tribulación y lavaron sus túnicas y las blanquearon en la sangre del Cordero."» ¡Amén! -concluyó sonoramente.

Acto seguido, cerró la Biblia y abandonó el refectorio con paso solemne; sin duda, el rosbif lo esperaba en la mesa de su comedor. Fue la señal para el comienzo del parloteo y la entrada de media docena de criados, que empezaron a servir la sopa, un espeso caldo de verdura, bien sazonado y muy apetitoso. Como no había probado bocado desde el desayuno, durante un minuto me concentré en mi plato; luego, alcé los ojos hacia Whelplay, que seguía inmóvil en su rincón como una estatua envuelta en sombras. Miré hacia la ventana junto a la que estaba el chico y vi que seguía nevando con fuerza.

– ¿El novicio no va a probar esta deliciosa sopa? -le pregunté al prior, que estaba sentado frente a mí.

– Hasta dentro de cuatro días, no. Como parte de su castigo, permanecerá ahí durante las comidas. Tiene que aprender. ¿Os parezco demasiado severo, señor?

– ¿Cuántos años tiene? No aparenta los dieciocho.

– Pronto cumplirá veinte, aunque nadie lo diría viéndolo tan esmirriado. Hemos tenido que prolongar su noviciado; no consigue hacerse con el latín, aunque tiene buen oído para la música. Ayuda al hermano Gabriel. Simón Whelplay necesita aprender obediencia. Se ha ganado el castigo, entre otras cosas, por evitar los oficios en inglés. Cuando impongo un correctivo a alguien intento que no lo olvide, ni él ni los demás.

– B-bien dicho, hermano prior -aprobó el tesorero asintiendo enérgicamente y dedicándome una fría sonrisa que trazó un fugaz tajo en su mofletudo rostro-. Comisionado…, soy el hermano Edwig, el tesorero -se presentó dejando la cuchara en el plato, que había vaciado en un suspiro.

– Entonces, ¿sois el responsable de administrar los fondos del monasterio?

– Y de r-recaudarlos, y de que los gastos no superen los ingresos -añadió con un orgullo que contrastaba con su tartamudeo.

– Creo que os he visto antes en el patio, discutiendo con un hermano sobre… ciertas obras en la iglesia, ¿me equivoco?

Me volví hacia el monje alto y rubio que unas horas antes había mirado lujuriosamente a mi ayudante. Ahora estaba sentado casi enfrente de Mark, al que no paraba de lanzar miradas furtivas. Al captar la mía, se inclinó sobre la mesa para presentarse.

– Gabriel de Ashford, comisionado. Soy el sacristán, además de chantre. Me ocupo de la iglesia y de la biblioteca, así como del coro. Ahora somos tan pocos que tenemos que compaginar varios oficios.

– Comprendo. Cien años atrás seríais… ¿cuántos, el doble que ahora? De modo que la iglesia necesita reformas…

– Ya lo creo, señor -dijo el sacristán, inclinándose hacia mí tan impulsivamente que casi derramó la sopa al hermano Guy-. ¿La habéis visitado ya?

– No. Pensaba hacerlo mañana.

– Tenemos la iglesia normanda más hermosa de toda la costa meridional. Tiene cerca de cuatrocientos años de antigüedad y puede compararse con los mejores templos benedictinos de Normandía. Pero uno de los muros ha empezado a agrietarse desde el techo. Urge repararla, y habría que hacerlo con piedra de Caen, como la que se utilizó para construirla…


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