– ¿Más muertos? ¡Jesús! Esta madeja está cada vez más enredada.

– Lo sé. Y tenemos poco tiempo para desenredarla. ¡Vamos!

Salimos al pasillo y nos dirigimos al despacho del hermano Guy. Lo encontramos sentado al escritorio, leyendo el manuscrito árabe.

– ¡Ah, ya estáis levantados! -exclamó con su habitual afabilidad.

El enfermero cerró el libro y nos acompañó a un pequeño cuarto, en el que había más manojos de hierbas colgados de ganchos. Nos invitó a sentarnos a la mesa y nos sirvió pan, queso y una jarra de cerveza suave.

– ¿Cómo está vuestro paciente? -le pregunté mientras comíamos.

– Algo más tranquilo, gracias a Dios. Le ha bajado la fiebre y ahora duerme profundamente. El abad vendrá a verlo durante la mañana.

– Decidme, ¿cuál es la historia del novicio Whelplay?

– Es hijo de un pequeño granjero de las cercanías de Tonbridge. Simón es de esas personas demasiado frágiles para la dureza del mundo -murmuró el hermano Guy con una sonrisa triste-, un muchacho muy vulnerable. Quienes son como él suelen cobijarse en sitios como éste, que en mi opinión es donde Dios quiere que estén.

– Un refugio seguro frente al mundo, ¿no?

– Las personas como el hermano Simón sirven a Dios y al mundo con sus oraciones. ¿No es eso mejor que la vida de burlas y malos tratos que suelen padecer en el exterior? Aunque, dadas las circunstancias, no puede decirse que aquí haya encontrado un auténtico refugio.

– No -dije mirándolo muy serio-. Aquí también recibe burlas y malos tratos. Cuando acabemos de desayunar, hermano, me gustaría que me acompañarais a la cocina, donde encontrasteis el cadáver. Me temo que debemos actuar con rapidez.

– Por supuesto. Pero no puedo dejar solos a mis pacientes demasiado tiempo…

– Media hora será suficiente. -Le di el último sorbo a la cerveza, me levanté y me puse la capa-. El señor Poer se quedará en la enfermería; le he dado la mañana libre. Cuando gustéis, hermano.

Cruzamos la sala, en la que Alice atendía al mismo anciano de la víspera, uno de los hombres más viejos que había visto en mi vida; se encontraba acostado y respiraba despacio y con esfuerzo. El contraste con su rollizo vecino, que estaba incorporado en la cama jugando a las cartas solo, no podía ser mayor. El monje ciego dormitaba en un sillón.

El enfermero abrió la puerta, pero tuvo que retroceder para evitar que la nieve acumulada le cayera encima.

– Tendremos que ponernos fundas en los zapatos, o se nos empaparán los pies -dijo y, pidiéndome que lo excusara, volvió a la enfermería y me dejó contemplando el patio tras el vaho de mi aliento.

Bajo un cielo uniformemente azul, el aire estaba tan inmóvil y helado como pocas veces lo había visto. La capa de nieve tenía unos dos palmos de espesor y una esponjosidad que sólo es habitual en lo más crudo del invierno y que dificulta especialmente los movimientos. Yo había cogido el bastón, porque, dado mi escaso sentido del equilibrio, temía caerme.

El hermano Guy regresó al cabo de unos instantes trayendo varias gruesas fundas de cuero.

– Tendré que repartirlas entre los monjes que deben trabajar fuera -comentó.

Nos atamos las fundas y empezamos a abrirnos paso por la nieve, que nos llegaba hasta cerca de las rodillas y hacía parecer aún más negro el rostro del hermano enfermero. La puerta de la cocina estaba a un tiro de piedra y la enfermería compartía una pared con el edificio principal, de modo que pregunté al hermano si se podía acceder a ella por el interior.

– Existía un pasadizo -respondió-, pero lo tapiaron cuando se declaró la Peste Negra, para evitar la extensión de la epidemia, y no ha vuelto a abrirse. Una medida acertada.

– Anoche, cuando vi a Simón, temí que tuviera la peste. La he visto de cerca, y es algo terrible. Pero supongo que la producen los miasmas del aire de las ciudades.

– Por suerte, yo apenas he tratado casos de peste. Los males con los que suelo enfrentarme son consecuencia de pasar demasiado tiempo de pie rezando en el frío de la iglesia. Y de la vejez, claro.

– Tenéis otro paciente que tampoco parece encontrarse muy bien. El anciano.

– Sí, el hermano Francis. Tiene noventa y cuatro años. Es tan viejo que ha vuelto a la primera infancia. Tiene fiebres. Me temo que podría estar cerca del final de su peregrinaje en esta tierra.

– ¿Qué tiene el monje grueso?

– Llagas varicosas, como el hermano Septimus, pero mucho peores. Se las he drenado, y ahora está haciendo reposo -respondió el enfermero sonriendo con suavidad-. Creo que me costará echarlo. La gente se resiste a abandonar la enfermería. El hermano Andrew se ha convertido en un inquilino permanente. Se quedó ciego siendo mayor y no se atreve a salir. Ha perdido la confianza en sí mismo.

– ¿Tenéis muchos monjes ancianos a vuestro cuidado?

– Una docena. Los hermanos suelen vivir hasta edades muy avanzadas. Tengo cuatro que pasan de los ochenta.

– Están a salvo de las preocupaciones y las penalidades de la mayoría de la gente.

– O puede que la fe fortalezca el cuerpo tanto como el alma. Ya hemos llegado -dijo el hermano Guy empujando la pesada puerta de roble.

Tal como me había explicado la noche anterior, un corto pasillo conducía a la puerta interior de la cocina, que permanecía abierta. Al acercarnos, nos llegó ruido de voces y traqueteo de cacharros y nos envolvió un delicioso aroma a pan recién cocido. En el interior, que era amplio y estaba limpio y ordenado, media docena de criados se afanaba en preparar el almuerzo.

– Entonces, hermano, cuando entrasteis la otra noche, ¿dónde estaba el cuerpo?

El enfermero avanzó unos pasos bajo las miradas de curiosidad de los criados.

– Justo aquí, junto a la mesa grande. Estaba boca arriba, con las piernas apuntando hacia la puerta. La cabeza había ido a parar allí -añadió, señalando una cuba de hierro en la que podía leerse: «Manteca.»

Seguí su mirada, igual que los criados. Uno de ellos se santiguó.

– Es decir, que acababa de cruzar la puerta cuando lo atacaron -murmuré.

Cerca de la mesa había un enorme aparador, tras el que el asesino podía haberse ocultado antes de saltar sobre Singleton y asestarle el golpe. Me acerqué al mueble y azoté el aire con el bastón. El criado que estaba más cerca retrocedió asustado-. Sí, hay sitio de sobra para blandir una espada. Yo diría que ocurrió de ese modo.

– Con un arma bien afilada y un brazo fuerte, sí, es posible -dijo el hermano Guy, pensativo.

– Habría que ser hábil y estar acostumbrado a manejar una espada de buen tamaño -dije, y me volví hacia los criados-. ¿Quién es el cocinero jefe?

Un individuo barbudo con el delantal cubierto de manchas dio un paso al frente e inclinó la cabeza.

– Ralph Spenlay, señor.

– Tú eres el jefe de cocina y como tal tienes una llave de la puerta exterior, ¿no es así, Spenlay?

– Sí, comisionado.

– ¿Y esa puerta es la única vía de entrada?

– En efecto.

– ¿Se cierra con llave la puerta interior?

– No es necesario, porque el único modo de llegar a ella es a través de la puerta del patio.

– ¿Quién más tiene llave?

– El enfermero, el abad y el prior, comisionado. Y, por supuesto, el señor Bugge, el portero, para sus rondas nocturnas. Nadie más. Yo vivo en el monasterio; abro por la mañana y cierro por la noche. Si alguien quiere la llave, me la pide a mí. De otro modo, la gente robaría comida, ¿comprendéis? Les da igual que sea para la mesa de los monjes. Alguna mañana, incluso he visto al hermano Gabriel remoloneando en el pasillo, esperando que nos diéramos la vuelta para coger algo. Y eso que es el sacristán…

– ¿Qué ocurre cuando estás enfermo, o ausente, y alguien necesita entrar?

– Tiene que pedirle la llave al señor Bugge o al prior. -El hombre sonrió-. Y a ninguno de los dos les gusta que los molesten, si no es para algo importante.


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