– Gracias, Spenlay, me has sido de gran ayuda -dije extendiendo la mano y cogiendo un dulce de una bandeja.
El cocinero me lanzó una mirada de reproche.
– Excelente. No os entretengo más, hermano Guy. Ahora querría ver al tesorero, si sois tan amable de indicarme el camino.
Siguiendo las indicaciones del enfermero, volví al patio y avancé con precaución por la nieve, que crujía bajo las fundas de cuero de mis zapatos. Esa mañana el monasterio estaba mucho más tranquilo que el día anterior, pues ni hombres ni perros parecían dispuestos a abandonar los edificios. Cuanto más lo pensaba, más evidente me parecía que sólo un experto espadachín habría podido deslizarse tras Singleton y cortarle la cabeza de un tajo. No podía imaginarme a ninguna de las personas que había conocido desde mi llegada haciendo algo parecido. El abad era fuerte, y el hermano Gabriel también, pero la habilidad con la espada es algo propio de caballeros, no de monjes. Al pensar en Gabriel, recordé las palabras del cocinero. Me habían dejado perplejo; el sacristán no parecía alguien a quien cupiera imaginar merodeando por la cocina para robar comida.
Recorrí el patio nevado con la mirada. El camino de Londres estaría impracticable; no era agradable saber que Mark y yo estábamos atrapados allí con un asesino. De pronto, caí en la cuenta de que, inconscientemente, avanzaba por el centro del patio, procurando no acercarme a las puertas y los lugares resguardados. Me estremecí. Caminar solo por aquel silencio blanco entre los altos muros del monasterio resultaba inquietante, de modo que fue un alivio ver a Bugge, que despejaba de nieve la entrada con la ayuda de otro criado.
Al ver que me acercaba, el portero alzó el rostro, enrojecido por el esfuerzo. Su compañero, un joven fornido con la cara cubierta de verrugas, me sonrió nerviosamente e inclinó la cabeza. Llevaban rato trabajando y apestaban a sudor.
– Buenos días, señor comisionado -dijo Bugge con inesperada amabilidad. Sin duda, le habían ordenado que me tratara con respeto.
– ¡Vaya tiempo!
– Y que lo digáis, señor. Ha vuelto a adelantarse el invierno.
– Puesto que ya nos conocemos, me gustaría hacerte algunas preguntas sobre las rondas nocturnas.
El portero asintió, clavó la pala en la nieve y apoyó las manos en ella.
– Todas las noches recorremos el monasterio dos veces, a las nueve y a las tres y media. David, aquí presente, o yo, hacemos una ronda completa y comprobamos todas las puertas.
– ¿Y las exteriores? ¿Permanecen cerradas durante la noche?
– De las nueve de la noche a las nueve de la mañana, cuando acaba el rezo de prima. Cuando están cerradas, aquí no se cuela ni un perro.
– Ni un perro ni un gato -se apresuró a confirmar el chico. Tal vez fuera feo, pero no parecía tonto.
– Los gatos pueden trepar -repuse-. Y las personas, también.
El portero me miró con expresión malhumorada.
– Pero no un muro de cuatro varas. Vos lo habéis visto, señor. No hay donde agarrarse. Nadie podría escalarlo.
– ¿No hay ninguna brecha en todo el perímetro?
– En la parte posterior, sí. Hay algún trozo en ruinas. Pero ese lado da a la marisma. Nadie se atrevería a acercarse por ese cenagal, especialmente de noche. No sería el primero que diera un paso en falso y desapareciera en el lodo. -El portero levantó una mano y la dejó caer-. ¡Glup!
– Si es imposible entrar, ¿por qué hacéis rondas?
Bugge se inclinó hacia mí, y tuve que retroceder para evitar el tufo a sudor; pero el portero no se dio por aludido.
– La gente es pecadora, señor, incluso aquí -murmuró en tono confidencial-. En la época del anterior prior las cosas se relajaron mucho. Nada más llegar, el prior Mortimus ordenó que hiciéramos rondas nocturnas y le informáramos inmediatamente cuando encontráramos a alguien fuera de la cama. Y eso es lo que hago. Sin miedo ni favoritismos -añadió con una sonrisa de satisfacción.
– ¿Qué me dices de la noche en que mataron al comisionado Singleton? ¿Viste algo que sugiriera la presencia de intrusos?
El portero negó con la cabeza.
– No, señor. Juraría que entre las tres y media y las cuatro y media estaba todo en orden, porque me tocó hacer esa ronda. Como de costumbre, comprobé la puerta exterior de la cocina, y estaba cerrada. Con el único que me crucé fue con el comisionado -añadió dándose importancia.
– Sí, eso he oído. ¿Dónde?
– Mientras hacía la ronda, pasé por el claustro, vi algo que se movía y le grité. Era el comisionado, completamente vestido.
– ¿Qué hacía levantado a esas horas?
– Dijo que tenía una cita, señor -respondió el portero sonriendo satisfecho-. Y que, si veía a uno de los hermanos y me decía que iba a encontrarse con él, lo dejara pasar.
– Así que iba a encontrarse con alguien…
– Eso parece. Y, además, estaba muy cerca de la cocina.
– ¿Qué hora sería?
– Sobre las cuatro y cuarto, diría yo. Estaba acabando mi ronda.
Hice un gesto hacia la imponente mole que se alzaba a sus espaldas.
– ¿Está cerrada la iglesia durante la noche?
– No, señor, nunca. Pero, antes de recorrer el claustro, entré a echar un vistazo, como siempre, y todo estaba normal. Luego, a las cuatro y media, terminé la ronda. El prior Mortimus me ha dado un pequeño reloj -dijo Bugge con orgullo-, y siempre compruebo la hora. Dejé a David de guardia y dormí un rato, hasta que me despertó el alboroto, a las cinco.
– De modo que el comisionado Singleton iba al encuentro de uno de los monjes… Entonces, parece que el terrible crimen que se cometió aquí hace una semana fue obra de un monje.
El portero titubeó.
– Yo lo único que digo es que no pudo entrar nadie de fuera. Eso es todo lo que sé. Es imposible.
– Imposible no, pero sí improbable -repuse asintiendo-. Gracias, Bugge, me has sido de gran ayuda.
Hundí el bastón en la nieve, di media vuelta y dejé que continuaran con su trabajo.
Volví sobre mis pasos hasta la puerta verde de la contaduría. Entré sin llamar y me encontré en una sala que me recordó mi propio mundo: paredes encaladas cubiertas de estanterías llenas de libros de contabilidad y listas y facturas clavadas en los pocos espacios libres. Dos monjes trabajaban sentados ante sendos escritorios. Uno, viejo y legañoso, contaba monedas. El otro, inclinado sobre un libro mayor, era el monje joven y barbudo que había perdido a las cartas la noche anterior. Tras ellos, había un cofre con la cerradura más grande que había visto en mi vida; los fondos de la abadía, sin duda.
Al verme entrar, los dos monjes se levantaron de un salto.
– Buenos días -dije, y mi aliento se convirtió en vaho al contacto con el gélido aire de la sala-. Busco al hermano Edwig.
El monje joven miró hacia una puerta interior.
– El hermano Edwig está con el abad…
– ¿Ahí dentro? Entonces me reuniré con ellos -dije avanzando hacia la puerta sin hacer caso de la mano que se alzaba para contenerme.
Empujé la hoja y me encontré al pie de una escalera que ascendía hasta un pequeño rellano cuya ventana ofrecía una vista de la marisma nevada. Enfrente había una puerta tras la que se oían voces. Me detuve ante ella, pero no pude entender lo que decían. Abrí y entré.
El abad Fabián se dirigía al hermano Edwig en tono malhumorado:
– Deberíamos pedir más. Nuestra posición no nos permite venderlas por menos de trescientas…
– Necesito el d-dinero en mis arcas ahora, hermano abad. ¡Si las paga al c-contado, deberíamos vendérselas! -replicó el tesorero con firmeza a pesar del tartamudeo.
En ese momento, el abad se volvió hacia la puerta y me miró, sorprendido.
– ¡Ah, doctor Shardlake…!
– Señor comisionado, ésta es una conversación privada -me espetó el hermano Edwig con una súbita expresión de cólera.
– Me temo que, en lo que a mí respecta, no existe tal cosa. Quién sabe lo que podría perderme si llamara a cada puerta y me quedara esperando.