El tesorero consiguió dominarse y, convertido de nuevo en oficioso burócrata, agitó las manos en el aire.

– N-no, por supuesto, perdonadme. Estábamos hablando de las cuentas del monasterio; tenemos que vender algunas tierras para costear las obras de la iglesia, un asun-asun… -tartamudeó el hermano Edwig con el rostro congestionado.

– Un asunto sin interés para vuestra investigación -terció el abad con una sonrisa.

– Hermano tesorero, hay un asunto que sí es de interés para mi investigación y deseo discutirlo con vos -respondí sentándome junto a un escritorio de roble con numerosos cajones, el único mueble del pequeño cuarto, aparte de más estanterías llenas de libros de contabilidad.

– Por supuesto, estoy a vuestra disposición, señor comisionado.

– Según el doctor Goodhaps, el día en que asesinaron al comisionado Singleton, éste estaba revisando uno de vuestros libros de cuentas, que luego desapareció.

– No de-desapareció, señor. Fue devuelto a la contaduría.

– Tal vez podáis decirme qué contenía.

– No consigo recordarlo -respondió el tesorero tras pensarlo unos instantes-. Las cuentas de la enfermería, creo. Llevamos las cuentas de cada dependencia por separado: la sacristía, de la enfermería y así sucesivamente. Las del monasterio las tenemos en un libro mayor.

– Si el comisionado Singleton tomaba prestados vuestros libros de cuentas, supongo que lo apuntaríais…

– No os qu-quepa duda -respondió el monje frunciendo el entrecejo con suficiencia-. Pero más de una vez se llevó libros sin decírnoslo ni a mí ni a mi ayudante, y nos pasamos el día buscándolos como locos.

– Entonces, ¿no queda constancia de todo lo que revisó?

– ¿C-cómo va a quedar, si se llevaba lo que quería? -exclamó el tesorero extendiendo los brazos-. Lo s-siento…

Asentí.

– ¿Ya está todo en orden en la contaduría?

– Gracias a Dios.

– Muy bien -dije poniéndome en pie-. Por favor, encargaos de que lleven todos los libros de los últimos doce meses a mi habitación de la enfermería. ¡Ah, y los de las dependencias también!

– ¿Todos los libros? -El hermano Edwig no se habría asustado tanto si le hubiera ordenado que se quitara el hábito y se paseara desnudo por la nieve-. Eso sería un trastorno terrible, paralizaría todo el trabajo de la contaduría…

– Sólo será una noche. Tal vez dos.

El tesorero parecía dispuesto a seguir discutiendo, pero el abad Fabián lo atajó:

– Debemos cooperar, hermano Edwig. Os llevarán los libros tan pronto como los reúnan, comisionado.

– Os lo agradezco. Y ahora, señor abad…, anoche visité a ese pobre novicio, el joven Whelplay.

El abad asintió con expresión grave.

– El hermano Edwig y yo iremos a verlo más tarde.

– Tengo que revisar las cuentas mensuales de los donativos -murmuró el tesorero.

– Aun así, como monje con mayor responsabilidad después del prior Mortimus, debéis acompañarme. -El abad Fabián soltó un suspiro-. Puesto que el hermano Guy ha expresado una queja…

– Una queja seria -puntualicé-. Parece que el muchacho podría haber muerto…

El abad alzó una mano.

– No os preocupéis, investigaré el asunto a fondo.

– ¿Puedo preguntar, señor abad, qué ha hecho exactamente ese joven para merecer semejante castigo?

Los hombros del abad se tensaron.

– Para seros franco, doctor Shardlake…

– Sí, por favor, franqueza.

– Al chico no le gustan las reformas, la predicación en inglés… Siente un gran apego por la misa latina y por el canto. Teme que se imponga el canto en inglés…

– Extraña preocupación para alguien tan joven…

– Le gusta mucho la música. Ayuda al hermano Gabriel con los libros de los oficios. Tiene dotes, pero también opiniones improcedentes. Habló en el capítulo, cosa que un novicio no debe hacer…

– Espero que no dijera nada comprometedor, como el hermano Jerome…

– Ninguno de mis monjes diría nada comprometedor, señor comisionado. Ninguno -respondió el abad con firmeza-. El hermano Jerome no forma parte de la comunidad.

– Muy bien. Así que el prior mandó a Simón Whelplay a trabajar en los establos y lo puso a pan y agua. Parece excesivo…

– No era su única falta -alegó el abad sonrojándose.

– Habéis dicho que ayuda al hermano Gabriel -murmuré tras reflexionar durante unos instantes-. Tengo entendido que el hermano sacristán cometió ciertos pecados…

El abad, nervioso, empezó a juguetear con las mangas del hábito.

– Simón Whelplay reconoció ciertos… deseos impuros… hacia el hermano Gabriel. Pero era un pecado de pensamiento, señor, sólo de pensamiento. El hermano Gabriel ni siquiera lo sabía. Se ha mantenido puro desde… desde los problemas de hace dos años. El prior Mortimus vigila esas cosas atentamente, muy atentamente.

– No tenéis maestro de novicios, ¿verdad? Insuficientes vocaciones, supongo…

– Desde la Gran Peste, el número de monjes ha disminuido en todos los conventos generación tras generación -admitió el abad en un tono razonable-. Pero, con una vida religiosa renovada bajo la tutela del rey, puede que los monasterios se revitalicen y sean más los que elijan la vida…

No pude por menos de preguntarme si realmente lo creía, si estaba tan ciego a las señales. El tono suplicante de su voz me hizo comprender que, efectivamente, pensaba que los monasterios podrían sobrevivir. Miré al tesorero; había cogido un papel del escritorio y lo estaba examinando, ajeno a la conversación.

– ¿Quién sabe lo que nos depara el futuro? -dije avanzando hacia la puerta-. Os agradezco vuestra ayuda, hermanos. Ahora debo enfrentarme de nuevo a los elementos para ir a visitar la iglesia. Y al hermano Gabriel… -añadí, y dejé al abad mirándome con inquietud, mientras el tesorero seguía repasando sus balances.

Estaba cruzando el patio del claustro, cuando una molesta sensación me dio a entender que debía hacer una visita al excusado. La noche anterior, el hermano Gabriel me había indicado dónde estaba; lo más rápido era salir por la parte posterior de la enfermería y atravesar un pequeño corral, en cuyo extremo se encontraban las letrinas.

Volví a la sala de la enfermería y salí al corral, que estaba tapiado por tres lados y atravesado por una cañería que pasaba por debajo de las letrinas y que, por tanto, hacía las veces de cloaca. No pude por menos de admirar el ingenio de los constructores del monasterio. Pocas casas estaban tan bien acondicionadas, ni siquiera en Londres. A menudo me preguntaba con aprensión qué ocurriría cuando se llenara el pozo ciego de mi jardín, que tenía seis varas de profundidad.

Las gallinas cloqueaban y daban vueltas por el corral, del que los criados ya habían retirado la mayor parte de la nieve. Un par de cerdos se asomaban por encima de la empalizada de una improvisada pocilga. Alice estaba vertiendo las sobras de la comida en el comedero de los animales. Me dije que mis necesidades podían esperar y me acerqué a ella.

– Veo que tienes muchas obligaciones. Además de enfermos, cerdos.

La joven sonrió.

– Sí, señor. El trabajo de una sirvienta no acaba nunca.

Me asomé a la pocilga para ver si era posible esconder algo entre la paja y el barro, pero comprendí que los marrones y peludos animales acabarían desenterrando cualquier cosa. Podían zamparse una prenda de ropa ensangrentada, pero no una espada ni una reliquia.

– No veo más que gallinas -dije recorriendo el patio con la mirada-. ¿No hay gallo?

Alice negó con la cabeza.

– No, señor. Al pobre Jonás lo mataron. Fue el gallo que sacrificaron en el altar de la iglesia. Era precioso; se paseaba contoneándose de un modo que me hacía reír.

– Sí, son unos animales muy cómicos. Como pequeños reyes exhibiéndose y pavoneándose entre sus súbditos.

– Así era Jonás -respondió la chica sonriendo-. Cuando me acercaba a él, me miraba desafiante con sus brillantes ojillos, agitaba las alas y soltaba un quiquiriquí…, pero no era más que fanfarronería. Si me acercaba mucho, se daba media vuelta y salía huyendo.


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