Cae un puño que me golpea en los nudillos. Mis manos siguen sin soltar el pestillo. Agarrado. Aferrado. Lo que sea para salir.
Una mano gorda y carnosa pasa sobre mi hombro y me tapa la boca. Intento gritar, pero me sujeta demasiado fuerte. Las puntas de sus dedos se hunden en mi mandíbula, las uñas me arañan la mejilla.
– No se resista -me advierte-. Sólo será un momento.
CAPÍTULO 10
– ¿Adonde demonios vamos? -pregunto mientras avanzamos por el pasillo. Los sábados, este lugar está prácticamente vacío. Los dos hombres me sujetan con fuerza por detrás de los brazos y me empujan hacia la salida de la avenida West Exec.
– Deje de quejarse -dice el de mi derecha. Es un negro alto con el cuello tan grueso como mi muslo. Por su corpulencia y maneras, asumo que es del Servicio Secreto, aunque no va vestido para el papel: demasiado informal, no lo bastante pulido. Y no lleva micrófono en la oreja. Y aún más importante: no se han identificado, lo que significa que estos tipos no son lo que pensaba que eran.
Sacudo el brazo para intentar liberarlo. Molesto, aprieta todavía más y me clava dos dedos en el bíceps. Duele como la madre que lo parió, pero me niego a darle la satisfacción de gritar. Lo que hago es morder tan fuerte como puedo. Sigue apretando y noto que la cara se me pone roja. No puedo aguantar mucho más. Se me empieza a entumecer el hombro. La sonrisa viciosa de su cara dice que está disfrutando de verdad. Su placer es mi dolor.
– ¡Uuf! -exclamo cuando por fin suelta-. ¿Qué demonios le pasa?
No responde. Se limita a empujar la puerta y obligarme a salir al aparcamiento de la West Exec. Intentando controlar el pánico, me digo que nada malo puede suceder mientras estemos en el Ala Oeste: las medidas de seguridad son demasiado fuertes. Pero antes de que pueda relajarme, un empujón brusco a la izquierda me hace comprender que el Ala Oeste no está en nuestro itinerario. Cruzamos hacia el lado norte de la Casa Blanca, pasamos por delante de la sala de instrucciones, camino de la entrada de suministros, por donde se traen la mayoría de suministros de la mansión. Fijo los ojos en una gran furgoneta amarilla que está frente a nosotros. Tendría que haber operarios a su alrededor, pero no veo a ninguno. Nos acercamos más. Las puertas de atrás están abiertas de par en par. Dejo de andar y empiezo a hacer marcha atrás. Sacudo los brazos para liberarme. No voy a dejarlos que me metan ahí. Mi escolta refuerza la presa y me arrastra hacia adelante. Mis zapatos rascan contra el cemento. Mis brazos siguen en su sitio. Por mucho que me revuelva, no sirve de nada. Son demasiado fuertes.
– Ya casi estamos -avisa uno de ellos.
Con un último empellón, llegamos junto a la furgoneta. El interior está vacío. Estoy a punto de gritar. Y así, sin más, me empujan hacia la derecha y pasamos de largo. Vuelvo la vista atrás y la furgoneta se aleja. Entonces miro otra vez al frente y comprendo cuál es nuestro verdadero destino. La entrada de suministros. No sé muy bien qué es peor.
Ya en el interior del edificio, hacen un gesto de reconocimiento con la cabeza al agente de uniforme que guarda la puerta. Nos deja pasar, con lo que queda claro que estos tipos están haciéndole un favor a alguien. Sólo Lamb y Simon tienen un poder así. El pasillo está salpicado con docenas de cajas y envases vacíos. El aroma a flores frescas de la florista de la Casa Blanca llena el aire. Hacemos un giro brusco a la izquierda y continuamos por otro largo corredor. El corazón me golpea contra el pecho. Nunca había estado aquí abajo. Uno de mis captores, el blanco, saca un manojo de llaves como de portero. Mete una llave y abre la puerta. Es una área demasiado apartada.
– Oiga, qué…
– No se preocupe, estará a salvo. -Trata de agarrarme del brazo, pero lo aparto a toda prisa. Este no es sitio para encontrarse con Simon o Lamb.
– ¡No pienso entrar ahí!
El otro tipo me coge por la nuca. Le suelto un viaje, pero no tengo la menor posibilidad. Me retuercen los brazos por detrás y me obligan a entrar con un rápido empujón. Tropiezo y casi caigo de narices. Aterrizo sobre las rodillas y las palmas de las manos y por fin observo lo que me rodea. Es una habitación alargada, increíblemente estrecha. Delante de mí hay una larga pista de madera pulida. Al fondo del todo hay diez bolos de rayas. A la derecha oigo el zumbido del automático. ¿Qué hago en una bolera?
– ¿Preparado para una partida, chaval? -me pregunta una voz conocida.
Me vuelvo hacia los asientos para los espectadores que hay detrás de la mesa de anotar. Nora se pone en pie y viene hacia mí. Alarga el brazo y me tiende la mano con la esperanza de ayudarme a ponerme en pie. Rechazo la oferta.
– ¿Qué demonios te pasa? -le pregunto.
– Quería hablar contigo.
– ¿Y lo haces así? ¿Me mandas al planeta de los simios para que me manejen? -Consigo ponerme en pie y me sacudo la ropa.
– Les dije que no dijeran nada, nunca se sabe quién puede estar escuchando.
– O no. Debo haberte llamado veinte veces; no me contestaste ni una.
Nora vuelve al asiento que ocupaba y me indica que me reúna con ella. Es su manera de esquivar la cuestión.
– No, gracias -le digo-. ¿Y por qué hiciste que los del Servicio Secreto me dijeran una mentira cuando vine a verte?
– Por favor, no te enfades, Michael. Estaba a punto de…
– ¿Por qué me mientes? -exclamo, y mi voz retumba por toda la estrecha habitación.
Comprende que necesito airearme, y lo deja pasar. Han sido dos días duros. Para ambos. Realmente, además, no me importa. El que se las va a cargar soy yo, no ella. Finalmente, levanta la cabeza y dice:
– No tenía otra elección.
– ¿Así que, de repente, te has quedado sin libre albedrío?
– Ya sabes de qué estoy hablando. No es nada fácil.
– En realidad, es muy fácil: lo único que tienes que hacer es coger el teléfono y marcar mi extensión. Puedo decirte que es lo mínimo que podrías hacer.
– ¿Así que todo es culpa mía?
– Fuiste tú la que cogió el dinero.
Me lanza una mirada fría, mantenida.
– Y tú eres la última persona que la vio con vida.
No me gusta el tono de su voz.
– ¿Qué estás diciendo?
– Nada -murmura, de pronto desinteresada.
– No me digas eso, eres tú… -la voz se me quiebra-. ¿Me estás amenazando?
Me lanza una sonrisa sombría. Tiene la voz suave como el hielo.
– Como le digas una palabra a alguien, Michael, te arrancaré la cabeza -mientras sus palabras brotan de sus labios, yo noto el corazón en la garganta; no puedo respirar, lo juro-. Esto es lo que sacas por ser un buen chico -añade, negándose a dejarlo-. Jode que te toque a ti, ¿eh?
Oh, Dios mío. Justo tal y como dijo Pam…
Nora cambia a una sonrisa. Y se echa a reír. Me apunta con el dedo y se ríe. Toda la sala se llena de sus carcajadas juguetonas.
Una broma. No era más que una broma.
– Venga, Michael, ¿de verdad piensas que te dejaría solo? -pregunta, todavía muy divertida.
La sangre acude de nuevo a mis mejillas. La contemplo sin poder creerlo. Un cuerpo, dos personas.
– Eso no tiene gracia, Nora.
– Pues entonces no señales con el dedo. Ése no es modo de hacer amigos.
– No señalaba con el dedo… sólo es que… es que no me gusta que me dejen colgado.
Se da la vuelta y mueve la cabeza. Todo su cuerpo parece repentinamente abatido.
– Yo no podría hacerte eso, Michael. Aunque quisiera. Después que tú… -Se para buscando las palabras-. Lo que hiciste por mí… Te debo mucho más que esto.
– ¿Eso quiere decir que vas a ayudarme? -digo tras sentir prácticamente que el péndulo vuelve.
Vuelve a mirarme, casi sorprendida por la pregunta.
– Pero bueno, vamos, después de todo esto, ¿de verdad piensas que no estaré de tu parte?
– No se trata sólo de estar de mi parte… Si las cosas van mal, puede que te necesite para corroborar mi versión de la historia.