– ¿Vas a ver a tu tío allí?

– La única persona que voy a ver es al hijo del primer ministro. Un mozo muy guapo, por cierto.

No sé bien si intenta cambiar de tema o ponerme celoso. En cualquier caso, le funciona.

– ¿Entonces ése es al que dejas tirado por mí?

– Eh, si tú consigues tener un país tuyo, también pretenderán que te lama el culo a ti. Pero mientras tanto, tengo que hacérmelo en otro lado… Esos tíos se pondrán rabiosos si llego tarde.

– Eso seguro. Los mercados exteriores se tambalearán y el honor se perderá. Eso va de la mano con los retrasos: un incidente internacional.

– Te gusta escucharte a ti mismo, ¿eh?

– Más incluso que a ti las sesiones de fotos con extranjeros. Pero en fin, no es más que un día como todos, ¿eh?

– Desde mi última hora en sexto grado.

– No entiendo.

– Ése fue el día en que papá se decidió a presentarse a gobernador. O por lo menos, el día que me lo dijo. Todavía me acuerdo de estar esperando a que sonase el último timbre y luego salir a todo correr de la clase y volar a buscar la bicicleta con Melissa Persily. Tenía que dormir en su casa aquella noche. Era una de esas chicas tranquilas que viven lo bastante cerca de la escuela como para ir en bici, así que tener un aparcamiento para bicis era algo importante. Tenía un candado con combinación y una bici vieja negra de diez marchas que había sido de su hermano… -la voz de Nora se acelera según va alzando la vista-. Tío, era una mara… -En el instante en que nuestros ojos se encuentran, se queda cortada. Igual que antes, su mirada se va directamente al suelo.

– ¿Qué? -pregunto.

– No… nada…

– ¿Cómo que nada? ¿Qué pasó? Llegasteis al parking de bicis… ibais a dormir en su casa…

– Nada, realmente -insiste dando un paso atrás-. Oye, de verdad, tengo que irme.

– No es más que una historia de niños, Nora. Por qué te asustas…

– No estoy asustada -insiste.

Y ahí es donde veo que miente.

Nora ha pasado cada día de los últimos dos meses en plena fiebre de elecciones -desde almuerzos de trescientas personas con los grandes contribuyentes, a estar sentada junto a su madre en reuniones televisadas por satélite, a, si está de muy buen humor y consiguen que coopere, conceder entrevistas sobre por qué los jóvenes universitarios deben movilizarse y votar-, ha sido la maestra más joven y menos entusiasta del aprieta-y-sonríe. Es lo que conoce desde sexto grado. Pero hoy… hoy se ha visto atrapada por un entusiasmo real: incluso disfrutaba. Y aquello la ha aterrado.

– Nora -le digo cuando se dirige ya a la puerta-. Sólo para que lo sepas, no se lo diré a nadie.

Se para en seco y se gira lentamente.

– Ya lo sé -dice dándome las gracias con un gesto de cabeza-. Pero, de verdad, tengo que irme… ya sabes cómo es… los presidentes en ejercicio tienen que mostrar firmeza en política exterior.

Vuelvo a pensar en Bartlett en la foto de portada.

Nora ya casi ha salido por la puerta. Y entonces, justo cuando está a punto de irse, se vuelve hacia mí y toma aliento con fuerza. En su voz hay una desgana escondida.

– Cuando llegamos al parking de bicis, mamá estaba allí sentada esperándome. Me llevó a casa, papá me dijo que se presentaba a gobernador y ya está. Nada de dormir en casa de Melissa Persily… soy la única que se lo perdió. Al año siguiente, Melissa empezó a llamarme «eso». Como por ejemplo «ahí está eso», o «no dejes que eso se me acerque». Era una estupidez, pero toda la clase la imitó. Y era en primero de bachillerato.

Sin decir nada más, Nora vuelve a coger el pomo de la puerta. El hijo del primer ministro espera.

– ¿Nunca te cansas de estas cosas? -le pregunto.

Nuevamente hay una oportunidad para abrirse. Esboza una sonrisa.

– No.

No hay que ser muy listo para ver lo que hay detrás de su respuesta. Pero el instinto sigue haciéndole decir no. En cierto modo, no se fía del todo de mí. Acabaré consiguiéndolo. Ella misma lo dijo. Pase lo que pase, además, yo estoy saliendo con la Primera Hija de los Estados Unidos.

Entro en el despacho de Trey enarbolando una sonrisa de gato de Cheshire. Diez minutos después, ya me está gritando.

– ¡Eres imbécil, Michael! Imbécil, imbécil, imbécil.

– ¿Por qué te cabreas tanto?

– ¿A quién más se lo has contado? ¿A cuántos?

– Sólo a ti -le contesto.

– No me mientas.

Me conoce demasiado bien.

– Se lo he dicho a Pam. Sólo a ti y a Pam. A nadie más. Te lo juro.

Trey se pasa la palma de la mano desde la suave piel marrón de su frente hasta atrás del todo de su rizado afro cortito. La mano pequeña se mueve despacio por la cabeza -ya lo he visto otras veces-, llama a eso «el frote». Un frote rápido es como una risita o mueca de embarazo, y lo emplea cuando algún dignatario tropieza o se cae en medio de una sesión de fotos. La velocidad se aminora cuanto más graves son las consecuencias, y cuanto más lento se frote, más incómodo está. Cuando en Time salió un perfil poco halagador de la Primera Dama, se frotaba lentamente. Cuando se rumoreó que el Presidente tenía cáncer, todavía más lento. Hace cinco minutos le conté lo que pasó con Nora y Caroline. Observé su mano para cronometrar la velocidad. Melaza.

– Sólo a dos personas. ¿Por qué haces tantos aspavientos?

– Te lo diré lo más claro posible: me encanta que estés ascendiendo en este mundo, y me encanta que me confíes todos tus secretos. Me encanta incluso que Nora quiera subírsete a los pantalones (aunque sobre esto volveremos a hablar, créeme), pero cuando la cuestión es algo tan gordo, tendrías que mantener la boca bien cerrada.

– ¿Entonces no tendría que habértelo dicho a ti?

– No tendrías que habérmelo dicho a mí ni tendrías que habérselo dicho a Pam. -Hace una breve pausa-. Vale, a mí podías decírmelo. Pero a nadie más.

– Pam nunca dirá nada.

– ¿Y eso cómo lo sabes? ¿Te ha confiado a ti ella alguna de sus cosas?

Ya sé a qué se refiere cuando pregunta eso. Puede que sea sólo un oficinista de veintiséis años, pero a la hora de saber dónde hay que pisar, Trey sabe dónde están todas las minas.

– Te digo que si Pam no comparte eso contigo -añade-, tú no deberías compartir nada con ella.

– Mira, ahora te estás poniendo demasiado político. En la vida no todo es toma y daca.

– Estamos en la Casa Blanca, Michael. Aquí todo es toma y daca.

– Me da igual. Te equivocas con Pam. No tiene nada que ganar.

– Por favor, chico, sabes que te quiere mucho.

– ¿Y qué? Yo también.

– No, no de ese modo, listo. No es simplemente que te tenga cariño. -Se pone la mano sobre el corazón como si estuviera haciendo el juramento de lealtad y luego inmediatamente empieza a tamborilear sobre el pecho-. Ella te aaama -canturrea, poniendo los ojos en blanco-. Me refiero a los bonitos sueños de color rosa: ositos de peluche… batidos de vainilla… arco iris felices en el aire…

– No te enrolles, Trey. No puedes estar más lejos de la realidad.

– No te burles de mí, chico. Si es igual que lo que hace el Presidente con Lawrence Lamb.

– ¿A qué te refieres?

Instintivamente, Trey se inclina hacia atrás en la silla y gira el cuello para vigilar el resto de la zona de recepción. Comparte el despacho con otras dos personas. Las mesas de sus dos colegas están ambas junto a una ventana, aisladas por unos archivadores. La de Trey está junto a la puerta. Le gusta ver quién entra y sale. Hoy no está ninguno de sus compañeros, pero Trey no puede evitarlo. Es la primera regla de la política. Averigua quién te escucha. Cuando está seguro de que estamos solos, dice:

– Fíjate cómo es su relación. Lamb asiste a todas nuestras reuniones, participa en todas las decisiones finales, incluso su cargo se llama consejero adjunto, pero cuando hay que hacer el trabajo jurídico de verdad, no aparece por ningún lado. ¿Por qué piensas que esto es así?


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