El dinero. Todo vuelve siempre al dinero. En la caja fuerte. En la guantera de mi coche. A mi nombre. Con la numeración consecutiva, todo él está ligado a mí. Nora ha dado en el clavo. El dinero que tiene la policía de Washington D. C. es una bomba de relojería. En cuanto alguien descubra su existencia, explotará. Y aunque hubiera sido un ataque al corazón, con todo ese efectivo en mi poder… y en aquel barrio… se alzará el espectro de las drogas, la historia de mi trabajo. Soltarán mi lastre sólo por evitar la noticia en primera página. Y si la autopsia demuestra que es un asesinato… Oh, Dios mío. Me froto la nuca, hago cuanto puedo por aplazarlo. Lo que estoy a punto de decir la va a disparar, pero tengo que hacerlo.
– Nora, si esto empieza a convertirse en una bola de nieve, va a seguir rodando hasta arriba del todo.
Al otro lado de la estrecha habitación, se apoya en el estante de las bolas y me mira fijamente. Sabe que es verdad. Lo noto en el movimiento de sus ojos. Está aterrada.
– ¿Intentarán liquidarlo con eso, verdad?
Ahí está otra vez. Su padre. Salga como salga, por un escándalo de este tipo se paga un duro peaje. Especialmente con Bartlett acercándose a la primera posición.
– Lo único que necesitamos es un poco de tiempo -dice frotándose vigorosamente la nariz-. Todavía puede salir perfectamente.
Cuanto más habla, más fuerza coge su voz. Me recuerda el discurso que hizo en la convención nacional del partido cuando la nominación de su padre hace todos esos años. En un principio habían pedido que hablara su hermano, Chris, pensando que Norteamérica se uniría en torno a un joven que defendía a su padre. Pero después de unos cuantos ensayos en privado, como Chris tropezaba con las palabras y daba la impresión general de estar aterrado, Nora preguntó si podía hacerlo ella. En la campaña aquello se presentó como la primogénita que se pone en vanguardia, mientras nuestros oponentes la presentaban como otro de esos Hartson mandones compitiendo por el control.
Cuando todo terminó, Nora, como cualquier otra chica de dieciocho años que se dirige a un grupo de ciento diez millones de personas, fue criticada por nerviosa y poco pulida. Eso es lo que pasa cuando intentas quedarte con los focos, comentaron unos cuantos críticos. Pero ahora, mirándola balancearse ansiosa adelante y atrás ante la mera mención del sufrimiento de su padre, pienso que fue menos una escena de poder que una de protección. Si salía ella, Chris no tenía que hacerlo. Y cuando los palos son especialmente fuertes, todos protegemos a los nuestros.
– Por lo que sabemos… lo dan como un simple ataque al corazón -tartamudea-. E incluso puede que Simon se quede callado.
¿Y yo qué he de decir? «¿Es indudable que a tu padre le van a destrozar la vida, sobre todo si yo proclamo la verdad a voces?»
En el transcurso de unos pocos segundos, las opciones se reducen rápidamente: si abro la boca, su padre se lleva el palo, y puesto que yo estoy en el epicentro, caemos todos; si mantengo la boca cerrada, gano algo de tiempo para husmear, pero me arriesgo a caer yo solo. Vuelvo a mirar los bolos al fondo de la pista. No puedo dejar de sentirme como el que está en el vértice del triángulo. El que siempre se lleva la bola.
– Tal vez deberías hablar con él -le sugiero-. Así sabrá de quién fiarse. Quiero decir, aunque sólo haya sido un ataque al corazón, a Simon lo chantajearían con algo, y a menos que lo averigüemos, la soga me la seguirá poniendo al cuello a mí.
Nora me mira pero no dice ni una palabra.
– ¿Entonces hablarás con él?
– No puedo -responde después de una pausa.
– ¿Qué quieres decir con que no puedes?
– Te lo diré, no se le puede molestar con estas cosas. No… no lo entenderá. No es como un padre corriente.
En ese punto, dejo de discutir. Conozco esa frustración en su voz. Y conozco ese mundo: el huérfano con padre vivo.
– ¿Hay alguna otra cosa que tú puedas…?
– Se lo he dicho ya a mi tío Larry.
– ¿A quién?
– A Larry. Larry Lamb.
– Naturalmente -digo, tratando de parecer despistado.
No iba a llamarlo Lawrence. Lo conoce desde que nació -leí la historia principal en la revista People-, su hermano y ella pasaban los veranos en su granja de Connecticut. Había una foto de Nora y Christopher gritando en un columpio y otra en que se escondían debajo de las mantas de la cama con dosel de Lamb.
Me hundo en mi asiento y recompongo mis pensamientos. Lamb es la sombra del Presidente, y ella lo llama tío Larry. Cuando lo piensas, suena tonto. Pero ésa es ella. Pretendiendo todavía no estar impresionado, pregunto finalmente:
– ¿Y qué dijo?
– Exactamente lo que era de esperar: «Gracias. Me alegro de que me lo hayas contado. Han dictaminado que fue un ataque al corazón, pero lo miraré.» Tiene la vista puesta en la reelección y no hay manera de que tire del enchufe en este momento. Cuando las cosas se calmen, abrirán una investigación oficial.
– ¿Dónde nos deja eso a nosotros? -pregunto.
– Nos deja como que somos las únicas dos personas a quienes les interesa proteger tu cabeza. Tal como están las cosas, Simon parece contento con dejarlo tranquilo, pero ésa no es una solución.
Asiento en silencio. La tregua no durará para siempre. Antes o después, el bando más poderoso se da cuenta de su ventaja. Y el otro bando muere.
– Me gustaría que tuviéramos algo más de información. Si Caroline estaba haciendo eso, probablemente no sería sólo a Simon. Sabía todos nuestros secretos… podría habérselo hecho a…
– Por cierto, eso me recuerda… -Nora va hasta la mesa de anotaciones, coge su bolso de cuero negro y saca un papel doblado.
– ¿Qué es esto? -le pregunto cuando me lo tiende.
– Llegó cuando estaba hablando con tío Larry. Son los nombres que había en dos de los expedientes del FBI que encontraron en el despacho de Caroline.
Rick Ferguson y Gary Seward. Uno pretende un nombramiento presidencial en Hacienda y el otro acaba de empezar en Comercio.
– No lo entiendo -digo-. ¿Por qué sólo dos?
– Al parecer, tenía toneladas de expedientes por todo el despacho, y no sólo los de los nombramientos presidenciales. Algunos eran de jueces, otros de la Asesoría Jurídica…
– Tenía el mío. Yo lo vi.
– El FBI está volviendo a comprobarlos todos.
– ¿Entonces pasaron una lista completa de los nombres?
– No, hasta que hayan terminado. Según la nota, no quieren que nadie se dé cuenta. Así que por razones de seguridad, nos los irán pasando según los tengan, uno o dos cada vez.
– ¿Y cómo conseguiste éstos? -pregunto, levantando el papel.
– Ya te lo he dicho, por tío Larry.
– ¿Te los dio él?
– En realidad, salió para hablar con su secretaria y yo copié los nombres en un papel suelto.
– ¿Los robaste?
– ¿Los quieres o no?
– Pues claro que los quiero. Pero no quiero que se los robes a Lawrence Lamb.
– A él le da igual. Es mi padrino, él me quitó las ruedas pequeñas de la bici; no le importará que eche una miradita a una carpeta. Por lo menos, así no estaremos totalmente a oscuras.
Menudo consuelo.
– Entonces eso significa que el FBI está repasando mi expediente.
– Tranquilo, Michael. Estoy segura de que estarás limpio.
Intento creerlo y contemplo la lista. La letra de Nora tiene una especie de toque de pompa circular. Como una niña de tercer grado que está aprendiendo a escribir en cursiva. Rick Ferguson. Gary Seward. Dos personas que han sido declaradas inocentes por el FBI. Intento recordar cuántas carpetas vi en el despacho de Caroline. Debajo de la mía había por lo menos cinco o seis, y probablemente había más en los cajones. Parece como si el FBI estuviera pensando también en chantaje. Me vuelvo hacia Nora y pregunto:
– ¿Por qué has esperado hasta ahora para darme esto?
– No lo sé. Supongo que se me olvidó -dice, encogiéndose de hombros-. Oye, tengo que irme corriendo. Hay un primer ministro de algún lado que trae a su familia para que nos hagamos unas fotos.