No contesto. En vez de eso, alargo la mano y cojo unas cuantas hojas del árbol. Dejo la linterna de lado, doblo las hojas y las froto por los bordes del sobre.
– No se pueden borrar las huellas digitales, Michael. No funciona así.
Continúo frotando sin hacerle caso.
Se arrodilla a mi lado y me pone una mano en el hombro. El contacto es fuerte, e incluso en medio de todo aquello, he de admitir que es una buena sensación.
– Estás perdiendo el tiempo -añade.
Naturalmente, tiene razón. Tiro el sobre otra vez al pie del árbol. Detrás de nosotros chasquea una rama y los dos nos giramos. No veo a nadie, pero sí que siento los ojos de alguien sobre mí.
– Salgamos de aquí -digo.
– Pero la gente que va a venir a recoger el sobre…
Miro otra vez alrededor en la oscuridad.
– Para serte sincero, Nora, creo que ya están aquí.
Nora mira alrededor y comprende que algo va mal. Demasiado silencio. Tengo los pelos del brazo de punta. Quien sea puede estar escondido detrás de cualquier árbol. Otra ramita suena a nuestra izquierda. Cojo a Nora de la mano y empezamos a bajar el terraplén. No llevamos ni diez pasos andando y aquello se convierte en trote. Luego en galope. Casi me doy contra un pedrusco suelto y le pido a Nora que encienda la linterna.
– Creía que la tenías tú -me dice.
Miramos hacia atrás simultáneamente. A nuestra espalda, en lo más alto del talud, se ve el ligero resplandor de la linterna. Exactamente donde la dejé.
– Tú arranca el coche. Yo iré por la linterna -dice Nora.
– No, yo iré por…
Sin embargo, otra vez ella es mucho más rápida. Antes de que pueda detenerla, ya está subiendo el talud. Estoy a punto de gritarle algo, pero me preocupa que no estemos solos. Mientras la observo trepar pendiente arriba, fijo los ojos en sus brazos largos y esbeltos. A los pocos segundos, sin embargo, desaparece en la negrura. Dijo que yo tenía que coger el coche, pero no pienso dejarla sola. Empiezo a ascender el terraplén lentamente, andando justo lo bastante de prisa como para asegurarme de que no la pierdo de vista. Se aleja, acelero un poco. El trote se me convierte rápidamente en carrera. Mientras pueda tenerla a la vista, estará perfectamente.
La siguiente cosa que noto es un golpe agudo contra la frente. Caigo hacia atrás y me doy contra el suelo con un golpe desigual. Noto la humedad de la hierba mojar la culera de mis pantalones, y busco a mi atacante. Me incorporo sobre un codo y noto que algo líquido me corre por la frente. Estoy sangrando. Entonces levanto la vista y veo lo que me ha derribado: una gruesa rama de un roble vecino. Me siento tentado de reír ante esa herida de película muda, pero recuerdo de inmediato por qué no miraba por dónde iba. Fuerzo la vista para escudriñar lo alto del talud, me pongo en pie y salgo en busca de Nora.
No veo nada. El débil resplandor de la linterna está en el mismo lugar, pero nadie avanza hacia él. Busco sombras, intento descubrir siluetas y oír los ligeros crujidos de ramitas rotas o de hojas secas. No hay nadie. Nora ha desaparecido. He perdido a la hija del Presidente.
Se me aflojan las piernas al tratar de imaginarme las consecuencias. Pero entonces, sin previo aviso, la luz se mueve. Allí arriba hay alguien. Y como un caballero que empuña una lanza luminosa, aquella persona se gira y me enfoca directamente. Según se va acercando, noto cómo el resplandor penetrante de la luz me va cegando. Giro en redondo y me voy dando tumbos entre la espesura, con las manos por delante para descubrir los árboles. La oigo saltar entre los arbustos, ganándome terreno. Si me tiro al suelo, tal vez pueda derribarla. De repente, me topo con un ramaje tan fuerte como un muro. Me vuelvo hacia mi enemigo y la luz deslumbrante me hiere en los ojos.
– ¿Qué demonios te ha pasado en la frente? -pregunta Nora.
Sólo consigo responder con una risa nerviosa. Los árboles siguen rodeándonos.
– Estoy bien -insisto. Le hago un gesto con la cabeza para tranquilizarla y volvemos hacia el coche.
– A lo mejor deberíamos quedarnos aquí y esperar para ver quién lo recoge.
– No -le digo, cogiéndola suavemente de la mano-. Nos marchamos.
Salimos corriendo a toda velocidad de la zona boscosa. Cuando emergemos, salto el guardarraíl y salgo disparado hacia el Jeep, que está un poco más allá en la carretera. Si fuera solo, probablemente ya estaría allí, pero me niego a soltar a Nora. Me freno un poco y la hago pasar delante de mí sólo por asegurarme de que está a salvo.
Es la primera en llegar al coche, saltar dentro y cerrar la puerta de golpe. Yo me uno a ella unos segundos después. Los dos bajamos a la vez el seguro de las puertas. Cuando por fin oigo ese clic de soledad, me permito un profundo suspiro bien ganado.
– ¡Vamos, vamos! -dice mientras arranco el coche. Suena asustada, pero por el destello de sus ojos se diría que está en una atracción de feria.
Piso el acelerador, giro el volante y salgo zumbando. Una brusca vuelta en redondo hace chirriar las ruedas y nos vuelve a poner en dirección a la salida de Cárter Barron y la calle Dieciséis. Avanzo volando, con los ojos como adheridos al retrovisor. Nora mira por la ventanilla lateral.
– Allí no hay nadie -dice; y suena más a deseo que a seguridad-. Vamos bien.
Contemplo el espejo, rezando para que tenga razón. Con la esperanza de volver los hados a nuestro favor, doy un nuevo acelerón. Cuando giramos hacia la calle Dieciséis, volamos. Y otra vez el asfalto desigual de las calles de Washington nos hace dar tumbos.
Sin embargo, esta vez no importa. Por fin estamos a salvo.
– ¿Qué tal lo hago? -le pregunto a Nora, que se ha girado en su asiento y mira por la ventanilla de atrás.
– Bastante bien -admite-. Harry y Darren estarían orgullosos.
Me río para mis adentros al mismo tiempo que oigo rechinar unos neumáticos a nuestra espalda. Me vuelvo hacia Nora, que sigue mirando por el cristal de atrás. Tiene la cara iluminada por los faros del coche que nos está alcanzando.
– ¡Marchémonos de aquí! -exclama.
Hago un rápido examen de la zona. Estamos en la parte más descuidada de la Dieciséis, no lejos de Religión Row. Está lleno de calles por las que girar, pero no me gusta el aspecto del barrio. Demasiadas esquinas oscuras y demasiadas farolas apagadas. Las calles laterales están cochambrosas. Y aún peor, desoladas.
Meto motor y me paso al carril izquierdo sólo por ver si el coche me sigue. Lo hace, el corazón se me sobresalta. Están a media manzana por detrás de nosotros pero se acercan rápido.
– ¿Es posible que sean del Servicio Secreto?-Con esos faros, no. Los míos, todos llevan Suburbans.
Observo las luces en el retrovisor. Llevan puestas las largas, así que es difícil de ver, pero la forma y la altura me dicen que definitivamente no es un Suburban.
– Agáchate -le digo a Nora. Sean quienes sean, no voy a correr riesgos.
– ¿Ése no es el coche de Simon, verdad? -pregunta.
La respuesta nos viene dada en forma de luces giratorias azules y rojas que envuelven nuestro cristal trasero. «Deténganse», brama una voz profunda desde un altavoz montado en el techo.
No puedo creerlo. Policías. Doy una palmada en el hombro de Nora, sonriendo.
– Todo en orden. Es la poli.
Mientras me paro, veo que Nora no está ni mucho menos tan aliviada. Incapaz de estarse quieta, sentada, está en pleno frenesí, mira por el retrovisor lateral, luego hacia atrás sobre su hombro, luego otra vez por el espejo. Los ojos se le mueven en todas direcciones y se suelta muy nerviosa el cinturón.
– ¿Qué te pasa? -le pregunto al detener el coche.
No me contesta. En vez de eso, busca su bolso negro que está en el suelo delante de ella. Empieza a revolver en su interior y noto un escalofrío por la espalda. No es el momento de echarse atrás.
– ¿Llevas drogas? -le pregunto.