– ¡No! -exclama.
En el espejo retrovisor veo que por mi lado del Jeep se acerca un agente de la policía local.
– Nora, no me mientas. Ahora…
El guardia da unos golpecitos en el cristal. En el mismo momento que me giro, oigo que la guantera se cierra de golpe. Bajo la ventanilla con una sonrisa forzada en la cara.
– Buenas noches, agente. ¿He hecho algo mal?
Se pone una linterna más arriba del hombro y alumbra directamente a Nora. Todavía lleva la gorra de béisbol y hace todo lo posible para no ser reconocida. No piensa mirar al guardia a la cara.
– ¿Está todo bien? -pregunto con la esperanza de distraer su atención.
El policía es un negro macizo con una nariz torcida que le da todo el aspecto de un ex boxeador del peso medio. Se inclina sobre la ventanilla y ya sólo puedo ver sus enormes antebrazos lampiños. Señala con la barbilla a la guantera.
– ¿Qué ha escondido ahí? -le pregunta a Nora. Maldición. La ha visto.
– Nada -susurra Nora.
El guardia considera su respuesta y dice:
– Bajen del coche, por favor.
– ¿Puede decirme por…? -intervengo.
– Bajen del coche. Los dos -ordena.
Miro a Nora y comprendo que hay problemas. Cuando estábamos en el bosque la veía nerviosa. Pero ahora… ahora tiene una expresión que nunca le había visto. Los ojos desorbitados y los labios ligeramente abiertos. Intenta sujetarse un mechón suelto entre la oreja y el borde de la gorra de béisbol, pero le tiemblan las manos. Mi mundo se para en seco.
– ¡Venga! -ladra el policía-. Salgan del coche.
Nora sigue lentamente sus instrucciones. Al dar vuelta al coche hacia el lado del conductor, el compañero del guardia se acerca a nosotros tres. Es un negro bajo que anda con paso arrogante de policía.
– ¿Todo en orden? -pregunta.
– Todavía no estoy seguro. -El primer agente se vuelve hacia mí-: A ver si las abrimos.
– ¿Abrir qué? ¿Qué he de hacer?
Me coge por detrás del cuello y me empuja contra el lateral del Jeep.
– Separe brazos y piernas.
Hago lo que dice, pero no sin protestas.
– No tiene usted indicios razonables de…
– ¿Es abogado? -pregunta.
No tendría que haber aceptado la pelea.
– Sí -digo, titubeante.
– Entonces, demándeme. -Mientras me cachea, me lanza un golpe seco de pulgar a las costillas-. Tendría que haberle dicho a ella que se tranquilizase -me dice-, así mañana no tendría que faltar al trabajo.
No puedo creerlo. No la reconoce. Nora está de pie junto a mí, manteniendo la cabeza tan baja como puede y estirando los brazos apoyados sobre el lateral del Jeep. El segundo guardia cachea a Nora, pero ella no le presta mucha atención. Está demasiado ocupada, igual que yo, observando cómo el de antes se acerca a la guantera.
Desde donde estoy, veo que abre la puerta del pasajero. Se mete dentro con un repiqueteo de llaves y esposas. Después, un pequeño clic junto al salpicadero. Tengo la boca seca y cada vez es más difícil respirar. Miro a Nora, pero ella ha decidido mirar a otro lado. Tiene los ojos clavados en el suelo. No será por mucho tiempo.
– ¡Ah, caramba! -exclama el policía. El tono rebosa de satisfacción ya-te-tengo. Cierra la puerta de un portazo y se viene a nuestro lado del coche. Mientras avanza, lleva una mano a la espalda.
– ¿Qué tienes? -pregunta el otro.
– Míralo tú.
Yo trato de mirar, esperando ver el frasquito de medicinas de Nora. Quizá incluso un poco de cocaína. Pero en vez de eso, el guardia tiene en la mano un fajo de billetes de cien dólares.
Qué hija de puta. Cogió el dinero.
– ¿Ahora, quiere cualquiera de ustedes dos explicarme qué hacían por aquí circulando con esta cantidad de dinero?
Ninguno de los dos dice ni una palabra.
Miro a Nora, que está blanca como la nieve. Ha desaparecido la osadía y la loca vitalidad que nos llevaron a saltar stops, a salir del bar y a trepar el talud. En su lugar está la expresión que ha mantenido desde que nos sacaron del coche. Miedo. Llena todo su rostro y continúa haciendo temblar sus manos. Simplemente, no pueden pillarla con ese dinero. Aunque no vaya contra la ley el tenerlo, aunque no puedan detenerla, no es algo que vaya a ser fácil de explicar. En este barrio. Con esta cantidad en efectivo. Las historias de drogas acabarán de destrozar lo que queda de su reputación. Rolling Stone será el menor de sus problemas.
Se vuelve hacia mí y abre de nuevo su lado blando. Tiene esos ojos normalmente duros rebosantes de lágrimas. Suplica ayuda. Y lo quiera o no, yo soy el único que puede salvarla. Con unas pocas palabras, puedo ahorrarle todo ese dolor y vergüenza. Entonces ella, y el Presidente… Me recupero. No. No, no es eso. Es lo que dije antes. No es por su padre. Ni por su título. Es por ella. Nora. Nora me necesita.
– Les he hecho una pregunta -dice el policía, agitando el fajo en la mano-. ¿De quién es esto?
Echo una última mirada a Nora. Es todo lo que necesito. Otra vez con la voz llena de confianza, me giro hacia el policía y digo dos palabras.
– Es mío.
CAPÍTULO 3
Con el fajo de dinero en la mano derecha, el policía va dando lentos golpecitos contra la palma abierta de la izquierda, como un juez con su maza.
– ¿De dónde lo ha sacado? -pregunta con fastidio.
– ¿Perdón? -le respondo. Ganar tiempo.
– No juegues con mi paciencia, muchacho. ¿De dónde saca diez billetes grandes alguien como tú?
– ¿Alguien como yo? ¿Qué se supone que significa eso?
Da una patada al parachoques trasero oxidado de mi Jeep.
– No es por faltar, pero no es que circule precisamente con un coche elegante.
– Usted no sabe nada de mí -le digo moviendo la cabeza.
Pone una sonrisa burlona ante mi respuesta porque sabe que ha dado donde duele.
– No puede ocultar quién es… lo lleva escrito en la cara. Y en la frente.
Me toco el corte de la cabeza, con plena conciencia. La sangre está empezando a secarse. Siento tentaciones de contraatacar, pero paso.
– ¿Por qué no me pone la multa por exceso de velocidad y me quito del medio?
– Escuche, provinciano, no tengo por qué aguantarle esa actitud.
– Y yo no tengo que aguantar sus insultos. Así que a menos que tenga alguna sospecha fundada de que he cometido un delito, no tiene ningún derecho a acosarme.
– No tiene usted ni idea de lo que…
– Tengo perfecta idea, en realidad. Mucho más de lo que usted se cree. Y puesto que no hay ninguna ley que prohíba llevar dinero, le agradecería que me diera el mío y rellenara la multa. De otro modo, se arriesga usted a una demanda por acoso y a una carta a su sargento que le será a usted muy difícil explicar cuando le toque ascender.
Por el rabillo del ojo veo que Nora sonríe. El guardia sigue allí de pie. Por la manera de rascarse la mejilla, sé que está bastante cabreado.
– Vate, ¿me haces un favor? -acaba por decirle a su compañero-. Están haciendo una redada de drogas en la esquina de la Catorce y M. Mira a ver si han pasado ya por radio alguna descripción. Puede que tengamos suerte.
– No es probable -le digo.
Me mira con escepticismo.
– Déjeme decirle algo, provinciano: un chico blanco guapo y arregladito como usted sólo viene por este barrio por dos razones: drogas y putas. Ahora, vamos a ver el permiso y los papeles. -Se los tiendo y se vuelve hacia su compañero-: ¿Hay algo ya, Vate?
– Nada.
El guardia se aleja de mí y vuelve a su coche. Pasan cinco minutos y salto al volante de mi Jeep. Nora está a mi lado, pero en un hosco silencio. Me mira y me ofrece una débil sonrisa. Yo intento devolvérsela, pero gira la mirada. Podría matarla por haber cogido ese dinero. ¿Por qué demonios sería tan estúpida? Quiero decir, ¿qué podría haber hecho con él? Mi pensamiento vuelve a aquello que llamaba aspirinas, pero no estoy dispuesto a creer lo peor. Todavía no.