El joven cogió una de las maletas y la guió hacia la salida.
– Me dieron su descripción en la oficina. Es lo mejor, porque a veces la gente no ve el cartel. Todo el mundo se mueve deprisa por aquí, preocupados, ya sabe. Hace falta tener toda la información posible. El coche está aparcado aquí mismo. Será mejor que se abroche bien el abrigo, hace mucho frío.
Sidney vaciló al pasar por delante del mostrador de embarque. Largas colas salían de los mostradores de las compañías mientras los viajeros nerviosos intentaban valientemente mantenerse un paso por delante de las exigencias de un mundo que parecía superar cada vez más las capacidades humanas. Echó un rápido vistazo a la terminal en busca de algún empleado de línea aérea. Lo único que vio fue a los mozos que empujaban tranquilamente los carretones cargados con las maletas ajenos a la histeria de los pasajeros. Era caótico, pero era un caos normal. Eso era una buena señal, ¿no? El chófer la miró.
– ¿Todo en orden, señora Archer? ¿Se encuentra bien? -La palidez de Sidney había aumentado en los últimos segundos-. Tengo Tylenol en la limusina. Se recuperará de inmediato. Yo también me mareo en los aviones. Todo ese aire reciclado. En cuanto respire un poco de aire fresco se le pasará. Eso si se puede llamar fresco al aire de Nueva York.
Sonrió, pero su sonrisa desapareció en el acto cuando Sidney se alejó a la carrera.
– ¿Señora Archer? -Fue tras ella.
Sidney había abordado a una mujer de uniforme cuyas placas e insignias la identificaban como empleada de American Airlines, y sólo tardó unos segundos en formularle sus preguntas. La joven le miró asombrada.
– No tengo ninguna noticia -respondió la empleada en voz baja para no alarmar a los transeúntes-. ¿Quién se lo dijo? -La mujer sonrió al escuchar la respuesta de Sidney. El chófer se había reunido con ellas-. Acabo de salir de una reunión informativa, señora. Si algo así le hubiera ocurrido a uno de nuestros aparatos, lo sabríamos. Confíe en mí.
– Pero ¿y si acabara de pasar? Quiero decir… -La voz de Sidney comenzó a subir de tono.
– Señora, no ha pasado nada. De verdad. No hay nada de qué preocuparse. Volar es la forma más segura de viajar.
La mujer estrechó con fuerza la mano de Sidney, miró al chófer con una sonrisa de ánimo y se marchó.
Sidney se quedó quieta durante unos momentos con la mirada puesta en la mujer que se alejaba. Después inspiró con fuerza, echó una ojeada a su alrededor y sacudió la cabeza desconsolada. Caminó una vez más hacia la salida al tiempo que miraba al chófer como si le viera por primera vez.
– ¿Cómo se llama?
– Tom, Tom Richards. La gente me llama Tommy.
– Tommy, ¿hace mucho que está aquí?
– Una media hora. Me gusta llegar temprano. Los pasajeros no quieren tener problemas de transporte y yo se lo evito si puedo.
Llegaron a la salida y un viento helado azotó el rostro de Sidney. Por un momento se tambaleó y Tommy la cogió de un brazo.
– Señora, no tiene buena cara. ¿Quiere que la lleve al médico?
Sidney recuperó el equilibrio.
– Estoy bien. Vamos al coche.
El chófer se encogió de hombros y Sidney le siguió hasta la resplandeciente limusina negra. Tommy le abrió la puerta.
Sidney se recostó en el asiento y realizó varias inspiraciones profundas. Tommy se sentó al volante y arrancó el motor.
– Perdone -dijo mientras miraba a la pasajera por el espejo retrovisor. No quiero ser pesado, pero ¿está segura de que se encuentra bien?
– Estoy bien, gracias -contestó con una sonrisa forzada.
Volvió a inspirar muy hondo, se desabrochó el abrigo, se alisó la falda y cruzó las piernas. En el interior del coche hacía mucho calor y después del frío que acababa de pasar, la verdad era que no se encontraba muy bien. Miró la nuca del chófer.
– Tommy, ¿ha escuchado algún comentario sobre algún accidente de avión? ¿Mientras esperaba en el aeropuerto, o en las noticias?
– ¿Accidente? -Tommy enarcó las cejas-. No he escuchado nada. Y llevo escuchando la radio toda la mañana. ¿Quién dice que se ha estrellado un avión? Eso es una locura. Tengo amigos en casi todas las líneas aéreas. Me lo hubiesen dicho.
La miró con desconfianza, como si de pronto no estuviese muy seguro de la cordura de la pasajera.
Sidney no respondió sino que se arrellanó en el asiento. Cogió el teléfono móvil del coche y marcó el número de las oficinas locales de Tylery Stone. Miró la hora. Era temprano. La reunión estaba fijada para las once. Maldijo en silencio a George Beard. Sabía que las posibilidades de que su marido hubiese sufrido un accidente aéreo eran de una entre varios millones, un supuesto accidente del que, hasta el momento, sólo un viejo aterrorizado parecía tener conocimiento. Sacudió la cabeza y sonrió. Todo el asunto era absurdo. Jason estaría trabajando en su ordenador portátil después de comer y tomar una segunda taza de café, o, lo más probable, mirando la película. Seguramente, el mensáfono de su marido dormía el sueño de los justos en la mesita de noche. Le metería una bronca cuando él volviera a casa. Jason se reiría de ella cuando le contara la historia. Pero eso sería estupendo. Ahora mismo se moría de ganas por escuchar esa risa.
– Soy Sidney -dijo por el teléfono-. Dile a Paul y a Harold que voy de camino. -Miró a través de la ventanilla el tráfico fluido-. Tardaré media hora, treinta y cinco minutos como máximo.
Guardó el teléfono y miró una vez más a través de la ventanilla. Los negros nubarrones presagiaban lluvia, e incluso el pesado Lincoln se sacudía con las rachas de viento mientras cruzaban el puente sobre el East River en su camino hacia Manhattan. Tommy la miró por el espejo retrovisor.
– Anuncian para hoy fuertes nevadas. Me parece una tontería. Ya ni me acuerdo desde cuándo los tipos del tiempo no aciertan un pronóstico. Pero si esta vez lo hacen, tendrá problemas para el viaje de regreso, señora. Ahora les ha dado por cerrar La Guardia en cuanto caen cuatro copos.
Sidney continuó mirando por la ventanilla, donde la multitud de rascacielos que formaban el famoso perfil urbano de Manhattan llenaba el horizonte. Los sólidos e imponentes edificios que se alzaban hacia el cielo le infundieron nuevos ánimos. En su imaginación veía el árbol de Navidad blanco que presidía la fiesta desde un rincón de la sala, el calor del fuego en el hogar, el contacto con el brazo de su marido que la rodeaba, la cabeza apoyada en su hombro. Y, lo mejor de todo, los ojos brillantes y encantados de su hijita. Pobre George Beard. Tendría que renunciar a esas juntas directivas. Era obvio que ya no tenía edad para aquellos trotes. Se dijo a sí misma que la fantástica historia no le habría afectado en lo más mínimo si su marido no hubiera volado hoy.
Miró a través del parabrisas y se relajó un poco.
– En realidad, Tommy, creo que a la vuelta tomaré el tren.