Gamble interrumpió a Rowe sin contemplaciones.
– Caray, ¿es que el presidente de la compañía no puede pedirle a un empleado un informe? ¿Y por qué se ha tomado unos días libres cuando el asunto de CyberCom está que arde? -Miró bruscamente a Sidney-. No diré que me agrada tener a marido y mujer metidos en la misma adquisición, pero resulta que usted es la abogada más experta en el tema que conozco.
– Muchas gracias.
– No me dé las gracias porque este trato todavía no está cerrado. -Gamble se sentó y le dio una larga chupada al puro-. Llamemos a su marido. ¿Está en casa?
Sidney parpadeó varias veces y se acomodó mejor en la silla.
– Creo que en estos momentos no está.
– ¿Y cuándo estará? -preguntó Gamble, que miró su reloj.
– No estoy muy segura. -Se acarició distraída una ceja-. Lo llamé cuando hicimos el último descanso y no estaba.
– Bueno, lo intentaremos de nuevo.
Sidney lo miró. De pronto se sintió muy sola en la enorme sala. Suspiró para sus adentros y le entregó el mando a distancia a Paul Brophy, el joven abogado que trabajaba en la oficina de Nueva York. «Maldita sea, Jason -pensó-. Espero que tengas el nuevo trabajo bien amarrado porque por lo que se ve vamos a necesitarlo, cariño.»
Se abrió la puerta de la sala y una secretaria asomó la cabeza.
– Señora Archer, lamento interrumpir, pero ¿tiene algún problema con su billete de avión?
– No que yo sepa, Jan -respondió Sidney, intrigada-. ¿Por qué?
– Alguien de la compañía está al teléfono y quiere hablar con usted.
Sidney abrió el maletín, sacó el billete y le echó una ojeada. Miró a Jan.
– Es un billete abierto para el puente aéreo. ¿Por qué me llaman?
– ¿Podemos continuar con la reunión? -gritó Gamble.
Jan carraspeó, miró preocupada a Nathan Gamble y volvió a dirigirse a Sidney.
– La persona que llama insiste en hablar con usted. Quizá se han visto obligados a cancelar todos los vuelos. Nieva sin parar desde hace tres horas.
Sidney recogió otro mando a distancia y apretó un botón. Las cortinas automáticas que cubrían el ventanal se abrieron lentamente.
– ¡Vaya! -exclamó Sidney, desconsolada. Contempló cómo caían los gruesos copos de nieve. La nevada era tan fuerte que no se veían los edificios al otro lado de la calle.
– Todavía tenemos un apartamento en el Park, Sid, si tienes que quedarte y pasar la noche -dijo Paul Brophy, y añadió con una expresión ilusionada-: Quizá podríamos ir a cenar.
– No puedo -contestó ella sin mirarle.
Se sentó con un gesto de cansancio. Estuvo a punto de decir que Jason no se encontraba en la ciudad pero se contuvo. Sidney pensó deprisa. Era obvio que Gamble no lo dejaría pasar. Tendría que llamar a casa, confirmar lo que ya sabía: que Jason no estaba allí. Podrían irse todos a cenar y ella aprovechar la ocasión para llamar a Los Ángeles, empezando con las oficinas de AllegraPort. Ellos localizarían a Jason, él respondería a las preguntas de Gamble y, con un poco de suerte, ella y su marido se librarían con el orgullo un poco magullado y un principio de úlcera. Si los aeropuertos estaban cerrados, podía tomar el último tren expreso. Calculó rápidamente lo que tardaría en llegar. Tendría que llamar a la guardería. Karen podía llevarse a Amy a su casa. En el peor de los casos, Amy podía quedarse a dormir con la maestra. Esta pesadilla logística reforzó todavía más el anhelo de Sidney de disfrutar de una vida más sencilla.
– Señora Archer, ¿acepta la llamada?
La voz de la secretaria la devolvió a la realidad.
– Lo siento, Jan, pásamela aquí. Y, Jan, a ver si puedes conseguirme un pasaje en el último expreso, por si han cerrado La Guardia.
– Sí, señora.
Jan cerró la puerta, y un par de segundos después una luz roja se encendió en el teléfono que Sidney tenía delante.
Paul Brophy sacó la cinta de vídeo y volvió a encender la televisión. Las voces en la pantalla resonaron en la sala. El abogado apretó el botón de sonido mudo que tiene el mando a distancia y entonces se hizo el silencio.
Sidney se apoyó el auricular contra la oreja.
– Soy Sidney Archer. ¿En qué puedo ayudarle?
La voz de la mujer que llamaba era un poco vacilante, pero con una calma extraña.
– Me llamo Linda Freeman. Soy de Western Airlines, señora Archer. Su oficina en Washington me dio este número.
– ¿Western? Tiene que ser un error. Tengo billete en USAir. En elpuente aéreo de Nueva York a Washington. -Sidney meneó la cabeza. Un error estúpido. Como si ya no tuviera bastantes problemas.
– Señora Archer, necesito confirmar si es usted la esposa de Jason W. Archer, con domicilio en el 611 Morgan Lañe, Jefferson County, Virginia.
El tono de Sidney denunció su confusión; sin embargo, la respuesta fue automática.
– Sí.
En cuanto lo dijo, se le heló todo el cuerpo.
– ¡Oh, Dios mío! -La voz de Paul Brophy resonó en la sala.
Sidney se volvió para mirarle. Todos tenían los ojos fijos en el televisor. Sidney se giró lentamente. No vio las palabras «Boletín especial de noticias» que se encendían y apagaban en la parte superior de la pantalla, o los subtítulos para sordos que aparecían en la parte inferior mientras el reportero narraba el trágico suceso desde el lugar de los hechos. Su mirada estaba clavada en la masa de chatarra ennegrecida y humeante que había sido uno de los aviones de la flota de Western Airlines. La cara de George Beard apareció en su mente. Volvió a escuchar la voz baja y confidencial. «Ha habido un accidente aéreo.»
La voz en el teléfono reclamó su atención.
– Señora Archer, lamento decirle que uno de nuestros aviones ha sufrido un accidente.
Sidney Archer no escuchó nada más. Bajó la mano muy despacio. Abrió los dedos sin darse cuenta y el auricular cayó sobre la alfombra.
En el exterior, la nieve continuaba cayendo con tanta fuerza que recordaba la lluvia de confeti en los famosos desfiles de la ciudad. El viento helado sacudió los cristales del ventanal mientras Sidney Archer contemplaba incrédula el cráter que contenía los restos del vuelo 3223.
Capítulo 8
Un hombre de pelo oscuro, con un hoyuelo en la barbilla y mejillas rubicundas, vestido con un traje elegante y que se presentó a sí mismo con el nombre de William, recibió a Jason Archer a la salida del aeropuerto de Seattle. Ambos intercambiaron un par de frases compuestas con palabras en apariencia arbitrarias. Intercambiado el santo y seña los dos hombres se alejaron juntos. Mientras William iba a buscar el coche, Jason aprovechó la oportunidad para echar un sobre acolchado en el buzón de correos instalado a la derecha de la salida. En el sobre iba la copia del disquete que él había hecho antes de salir de su casa.
Jason fue escoltado rápidamente hasta una limusina que había aparcada junto al bordillo a una señal de William. En el interior del coche, William le presentó las credenciales donde figuraba su nombre verdadero: Anthony DePazza. Charlaron unos momentos mientras se acomodaban en los mullidos asientos. Conducía el coche otro hombre vestido de marrón. Durante el viaje, DePazza le dijo a Jason que ya podía quitarse la peluca y el bigote, cosa que él hizo de inmediato.
Jason mantenía la cartera sobre las rodillas. De vez en cuando, DePazza le echaba una ojeada y después continuaba mirando a través de la ventanilla. Si Jason se hubiera fijado con un poco más de atención, habría visto el bulto y el ocasional destello metálico debajo de la chaqueta de DePazza. La pistola Glock M17 del calibre 9 mm era un arma terrible. El conductor llevaba la misma pistola. Sin embargo, aunque Jason hubiese visto las armas no se hubiera sorprendido; daba por hecho que irían armados.
La limusina dejó atrás Puget Sound y siguió en dirección al este. Jason miró a través de la ventanilla oscura. Estaba nublado, y las gotas de lluvia se estrellaban contra los cristales. Aunque sus conocimientos meteorológicos no eran muchos, Jason sabía que éste era el clima habitual de Seattle.