El coche del señor Trudeau era un Bentley negro que conducía un chófer negro llamado Toliver, que aseguraba ser jamaicano, aunque su documentación levantaba tantas sospechas como su forzado acento caribeño. Toliver llevaba una década a las órdenes del señor Trudeau, por lo que le resultaba fácil adivinar su estado de ánimo. Y este era uno de los peores, decidió Toliver sin vacilar a medida que se adentraban en el denso tráfico de la FDR en dirección al extremo del centro de la ciudad. Había percibido con claridad la primera señal cuando el señor Trudeau había cerrado la puerta trasera del coche con un portazo antes de que un solícito Toliver pudiera cumplir con sus deberes.
Había observado que su jefe podía tener los nervios de acero en la sala de juntas. Imperturbable, decidido, calculador, entre otras cosas, pero en la soledad del asiento trasero, incluso con la intimidad que proporcionaba la ventanilla que los separaba subida hasta arriba, a menudo afloraba su verdadero carácter. Ese hombre era un intolerante al que no le gustaba perder, con un ego que no le cabía en el cuerpo.
Y estaba claro que esta vez había perdido. Estaba al teléfono, y aunque no gritaba, tampoco hablaba en susurros. Las acciones se vendrían a pique. Los abogados eran unos majaderos. Todos le habían mentido. Control de daños. Toliver solo captaba fragmentos de lo que decía, pero era evidente que fuera lo que fuese que hubiera ocurrido allí, en Mississippi, había sido desastroso.
Su jefe tenía sesenta y un años y, según la revista Forbes, poseía una fortuna neta de cerca de dos mil millones de dólares. Toliver solía preguntarse dónde estaba el límite. ¿ Qué iba a hacer con otro millar de millones y luego con otro más? ¿Para qué trabajaba tan duro cuando tenía más de lo que nunca podría gastar? Casas, aviones privados, esposas, barcos, coches Bentley, todos los caprichos que un hombre blanco pudiera desear.
Sin embargo, Toliver sabía la verdad: ninguna cantidad de dinero podía satisfacer al señor Trudeau. En la ciudad había hombres más ricos que él y Trudeau estaba dejándose la piel para darles alcance.
Toliver dobló hacia el oeste en la Sesenta y tres y avanzó lentamente hacia la Quinta, donde giró bruscamente para quedarse frente a unas enormes puertas de hierro que se abrieron con rapidez. El Bentley desapareció bajo tierra, donde se detuvo junto a un guardia de seguridad a la espera, que abrió la puerta de atrás.
– Solo tardaré una hora -masculló el señor Trudeau hacia donde suponía que estaba Toliver, y desapareció llevando un par de pesados maletines.
El ascensor subió dieciséis pisos a toda velocidad, hasta lo más alto, donde el señor y la señora Trudeau vivían en medio del lujo y el esplendor. Su ático ocupaba las dos plantas superiores y muchos de sus gigantescos ventanales daban a Central Park. Lo habían comprado por veintiocho millones de dólares poco después de su memorable boda, seis años atrás, y luego habían invertido otros diez millones en acondicionarlo hasta conseguir un hogar digno de una revista de diseño. Entre los gastos generales se contaba el sueldo de dos empleadas domésticas, un cocinero, un mayordomo, los ayudantes de uno y de otro, una niñera como mínimo y, por descontado, la secretaria personal indispensable que organizaba la agenda de la señora Trudeau y se encargaba de que llegara a la hora a la comida.
Uno de los ayudantes recogió los maletines y el abrigo al vuelo cuando se los lanzó. El señor Trudeau subió la escalera, en dirección al dormitorio principal, en busca de su esposa. En realidad no había nada que le apeteciera menos en esos momentos que verla, pero se suponía que debían mantener sus pequeños rituales. Ella estaba en su vestidor; dos peluqueros, uno a cada lado, trabajaban febrilmente su cabello rubio y lacio.
– Hola, cariño -la saludó él con diligencia, principalmente para guardar las formas delante de los peluqueros, dos jóvenes que no parecían intimidados en lo más mínimo por el hecho de que ella estuviera prácticamente desnuda.
– ¿Te gusta el peinado? -preguntó Brianna, con la mirada clavada en el espejo, mientras los jóvenes le cepillaban y modelaban el cabello sin dejar las manos quietas ni un solo segundo.
Ni un «¿Qué tal te ha ido el día?», ni un «Hola, cariño», ni un «¿Qué ha pasado con el juicio?», sino un simple «¿Te gusta el peinado?».
– Precioso -contestó él, alejándose.
Una vez cumplido el ritual era libre de irse y dejarla con sus cuidadores. Se detuvo junto al lecho gigantesco y echó un vistazo al vestido de noche de su mujer, un Valentino, del que ella ya le había hablado. Era de color rojo intenso con un escote muy profundo que podía cubrir, o no lo suficiente, sus fantásticos pechos nuevos. Era corto, de una tela muy fina, seguramente no pesaba más de cincuenta gramos y probablemente debía de costar unos veinticinco mil dólares como mínimo. Era una talla 36, lo que significaba que cubriría y colgaría de su escuálido cuerpo lo justo para que las demás anoréxicas de la fiesta babearan con fingida admiración ante su supuesta «buena forma». Sinceramente, Carl estaba empezando a cansarse de las rutinas obsesivas de su esposa: una hora al día con el entrenador (trescientos dólares), una hora de yoga téte-a-téte (trescientos dólares), una hora diaria con un nutricionista (doscientos dólares), y todo con el objetivo de quemar hasta la última célula de grasa que le quedara en el cuerpo y mantener su peso entre los cuarenta y los cuarenta y cinco kilos. Nunca se negaba a mantener relaciones -formaba parte del trato-, pero a Carl últimamente le preocupaba que le clavara el hueso de la cadera o que la aplastara si se le echaba encima. Su mujer tenía treinta y un años, pero él ya había detectado un par de arruguitas justo sobre la nariz. La cirugía podía solucionar los problemas, pero ¿acaso no sería ese el precio por seguir una dieta tan extrema?
Tenía cosas más importantes de las que preocuparse. Una esposa joven y deslumbrante solo era una parte de su imagen y Brianna Trudeau todavía podía hacer detener el tráfico.
Tenían una hija, un vástago al que Carl podría haber renunciado sin esfuerzo. Él ya tenía seis por su parte, más que suficientes, a su entender. Tres eran mayores que Brianna, pero ella había insistido en tener uno, por razones obvias. Un hijo significaba seguridad, y puesto que se había casado con un hombre al que le gustaban las mujeres y adoraba la institución del matrimonio, un hijo representaba la familia, lazos, raíces y, de más está decirlo, complicaciones legales en el caso de que las cosas se pusieran feas. Un hijo era la protección que toda esposa trofeo necesitaba.
Brianna dio a luz a una niña y escogió el espantoso nombre de Sadler MacGregor Trudeau. MacGregor por ser el apellido de soltera de Brianna, y Sadler porque le había dado por ahí. Al principio aseguraba que Sadler había sido un pariente escocés algo pendenciero, pero abandonó esa historia cuando Carl tropezó con un libro de nombres de bebés. En realidad a él no le importaba. La niña era suya porque compartían el mismo ADN, nada más. Ya había probado el papel de padre con parejas anteriores y había fracasado estrepitosamente.
Sadler tenía ahora cinco años y sus padres prácticamente la habían abandonado. Brianna, en su momento tan heroica en sus esfuerzos por convertirse en madre, había perdido rápidamente el interés en la maternidad y había delegado sus obligaciones en una serie de niñeras. La actual era una joven y recia chica rusa cuyos papeles eran tan dudosos como los de Toliver. En esos momentos, Carl no recordaba su nombre. Brianna la había contratado y estaba entusiasmada porque la joven hablaba ruso y tal vez se lo contagiaría a Sadler.
– ¿Qué lengua esperas que hable? -le había preguntado Carl.
Brianna no había sabido qué responder.
Carl entró en el cuarto de juegos, se abalanzó sobre la niña como si no pudiera esperar para verla, la abrazó, la besó, le preguntó qué talle había ido el día y al cabo de pocos minutos emprendió una digna retirada hacia su despacho, donde cogió el teléfono y empezó a gritar a Bobby Ratzlaff.