Tras varias llamadas infructuosas, se duchó, se secó su cabello perfectamente teñido, canoso, y se enfundó su nuevo esmoquin de Armani. La cinturilla le iba un poco ajustada, tal vez necesitaba una 44, una talla más que en los tiempos en los que Brianna lo acechaba por el ático. A medida que se vestía, maldijo la velada que le esperaba, la fiesta y la gente a la que tendría que ver. Todos lo sabrían. En esos momentos, la noticia corría como la pólvora en el mundo de los negocios. Los teléfonos no dejaban de sonar y sus rivales se reían a mandíbula batiente, regodeándose con la desgracia de Krane. Internet estaba colapsado con las últimas noticias procedentes de Mississippi.

Si se hubiera tratado de cualquier otra fiesta, él, el gran Carl Trudeau, simplemente se habría excusado aduciendo una indisposición. Siempre hacía lo que le venía en gana y si decidía saltarse una fiesta sin miramientos en el último minuto, pues ¿qué coño?, lo hacía y punto. Sin embargo, no se trataba de un acto cualquiera.

Brianna se había abierto camino hasta el consejo de dirección del Museo de Arte Abstracto y esa noche se celebraba la fiesta del año. Habría vestidos de alta costura, abdominoplastias, pechos retocados y firmes, barbillas nuevas, bronceados perfectos, diamantes, champán, foie gras, caviar, una cena ofrecida por un chef de renombre, una subasta para los jugadores suplentes y otra para los titulares. Sin embargo, lo más importante de todo era que habría montañas de cámaras, suficientes para convencer a los invitados de altura que ellos y solo ellos eran el centro del mundo. Nada que envidiar a la noche de los Oscar.

El plato fuerte de la noche, al menos para algunos, sería la subasta de una obra de arte. Todos los años, el comité encargaba a un pintor o escultor «emergente» la creación de una obra para la ocasión y por lo general solían desembolsar más de un millón de dólares por el resultado. La pintura del año anterior había sido una visión desconcertante de un cerebro humano después de recibir un disparo, y se había vendido por seis millones. La obra de ese año era una triste pila de arcilla negra con varillas de bronce que se alzaban para dibujar vagamente la silueta de una joven. Llevaba el sorprendente título de Abused I melda y se habría muerto de asco en una galería de Duluth si no fuera por el escultor, un torturado genio argentino del que se rumoreaba que estaba al borde del suicidio, un triste destino que doblaría al instante el valor de sus creaciones, algo que no se le había pasado por alto a los espabilados inversores en arte neoyorquinos. Brianna había dejado folletos por todo el ático y había ido lanzando indirectas con las que daba a entender que Abused Imelda quedaría sensacional en el vestíbulo, justo delante de la entrada del ascensor.

Carl sabía que se esperaba de él que comprara ese maldito cachivache y rezaba para que a nadie más le diera por pujar. Además, si al final acababa siendo su dueño, contaba con que el suicidio no se hiciera esperar.

Valentino y ella salieron del vestidor. Los peluqueros se habían ido y Brianna consiguió meterse en el vestido y ponerse las joyas ella sola.

– Deslumbrante -dijo Carl, y no mentía.

A pesar de que se le marcaban todos los huesos, seguía siendo una mujer muy bella. Su pelo tenía prácticamente el mismo aspecto que cuando lo había visto a las seis de la mañana al ir a despedirse con un beso, mientras ella daba sorbos al café. Ahora, mil dólares después, apenas sabía apreciar la diferencia.

En fin, conocía muy bien el precio de los trofeos. El contrato prematrimonial le concedía a Brianna cien mil dólares al mes para sus gastos mientras estuvieran casados y veinte millones cuando rompieran. También se quedaba con Sadler, aunque el padre tenía libre derecho de visita, si así lo quería.

– Vaya por Dios, se me ha olvidado darle un beso a Sadler -comentó Brianna ya en el Bentley, mientras enfilaban la Quinta Avenida después de salir apresuradamente del aparcamiento subterráneo-. ¿Qué clase de madre soy?

– Estará bien -contestó Carl, a quien también se le había pasado por alto despedirse de su hija.

– Me siento fatal -insistió Brianna, fingiendo contrariedad.

Llevaba abierto el largo abrigo negro de Prada, de modo que sus fabulosas piernas dominaban el asiento trasero. Todo era piernas, desde el suelo a las axilas. Piernas sin adornos de medias, ropa, ni nada. Piernas para Carl, para que las observara, admirara, tocara y acariciara. A Brianna ni siquiera le importaba si Toliver echaba un vistazo. Estaba en exposición, como SIempre.

Carllas acarició porque eran bonitas, pero le habría gustado decir algo como: «Están empezando a parecer palos de escoba».

Lo dejó pasar.

– ¿ Se sabe algo del juicio? -preguntó Brianna al fin.

– El jurado nos ha dejado fuera de combate -contestó.

– Lo siento.

– No pasa nada.

– ¿Cuánto?

– Cuarenta y un millones.

– Paletos ignorantes.

Carl apenas le había contado nada del misterioso y complejo mundo del Trudeau Group. Brianna tenía sus fiestas de beneficencia, sus causas, comidas y entrenadores, y eso la mantenía ocupada. Carl no quería, ni toleraba, que se le hicieran demasiadas preguntas.

Brianna lo había consultado en internet y sabía exactamente qué había decidido el jurado. Sabía lo que los abogados opinaban sobre la apelación y también que las acciones de Krane sufrirían un gran revés a primera hora de la mañana siguiente. Llevaba a cabo sus investigaciones y mantenía sus descubrimientos en secreto. Era guapa y delgada, pero no era tonta. Carl volvía a hablar por teléfono.

El edificio del MuAb se encontraba a unas cuantas manzanas hacia el sur, entre la Quinta y Madison. A medida que iban acercándose, empezaron a ver los destellos de cientos de cámaras disparándose sin cesar. Brianna se animó, se tocó sus perfectos abdominales y se recompuso sus últimas adquisiciones para que llamaran más la atención.

– Dios, cómo odio a esa gente -dijo.

– ¿A quién?

– A todos esos fotógrafos.

Carl se rió por lo bajo ante aquella flagrante mentira. El coche se detuvo y uno de los encargados, ataviado con un esmoquin, abrió la puerta al tiempo que las cámaras se abalanzaban sobre el Bentley negro. El gran Carl Trudeau salió con semblante serio, seguido por las piernas. Brianna sabía exactamente cómo dar a los fotógrafos lo que querían y, por ende, a las páginas de sociedad, incluso, tal vez, a un par de revistas de moda: kilómetros de piel sensual sin llegar a revelarlo todo. El pie derecho fue el primero en tocar el suelo, calzado con unos Jimmy Chao a cien dólares el dedo, y al tiempo que giraba en redondo como una experta, se abrió el abrigo y Valentino colaboró para que todo el mundo viera los verdaderos beneficios que reportaba ser millonario y poseer un trofeo.

Atravesaron la alfombra roja con los brazos entrelazados, haciendo caso omiso de un puñado de periodistas, uno de los cuales tuvo la audacia de gritar: «Eh, Carl, ¿ algún comentario sobre el veredicto de Mississippi?». Carl no lo oyó, o fingió no haberlo oído; sin embargo, aceleró el paso ligeramente y al cabo de unos instantes ya habían entrado para lidiar en una plaza tal vez menos peligrosa. Eso esperaba. Los recibieron gente contratada para atender a los invitados; se llevaron sus abrigos; les sonrieron, aparecieron fotógrafos más cordiales; encontraron a viejos amigos y en un abrir y cerrar de ojos estaban perdidos en medio de una agradable amalgama de gente rica que fingía disfrutar de su mutua compañía.

Brianna encontró a su alma gemela, otro trofeo anoréxico con el mismo cuerpo excepcional: un esqueleto andante salvo por los pechos desproporcionados. Carl se dirigió derecho al bar y estaba a punto de llegar a la barra cuando prácticamente lo abordó el único gilipollas al que esperaba poder evitar.

– Carl, viejo amigo, he oído que llegan malas noticias desde el sur -lo saludó, con voz atronadora.


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