– En Texas.

– ¡Texas! ¿Y por qué no en Marte?

Trevor se rió.

– ¿Es que no has oído hablar del boom de la construcción en los estados del sur? Allí es donde ahora se mueve el sector, todavía queda superficie edificable. Voy a instalarme en una ciudad pequeña que se llama Chandler, cerca de Dallas. Está creciendo y tengo la intención de capitalizar ese crecimiento.

– Tendrás que pedir un crédito para empezar.

– Me han pagado los atrasos que me debía el ejército.

– Eso no es bastante para fundar una empresa.

Trevor miró fijamente a su padre.

– ¿Cuánto te habría costado pagarme los estudios de abogado en Harvard, papá?

George Rule asintió.

– Cuenta con el dinero -le ofreció una mano a su hijo y éste se la estrechó.

– Gracias.

Por primera vez en su vida adulta, su padre lo abrazó y lo estrechó con fuerza entre los brazos.

Esa noche, más tarde, después de haber recogido sus cosas, Trevor se tendió por última vez en la cama del hospital, pero estaba demasiado emocionado para conciliar el sueño. Tenía una segunda oportunidad en la vida. En la primera no había llegado demasiado lejos, pero en la segunda, la que empezaba a la mañana siguiente, no fallaría. No podía perder más tiempo, tenía una misión.

Alargó un brazo y agarró la caja metálica. Siempre la tenía al alcance de la mano. Los bordes de las cartas estaban deslucidos y las cuartillas tenían un aspecto sobado, con los pliegues marcados en la superficie del papel. Le proporcionaba un gran placer observar los trazos y las curvas de aquella caligrafía femenina. Escogió una carta, y no fue una elección al azar.

… entonces tú tendrás que dejar de ser amigo de Besitos. Por lo que cuentas, es el tipo de hombre que me espanta. Cree que todas las mujeres van a caer rendidas a sus pies, ¿no? A pesar de que dices que es guapísimo, estoy segura de que a mino me gustaría…

Trevor dobló la carta con cuidado y volvió a meterla en su sobre. Tardó mucho en quedarse dormido.

Era preciosa.

La había visto varias veces en las últimas semanas, pero nunca tan cerca ni tanto rato seguido. Era un privilegio poder estudiarla con atención.

Tardaría más de mil años en describir su color de pelo. «Rubio» no bastaba, porque tenía unos mechones rojizos, pero tampoco se podía decir que fuera pelirroja. «Rubio rojizo» tenía una connotación dulce, casi insípida. Y Kyla Stroud no era nada insípida. Irradiaba energía y luz como un rayo de sol.

Aquel pelo indescriptible lo llevaba recogido con descuido en una coleta. Las puntas se rizaban, como los mechones sueltos que enmarcaban su cara.

Y qué cara… Ovalada, con la barbilla delicada y unas cejas que enmarcaban los ojos, enormes. La frente era despejada, de piel suave, y denotaba inteligencia. La forma de su boca era irresistible. Las mejillas tenían un rubor suave, como melocotones maduros.

Llevaba unos pantalones de color tabaco, blusa de algodón a rayas con las mangas enrolladas a la altura de los codos y un jersey por los hombros. Tenía un aspecto aseado, limpio.

Era… era…, bueno, era perfecta.

Le gustaba cómo le hablaba al niño, como si éste pudiera entender sus palabras. Y tal vez fuera así, porque cuando ella sonreía, el pequeño también lo hacía. Parecían ajenos a la multitud que abarrotaba el centro comercial, como si no los perturbara el gentío que abarrotaba las tiendas y los puestos esa tarde de sábado.

En uno de esos puestos ella había comprado un helado. Con una habilidad milagrosa había agarrado el cono de barquillo en un mano mientras con la otra empujaba el cochecito del niño a través del gentío hasta un banco. Allí había ayudado al niño a bajarse, aunque éste no necesitaba que lo convencieran.

Ahora estaban sentados en el banco y el niño estaba destrozando el helado mientras la madre se reía encantada y, al mismo tiempo, lo regañaba por mancharse de aquella manera. La mano derecha de Kyla sujetaba el helado mientras la izquierda manejaba hábilmente una servilleta.

Cuando el barquillo y la servilleta estuvieron ambos hechos trizas, le dijo algo al niño con cara muy seria, se levantó del banco y fue a tirar los restos en la papelera más próxima.

En cuanto se dio media vuelta, el pequeño se deslizó al suelo y echó a correr por el pasillo del centro comercial tan deprisa como le permitían sus piernas cortas y torpes. Se dirigía hacia la fuente. En el centro de ésta, un surtidor lanzaba chorros de agua hacia el techo de vidrio que dejaba ver el cielo. Alrededor del surtidor había un estanque de unos sesenta centímetros de profundidad.

Trevor, que había estado observándolos apoyado indolentemente contra una pared, recostado sobre un hombro, se enderezó de manera instintiva. Por un instante, apartó los ojos del niño para localizar a Kyla, que en ese momento se giraba junto a la papelera y descubría la ausencia de su hijo. Incluso desde esa distancia, pudo ver la expresión de pánico que sólo puede esbozar una madre.

Sin pensar, Trevor empezó a abrirse paso entre el gentío en dirección a la fuente. El niño estaba ya subiéndose al borde e inclinándose hacia el agua.

– Ay, Dios -murmuró Trevor en el momento en que empujaba a un hombre que fumaba en pipa. Caminó más deprisa y llegó hasta el borde, pero no a tiempo. Vio cómo el niño lo saltaba y se caía al agua.

Varios de los presentes se dieron cuenta de lo que ocurría, pero Trevor fue el primero en reaccionar. Pasó la pierna por encima del borde y entró en el estanque, agarró al niño y lo sacó del agua.

– ¡Aaron! -Kyla, frenética, se abría paso entre la multitud.

Aaron, farfullando y escupiendo un poco de agua, miraba con curiosidad al hombre que lo sujetaba. Aparentemente, dio su aprobación a su salvador, pues sonrió y, al hacerlo, aparecieron dos filas de dientes infantiles. Dijo algo que podía ser «agua».

Trevor salió de la fuente chorreando agua. Los curiosos se retiraron para dejarle sitio.

– ¿Está bien?

– ¿Qué ha pasado?

– ¿Dónde está la madre?

– ¿No había nadie vigilándolo?

– Algunos padres dejan a los niños a su aire.

– Por favor, por favor -Kyla se abría paso a codazos entre los curiosos-. ¡Aaron, Aaron! -agarró a su hijo, se lo quitó a Trevor de los brazos y lo achuchó contra su pecho con fuerza, sin darse cuenta de lo mojado que estaba-. Hijo mío, ¿estás bien? Le has dado un susto a mamá. Ay, Dios mío.

En el momento en que Aaron notó la angustia de su madre, su aventura se transformó en un trauma. Empezó a temblarle el labio inferior, los ojos se le llenaron de lágrimas y los músculos de la cara se contrajeron. Abriendo mucho la boca, se echó a llorar.

– ¿Qué te duele?, ¿qué te duele? -preguntaba Kyla, frenética.

– Venga, vamos a salir de aquí. Por favor, déjennos pasar. Está bien, sólo se ha asustado.

Kyla apenas se había dado cuenta de que a su lado había un hombre alto que estaba tratando de ayudarla a salir de allí. Notó que le ponía una mano en la espalda y la empujaba entre la gente hacia un banco que estaba un poco apartado. Estaba tan ocupada intentando averiguar si Aaron tenía alguna herida que no se fijó en su acompañante hasta que se hubieron sentado en el banco. Finalmente, mientras abrazaba contra su pecho a un lloroso Aaron, lo miró.

Su primera impresión fue que era muy alto. No se esperaba el parche negro que le tapaba el ojo izquierdo, pero logró ocultar su sorpresa justo a tiempo.

– Gracias.

– Creo que no le pasa nada. Se ha asustado al ver su reacción.

Ella alzó la barbilla, molesta. Aquel gesto significaba que podía ser terca si se metían con ella. Cuando vio que el comentario no tenía intención crítica, sonrió con contrariedad.

– Tiene razón. Me he puesto muy nerviosa.

Los sollozos de Aaron empezaban a ceder. Ella apartó al niño un poco y, con la mano, le secó las lágrimas de las mejillas redondas y sonrosadas.


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