– Casi me matas del susto, Aaron Stroud -lo regañó. Luego miró a Trevor-. Estaba ahí y, de pronto, desapareció.

Tenía los ojos marrones. Marrones oscuros, aterciopelados. Trevor sentía que podía sumergirse en ellos.

– Se movió como un relámpago -cuando ella lo miró, obviamente sorprendida, él se explicó-: Estaba mirando cómo se comía el helado.

– Ah -no se le ocurrió preguntarle por qué, cuál era la razón de que se hubiera fijado en ellos. Más bien se estaba preguntando qué le habría pasado en el ojo. Era una pena que hubiera perdido un ojo; el otro, el que la miraba, era verde, muy verde, de un verde precioso, rodeado de pestañas negras.

Resplandecía como una esmeralda. Medio consciente de que se había quedado mirándolo fijamente, apartó la vista. Entonces vio que tenía los vaqueros y las botas empapados.

– ¿Tuvo que meterse dentro de la fuente?

Él se rió y se miró las piernas. Los pantalones estaban calados de rodilla para abajo. Apoyó el tacón de la bota mojada en el ángulo y movió el pie a izquierda y derecha.

– Me imagino que sí, no me acuerdo. Estaba pensando en Aaron.

– ¿Cómo sabe su nombre?

El corazón de Trevor se sobresaltó.

– Eh, la he oído llamarlo por ese nombre…

Ella asintió.

– Siento que se haya mojado.

– Ya se secará.

– Pero las botas parecen de las caras.

– No son tan valiosas como Aaron -dio un pellizco en la barbilla al niño. Éste tenía en la boca el jersey de su madre y lo estaba mordisqueando. Mecánicamente, Kyla se lo quitó de la boca y volvió a apoyarlo contra su pecho.

– ¡Dios mío! -exclamó. Como para confirmar lo que ella acababa de pensar, que su blusa también estaba ahora mojada, Aaron estornudó.

– Ahora estamos mojados los tres -dijo su salvador.

Le estaba mirando la pechera de la blusa de un modo que Kyla, más que frío, sentía que se abrasaba. Se puso de pie.

– Gracias otra vez. Adiós -se precipitó hacia una de las salidas con su hijo en brazos.

– ¡Eh, espere!

– ¿Qué pasa?

– ¿No se le olvida algo?

– ¿Qué?

– Pues para empezar su bolso. Y el carrito de Aaron. Están allí, al lado del puesto de los helados.

Kyla se sintió muy estúpida. Movió la cabeza y se rió.

– Todavía estoy…

– Trastornada. Es lógico. Yo se los traeré.

– Ya ha hecho bastante.

– No se preocupe.

Se dirigió en busca de sus pertenencias antes de que ella pudiera impedírselo. Disimuladamente, Kyla echó una ojeada a la pechera de su blusa para ver si la tela húmeda se transparentaba. La alivió un poco darse cuenta de que no era para tanto.

Se apresuró a levantar la vista de nuevo hacia Trevor, que ya volvía. Entonces se dio cuenta de que cojeaba. Era casi imperceptible, pero no cabía duda de que se inclinaba un poco hacia la izquierda. Debía de haber sufrido un accidente terrible para haber perdido un ojo y haberse lesionado de esa manera toda la parte izquierda del cuerpo…

Pero ni siquiera la cojera menoscababa la agilidad de sus movimientos. Para ser un hombre tan alto, se movía con elegancia y tenía los andares confiados de un deportista. Y complexión atlética: los hombros anchos y las caderas estrechas. Tenía el pelo negro azabache, ondulado, y lo llevaba bastante largo, de modo que le cubría la parte superior de la oreja y se le rizaba en la nuca. Kyla se fijó en que las mujeres que se cruzaban con él, giraban la cabeza para mirarlo. A ninguna parecía disgustarle el parche del ojo. En realidad, aumentaba su atractivo de hombre desenvuelto y algo libertino.

Sin embargo, a pesar de ser tan masculino, parecía que le daba igual echarse el bolso al hombro y empujar el carrito por los pasillos del centro comercial hasta donde Aaron y ella lo estaban esperando.

– Gracias otra vez -dijo Kyla mientras evitaba la manita de Aaron, que se proponía atrapar uno de sus pendientes. Extendió el brazo hacia su bolso. Trevor se quitó la correa del hombro, le agarró el brazo y lo introdujo por el hueco de la correa. Luego le colocó ésta sobre el hombro.

«Es tan delicada», pensó él.

«Es tan alto», pensó ella.

Kyla se inclinó e intentó sentar a Aaron en el carrito, pero el niño se negaba. Su cuerpecito robusto estaba más rígido que una tabla, y no podía hacerle doblar las piernas por la fuerza. Aaron empezó a protestar enérgicamente.

– Está cansado -dijo a modo de explicación. El comportamiento indisciplinado de su hijo la hacía sentirse violenta. De nuevo estaban llamando la atención, y los que pasaban cerca y no habían presenciado la escena de la fuente se quedaban mirando con curiosidad al niño empapado hasta los huesos, a la madre con la blusa húmeda y al hombre de los vaqueros mojados.

– ¿Qué le parece si lleva a Aaron en brazos hasta el coche y yo la acompaño para ayudarla con el carrito?

Ella se incorporó con su hijo en brazos.

– No puedo permitirlo. Ya lo he molestado bastante.

Él sonrió. Bajo el bigote aparecieron unos dientes muy rectos y blancos.

– No es ninguna molestia.

– Pero… -protestó ella.

Aquel hombre la ponía nerviosa, aunque no sabría decir con exactitud por qué. Se había mostrado tan atento que cualquiera diría que era un boy scout… No la miraba de manera insinuante; probablemente pensaba que tenía un marido que estaba jugando al golf o arreglando el jardín.

Sin embargo, ella se daba perfecta cuenta de que había reparado en la pechera húmeda de su blusa, y si bien en realidad no podía ver nada, la imagen debía ser muy sugerente, y eso la asustaba.

– Venga, vámonos antes de que Aaron se enfade tanto que ni entre los dos podamos dominarlo.

El niño parecía pesar cada vez más y su mal humor empeoraba por momentos. Se retorcía con desasosiego, pues sin duda la ropa mojada, igual que a ella, lo hacía sentirse incómodo.

– De acuerdo -respondió Kyla, retirándose un mechón de pelo que había caído en manos del niño, cuyos manoteos ella trataba de esquivar-. Me resultaría de gran ayuda.

– ¿Salimos por aquí? -preguntó Trevor, señalando con la cabeza hacia la salida.

Ella parecía incómoda.

– No, la verdad es que he aparcado al otro lado de Penney.

Él podría haber preguntado por qué, si había dejado el coche al otro lado de Penney, se había encaminado hacia aquella salida unos minutos antes como alma que lleva el diablo, pero haciendo gala de caballerosidad, no dijo nada, sino que esperó a que ella corrigiera la dirección de sus pasos y la siguió, empujando el carrito vacío, hacia el otro extremo del centro comercial.

– Por cierto, me llamo Trevor. Trevor Rule -contuvo el aliento mientras buscaba en el rostro de Kyla alguna señal que anunciara que había reconocido el nombre, pero ella no dijo nada y él notó que la tensión de su pecho se relajaba.

– Y yo, Kyla Stroud.

– Encantado de conocerte -señaló con la cabeza a Aaron, el cual había dejado de gimotear ahora que se habían puesto de nuevo en marcha-. Y de conocer a Aaron, claro.

Las sonrisas como la suya deberían estar prohibidas, pensó Kyla. Eran peligrosas para la población femenina. El atractivo de Trevor atravesaba barreras generacionales. Vio a una pandilla de quinceañeras que pasaba por allí y flirteaba abiertamente con él. Varias abuelas volvieron la cabeza para mirarlo. Estuvieran o no acompañadas por un hombre, todas las mujeres se fijaban en Trevor Rule.

No tenía una belleza convencional, no era una cara bonita. Su rostro mostraba algunos surcos. Dos arrugas gemelas bajaban desde las ventanas de la nariz y enmarcaban la boca, que cubría un amplio bigote. Kyla se preguntó por qué estarían tan marcados aquellos surcos. ¿Por el dolor del accidente? Debía de tener treinta y pocos años, más o menos la misma edad de Richard.

Richard. Al pensar en él notó la punzada que ya le resultaba familiar. Si estuviera vivo, estaría allí, con ella, y no habría necesitado que la ayudara un desconocido. Ya había transcurrido más de un año desde su muerte.


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