Hasta podría trabajar en una embajada, pensó Riordan. ¿Y si tuviera inmunidad diplomática?
Bebió un poco más de café.
El segundo sorbo nunca sabía tan bien como el primero.
Joe Lassiter no se había marchado del hospital. Estaba en el tercer piso, siguiendo una línea verde pintada en el suelo que avanzaba en zigzag por los distintos pasillos. Tenía muchas cosas que hacer, muchas, pero antes que nada quería ver al hombre que había matado a Kathy y a Brandon. Un auxiliar le había dicho que la línea verde lo llevaría hasta la unidad de quemados, así que la estaba siguiendo.
A no ser que uno fuera daltónico, los colores eran un buen sustituto para las palabras. No hacía falta saber inglés para seguir una línea pintada en el suelo. Ni siquiera había que estar en su sano juicio. Uno podía estar enfermo, drogado o alucinando o hablar sólo tagalo, y los colores lo llevarían hasta donde quisiera ir.
Lassiter había estado un par de veces en la central de la CIA. Allí usaban el mismo sistema, aunque con un propósito diferente. En la central de la CIA, todo el mundo llevaba una chapa de identificación en la chaqueta del traje. La identificación decía visitante, personal o seguridad e iba acompañada por una franja de color que, en vez de indicar adonde ir, establecía adonde no se podía acceder. Si uno iba andando por un pasillo con una línea roja dibujada en el centro y tenía una franja verde en su identificación, todo el mundo sabía que había rebasado sus límites. «¡Perdone! Creo que se ha equivocado.»
Atravesó un par de puertas de doble hoja siguiendo la línea verde como un autómata. O como un niño de preescolar. Como Brandon. Lassiter recordó una imagen de su sobrino: su intenso gesto de concentración infantil al escribir unas inmensas letras temblorosas con unas ceras. Y otra: Brandon durmiendo, con una sonrisa dibujada en los labios y el cuello abierto de oreja a oreja, como un animal degollado.
Y Kathy. Y las palabras de Tom Truong resonando en su cabeza: «Pequeños cortes en dos manos… Éstas son seguro heridas de defensa.»
Kathy. En la oscuridad. Dormida. Oye algo. No sabe qué es. Un cuchillo desciende hacia ella. Sus manos se levantan en un gesto reflejo…
Lassiter pasó junto a un grupo de enfermeras, pero nadie pareció fijarse en él. No estaba seguro de lo que haría cuando llegara al final de la línea verde; puede que sólo lo mirase.
Y, entonces, ahí estaba. No había mucho que ver. Tan sólo a Sin Nombre al otro lado de una gran ventana rectangular. Al menos, supuso que sería él, pues era el único paciente. Se encontraba conectado a todo tipo de tubos, y las partes de su cuerpo que no le habían vendado estaban cubiertas con un espeso ungüento blanco. Lassiter se había quemado la mano una vez, y el nombre de la sustancia blanca le vino a la cabeza: Silvederma.
Por lo que Lassiter sabía, nadie lo había visto antes de quemarse la cara, así que, verdaderamente, era un hombre Sin Nombre; no tenía descripción posible. ¿Quién era? ¿Por qué lo había hecho? ¿En que estaría pensando ahora mismo?
¿Estaría consciente? Lassiter no podía saberlo. Pero, si lo estaba, quizá pudiera responder a un par de preguntas. Preguntas simples. Lassiter estaba alargando la mano hacia el picaporte cuando un hombre vestido con una bata se asomó desde detrás de un biombo y, con un grito de ira, salió corriendo hacia él.
El médico se quitó la mascarilla de un tirón. Tenía los ojos pequeños y brillantes y unos incisivos que recordaban a una ardilla.
– ¿Es que no me expreso bien? ¡Ya se lo he dicho a su gente! Este entorno está esterilizado.
Lassiter no dijo nada. Tampoco se movió. Se limitó a mirar al médico con tal indiferencia que éste titubeó un momento antes de continuar.
– Esta terminantemente prohibido el paso.
Obviamente, el médico creía que Lassiter era de la policía y a él no se le ocurrió ninguna razón para sacarlo de su error.
– El paciente es sospechoso de cometer un doble homicidio -dijo. -Quisiera hablar con él lo antes posible.
– En este momento mi paciente está sedado. Además, su condición es extremadamente vulnerable a las infecciones -repuso el médico con tono paternalista. -Ya les avisaré cuando esté listo para ser interrogado.
Lassiter asintió.
– Gracias por su ayuda -dijo.
– Y vayan haciéndose a la idea de que eso no será hasta dentro de bastante tiempo.
– ¿Sí? ¿Y eso por qué?
El médico sonrió y se llevó un dedo al cuello.
– Ya se lo he dicho a sus compañeros: hemos tenido que hacerle una traqueotomía.
– ¿Qué quiere decir eso exactamente?
– Quiere decir que no puede hablar.
Lassiter miró a Sin Nombre a través del cristal. Luego volvió a mirar al médico.
– ¿En cuánto tiempo?
El médico se encogió de hombros.
– Mire, detective -dijo con tono exasperado, -todo lo que tienen que hacer es esperar. Antes que nada, las heridas del paciente tienen que ir cicatrizando. Tiene el lado izquierdo de la cara, el cuello y el pecho abrasados, pero saldrá adelante. Y, mientras tanto, le aseguro que no va a ir a ninguna parte. Los mantendremos informados sobre su condición.
– No dejen de hacerlo -dijo Lassiter. Se dio la vuelta y se fue.
Ya de noche, Lassiter se tumbó en el sofá y encendió la televisión. Debía de haber hecho unas cuarenta llamadas. La mitad de las personas con las que había hablado ya habían oído lo ocurrido y querían saber más detalles. Con el tiempo, la mera repetición de los datos consiguió alejarlo del significado de las palabras. Su voz tenía la compostura neutral de un presentador de noticias; era como si estuviera informando sobre alguna cosecha damnificada en algún remoto país.
Las otras llamadas, aquellas en las que la noticia cogía a sus interlocutores por sorpresa, como una bomba que cae de forma inesperada, habían sido mucho peores. Y, fuera cual fuese la reacción de éstos, sólo conseguía aumentar el dolor de Lassiter.
Fue de un canal a otro, aunque le resultaba imposible concentrarse en nada. Estaba demasiado inquieto. No conseguía librarse de la acuciante sensación de que se había olvidado de hacer algo, algo importante. Cogió una cerveza y subió la escalera de caracol que llevaba a la terraza del tercer Piso. La casa estaba encaramada en la ladera de una empinada colina, de tal manera que la terraza quedaba a la altura de las copas de los árboles. Se apoyó en la barandilla y observó el cielo pálido, obstruido, a través de las ramas negras. No había estrellas.
Oyó el teléfono. Primero pensó en no contestar, pero después cambió de opinión.
– ¿Sí?
La voz de Riordan estalló en el auricular.
– ¿Sí? ¿Eso es todo lo que tiene que decir? ¿Sí? ¡Pues váyase a la mierda!
Lassiter miró el auricular.
– ¿Qué? -dijo.
– ¿Cómo que qué? ¿Qué cojones hacía en la unidad de quemados?
– Ah, sólo se trata de eso.
– Le diré de qué se trata. El sospechoso se ha sacado el puto tubo de la garganta.
– ¿Qué?
– Que ha intentado suicidarse -dijo Riordan. -Los médicos me dicen que está tan drogado que no puede ni contar hasta uno, pero él va y se saca el puto tubo de la tráquea. Todavía lo tenía cogido en la mano cuando lo encontraron. Y parece que no quería soltarlo. Casi necesitan unas tenazas para abrirle los dedos.
Lassiter sintió una repentina sensación de pánico. No quería que Sin Nombre muriera. Tenía muchas preguntas, y él era el único que podía responderlas. Además, Sin Nombre era la persona que iba a pagar por su dolor; el objeto de su venganza.
– ¿Está bien? ¿No se estará…?
– No, no. Saldrá de ésta. El que me preocupa es usted. ¿En qué demonios estaba pensando? Tengo un nuevo compañero, ¿sabe? Uno de esos tipos jóvenes recién salidos de la academia. Se pasa el día pensando. Y esta vez ha pensado que tal vez no fuera el sospechoso quien se quitó el tubo. Dadas las circunstancias, estando tan sedado y todo eso, puede que alguien lo ayudara.