– ¿Qué? ¿Es que alguien…?

Riordan lo interrumpió.

– Y entonces el doctor Whozee dice algo sobre el «otro detective» que fue a la unidad de quemados. Y mi compañero dice: «¿Qué otro detective?» Y la descripción no encaja con ninguno de nuestros hombres. De hecho, con quien encaja es con usted.

– Quería verlo -dijo, reconociendo que había sido él.

Riordan se rió con un desagradable carraspeo.

– Claro. Sólo quería echarle un vistazo. Pues déjeme que le diga que no fue una buena idea.

– Ni siquiera llegué a entrar. El médico no me dejó pasar.

– Eso he oído.

– Pues ha oído bien. ¿Cuándo pasó lo del tubo?

– No lo sé. Quizá me lo pueda decir usted. ¿Adónde fue cuando el médico no lo dejó pasar?

– Un momento. ¿Está insinuando que fui yo el que le quitó el tubo? ¿Me está pidiendo una coartada? -Estuvo a punto de colgar. Era inocente y sentía la indignación de los injustamente acusados. -Me vine a casa -dijo. -Y llevo hablando por teléfono desde que llegué.

– Eso se puede comprobar -replicó Riordan.

– Adelante, compruébelo.

– Gracias a usted, no me queda más remedio que hacerlo -contestó Riordan. -Mire, déjeme que le diga algo. No creo que lo hiciera usted, ¿vale? Creo que lo hizo él solo. Eso es lo que pasó. Los médicos comprueban su estado cada diez minutos, hay otro chaval en el pabellón y hay enfermeras por todas partes. No hay más que gente por todas partes; es imposible entrar ahí. Pero usted…, usted es como una bala de cañón que ha perdido el control. Va a la unidad de quemados, se hace pasar por un detective de policía…

– Nunca dije que fuera de la policía. El médico lo…

Riordan hizo caso omiso de su interrupción.

– Y al final me echan la bronca a mí por no haber puesto a un agente vigilando. Algo que, de hecho, ya había solicitado, ¿sabe? Pero como el agente no parecía tener prisa por llegar al hospital… Y ahora tengo que perder el tiempo comprobando sus malditas llamadas. Y si no lo hago, parecerá raro, porque todo el mundo sabe que lo conozco. Y otra cosa: no creo que sólo quisiera verlo. Seguro que tenía la estúpida esperanza de hablar con él.

Lassiter respiró hondo.

– Lo único que nos faltaba -añadió Riordan. -Imagínese que lo consigue y el tipo le abre su corazón. ¿Qué cree que pasaría luego en el juicio? ¿Sabe la que podría montar un buen abogado defensor?

– ¿Por qué iba a querer matarse? -cambió de tema Lassiter.

Riordan suspiró.

– Puede que sintiera remordimientos -repuso Riordan.

– Me pregunto si…

– Hágame un favor -lo volvió a interrumpir Riordan. -No se pregunte nada. No haga nada. Si quiere ayudarme a resolver este caso, manténgase al margen.

La ira de Riordan le estaba empezando a producir dolor de cabeza.

– Me mantendré al margen -manifestó. -Lo haré en cuanto me diga quién ha matado a mi hermana.

– El puto Sin Nombre ha matado a su hermana.

– ¿Y quién es? ¿Y por qué lo ha hecho?

CAPITULO 9

Hacía calor para ser noviembre, casi veintisiete grados. Al caer, las hojas, relucientes como joyas, giraban mecidas por una brisa sofocante, casi tropical. El invierno estaba a punto de llegar, pero hacía tanto calor como en un día de junio. Y eso hacía que el reluciente follaje pareciera fuera de sitio, incluso artificial. Los que habían venido desde fuera de la ciudad sudaban incómodamente en sus prendas de cachemir, de pana o de lana. Incluso Lassiter se sentía un poco mareado. El calor desacostumbrado, la incomodidad de los asistentes, las hojas doblándose en el aire… Era como si estuvieran rodando una película fuera de secuencia y en la temporada equivocada.

Lassiter no podía deshacerse de esa sensación de irrealidad. Hasta los ataúdes parecían formar parte de un decorado. El de Brandon era minúsculo, como para añadir dramatismo a la crueldad de los hechos. El sacerdote de la Iglesia unitaria a la que Kathy acudía últimamente parecía elegido entre varios candidatos para interpretar el papel. Tenía exactamente el ademán de sinceridad que era de esperar y una capacidad innata para mirar fijamente a los ojos y estrechar manos con sentida emoción.

Pero la suya no era una emoción real o, si lo era, no estaba dirigida específicamente a Kathy. El sacerdote sentía una compasión universal, rebosaba compasión por todos lados, y o hacía que su dolor resultara fácil y abstracto. No es que a Lassiter le importara especialmente; la suya era una iglesia concurrida y el sacerdote no conocía realmente a su hermana. Por teléfono, mientras preparaban la misa y el entierro, el sacerdote le había pedido ayuda para «darle un carácter más personal a la ceremonia». Quería saber cómo llamaban a la difunta. ¿La llamaban Kathleen? ¿O la llamaban Kate? ¿O Kath? O Kathy? Quería conocer alguna anécdota de su vida, algo que hiciera que sus familiares y amigos recordaran a la «mujer de carne y hueso».

Ahora, frente a la tumba, las palabras del sacerdote sonaban monótonas, predeciblemente edificantes. Hablaba sobre la tierra sin ataduras que habitaban ahora Kathy y Brandon, sobre el alcance infinito del espíritu. Pero su tía Lillian, el único otro familiar presente, debió de sacar algo en claro de las palabras del sacerdote, porque se acercó a él y le estrechó la mano con fervor.

Lassiter pensó que, de alguna manera, esa sensación extrañamente artificial que tenía lo había acompañado desde el momento en que supo que Kathy había muerto. Al principio pensó que sería una reacción natural ante una muerte inesperada, una especie de shock emocional. Pero allí, de pie en el cementerio, se dio cuenta de que la sensación de irrealidad era tan persistente porque, como casi todo el mundo, había asistido a muchos más funerales cinematográficos que reales. Estaba esperando ese primer plano revelador, o ese plano amplio hasta la verde loma donde una figura misteriosa observa la ceremonia desde lejos, perfilada contra el sol. Un amante presentando sus respetos desde una distancia segura. O un asesino, deleitándose ante la calamidad que había forjado.

Lassiter estaba esperando algo, algo de música o un ángulo especial de la cámara, que pusiera el acontecimiento en perspectiva.

Pero no ocurrió nada. En última instancia, eso era lo que hacía que todo pareciese tan irreal. Faltaba algo, una razón Para las muertes que estaban llorando. Kathy y Brandon no eran víctimas de un acto fortuito de violencia; sus asesinatos sin duda habían sido premeditados. Pero, aun así, nada. La Policía ni siquiera tenía una teoría. Y el hombre que tenía las respuestas había empeorado. Estaba inconsciente, y su condición era crítica. Tenía los pulmones infectados y la piel le supuraba; podrían pasar semanas antes de que fuera posible interrogarlo.

Las personas que rodeaban la tumba tenían un aspecto abatido, cansado. La repentina y brutal muerte de alguien querido las había dejado desconsoladas. En el caso de Brandon, estaba la incrédula tristeza de los padres de media docena de amigos de preescolar. Su profesora, una mujer con el pelo castaño recogido en un moño, se frotaba los ojos. El labio inferior le temblaba. Cerca de ella, un niño pequeño cogía de la mano a su madre, una mujer que llevaba sombrero con velo y gafas de sol.

Habían acudido algunos compañeros de trabajo de la radio pública en la que Kathy trabajaba como productora de programación. Un par de vecinos. Su compañera de habitación de la universidad, que había conducido más de seiscientos kilómetros en deferencia a veinte años de tarjetas de felicitación. Y Murray, el infatigable Murray el ex marido de Kathy. Pero ningún amigo íntimo, porque, realmente, Kathy no tenía amigos íntimos.

Por parte de la familia sólo estaban él y la tía Lillian. Pero la escasa presencia de familiares no se debía al carácter introvertido y difícil de Kathy. Lassiter se sorprendió al darse cuenta de que él y Lillian, la hermana de su padre, de setenta y seis años, eran todo lo que quedaba de dos árboles genealógicos reducidos a la nada.


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