– No lo sé -contestó por fin. -La verdad, no creo que lo comprobáramos. -Le dio otra calada al cigarrillo. -Pero lo haremos.
CAPÍTULO 11
Un par de días después del funeral, Lassiter empezó a volver a poner la radio del coche. Llevaba tiempo sin oírla porque, después de los asesinatos, cada vez que movía el dial intentando encontrar el programa de jazz de la emisora WPFW aparecía alguna noticia sobre el caso de Kathy y Brandon. Realmente, las noticias nunca decían nada nuevo; eran meras descripciones de los hechos que solían incluir alguna breve declaración de Riordan. Incluso así, había algo oscuro, profundamente perturbador, en escuchar los detalles de la catástrofe de la propia familia emitidos en forma de noticia breve entre el programa de Howard Stern y el último parte del tráfico.
«Te lo digo de verdad, Robin. No sabes lo salido que estaba esta mañana… El niño pequeño tenía la garganta cortada de oreja a oreja… Hay retenciones en el tramo exterior del cinturón de circunvalación…»
El primer día que volvió a escucharla oyó una noticia sobre una mujer cuyo cuerpo había sido encontrado en el maletero de un coche aparcado en el aeropuerto National. Un portavoz de la policía decía que la habían encontrado gracias a la extraña ola de calor que estaba sufriendo Washington. Decía que lo que les había llamado la atención era el fuerte olor que salía del vehículo, y que habían conseguido identificar a la mujer. Lassiter esperaba que sus familiares no estuvieran escuchando la radio.
Entonces, las noticias dieron paso al parte del tráfico. «En el cinturón de circunvalación hay que pisar el freno si se va en dirección sur», dijo la voz. «Desde Spout Run hasta el puente Memorial.» En efecto. Lassiter sólo veía luces rojas delante de él.
Casi habían transcurrido dos semanas desde los asesinatos y la verdad era que empezaba a acostumbrarse. Se había producido algún tipo de reajuste en su cabeza y el hecho de que su hermana y su sobrino hubieran sido asesinados mientras dormían ya no lo afectaba de la misma manera. Estaban muertos, muertos, y eso no lo podía cambiar nadie. Recordó cómo se había sentido cuando murieron sus padres. Pasado algún tiempo, le empezó a costar acordarse de cómo eran. Después llegó a tener la sensación de que nunca habían estado vivos.
Se desvió en el puente Key y avanzó por la autovía de Whitehurst hasta la calle E.
Debía de llevar trabajando aproximadamente una hora en su despacho, cuando Victoria lo llamó por el intercomunicador y le dijo que tenía una llamada de una periodista del Washington Post. «Algo relacionado con el caso de su hermana.» Después de sus reflexiones de camino a la oficina resultaba irónico y sorprendente que lo llamaran de un periódico. El interés de la prensa por casos como el de Kathy no solía durar mucho; siempre había algún desastre más reciente, e igualmente horrible, que le quitaba el espacio en las páginas y en las ondas.
La voz era femenina, joven y nerviosa. La periodista tenía acento del sur y esa costumbre tan típica de expresar afirmaciones como si fueran preguntas.
– Johnette Daly -dijo. -Siento molestarlo, señor Lassiter, pero he pensado…
¿En qué puedo ayudarla?
Bueno, me gustaría saber su opinión… ¿Quiere hacer algún comentario sobre lo ocurrido?
Lassiter estaba confuso. ¿Algún «comentario» sobre lo ocurrido? Se encendió otro botón en el teléfono que le indicaba que tenía una llamada de cierta importancia; si no, Victoria habría cogido el recado.
– ¿De qué se trata? -le preguntó a Johnette Daly.
Después de un breve silencio, la periodista volvió a hablar con voz nerviosa.
– Dios mío. ¿Es que no se ha enterado? -No esperó a oír la respuesta, sino que se apresuró a continuar. -Me imaginaba que lo habrían llamado inmediatamente. No sé si…
– ¿De qué está hablando?
– No me gusta tener que ser yo quien se lo diga…, pero…, en el cementerio de Fairhaven. Alguien ha cavado la tumba… Lo que quiero decir es que alguien ha desenterrado el cuerpo de su sobrino. Algún vándalo o algo así. Y yo he pensado que…
– ¿Qué? ¿Qué es esto? ¿Una broma?
– La policía no quiere hacer declaraciones y yo he pensado que quizás usted…
– Lo siento -dijo él. -Ahora no puedo seguir hablando.
Lassiter colgó y se quedó mirando fijamente el auricular.
Un minuto después llamó a Riordan, que se disculpó una y otra vez por no haberlo llamado antes que esa periodista, que debía de haber oído la noticia en la frecuencia de radio de la policía.
– No me lo comunicaron inmediatamente porque… Bueno, ya se lo puede imaginar. Aquí nadie parece capaz de sumar dos más dos. Nadie se dio cuenta de que la tumba pertenecía a una víctima de asesinato -explicó Riordan. -Así que lo han tratado como si fuera un caso de vandalismo. Lo siento. Alguien tendría que haberlo llamado. Alguien ha metido la pata. -Suspiró. -Probablemente yo.
– ¿Qué demonios ha pasado?
– Por lo que sabemos, ocurrió entre la medianoche y las siete de la mañana -contestó Riordan. -Hay un vigilante nocturno en el cementerio, pero parece que se pasa la noche viendo la televisión. No oyó nada. No vio nada. El cementerio es muy grande. En cualquier caso, el aviso lo dio un tipo que fue a visitar la tumba de su madre a primera hora de la mañana.
– ¿Qué han hecho? ¿Han desenterrado el cuerpo de Brandon? ¿Por qué iba nadie a hacer eso? ¿Se lo…? Dios santo. ¿No se lo habrán llevado? -Tres palabras le retumbaron en la cabeza: ladrones de tumbas.
Se produjo un silencio. Luego Riordan se aclaró la garganta.
– Supongo que… la periodista… Me temo que no se lo ha contado todo. -Hablaba despacio, pronunciando dificultosamente las palabras. -Alguien ha… exhumado los restos de su sobrino. Después los han sacado del ataúd. Y, según el informe del laboratorio… Bueno, mejor se lo leo: «El autor de los hechos utilizó una mecha de magnesio…»
– ¿Qué?
– Estoy leyendo lo que dice el informe del laboratorio. «El autor de los hechos utilizó una mecha de magnesio para prender una mezcla de limaduras de aluminio y óxido de hierro, comúnmente conocida como…»
– Termita.
– Exactamente. Termita. Al parecer, alguien le ha prendido fuego a los restos de su sobrino. Alguien ha incinerado los restos de Brandon. -Riordan hizo una pausa. -Me pone la puta carne de gallina -añadió.
Lassiter no podía creerlo.
– ¿Por qué iba nadie a hacer eso?
– No tengo ni idea -dijo Riordan. -Estamos comprobando si ha habido algún suceso similar en alguna jurisdicción de los alrededores, pero hasta ahora no hemos encontrado nada. Las profanaciones de tumbas no son una cosa tan rara. La mayoría de las veces son cosas de chavales. Aunque, la verdad…
– ¿Chavales con una mecha de magnesio? ¿Chavales con termita?
– Ya. Sé lo que quiere decir. Por aquí se barajan todo tipo de teorías extravagantes.
– ¿Como qué?
– Ya sabe…
– ¿Como qué?
Como que alguien iba detrás de alguna parte del cuerpo. Ritos satánicos, ese tipo de cosas. Tonterías. Lo que quiero saber yo es qué relación tiene esto con los asesinatos, si es que tiene alguna. -Riordan tosió para aclararse la garganta. -Aunque, claro, hay una cosa que sí sabemos.
– ¿El qué?
Que no lo ha hecho Sin Nombre.
Por la tarde, Lassiter salió a correr con la esperanza de que eso le aclarase las ideas, pero no consiguió quitarse de la cabeza la cara carbonizada de Brandon. Al volver a la oficina se subió al coche y condujo hasta el cementerio, donde encontró una pequeña zona acordonada con cinta amarilla. Había un agente uniformado apoyado contra una lápida, fumándose un cigarrillo. Al ver acercarse a Lassiter, el policía tiró la colilla y se enderezó.
– Son las tumbas de mi hermana y mi sobrino -dijo Lassiter.
El policía lo miró de arriba abajo y se encogió de hombros.
– Mientras no cruce la cinta… -repuso.