– ¿Qué vas a hacer? -preguntó por fin.
– Todo lo que le dije que iba a hacer -dijo Riordan con frialdad. -Empezando por el traslado al cuarto blindado. Los Médicos dicen que, si no hay complicaciones, lo podremos trasladar la semana que viene.
El día de la fiesta de Acción de Gracias, Lassiter se levantó a las ocho de la mañana. El tiempo por fin había cambiado. Fuera caían inmensos copos de nieve perfectamente definidos. Era el tipo de nieve que caía de copo en copo, como en las películas de Navidad.
Se vistió a toda prisa, cogió un par de latas de atún de la cocina y se montó en el coche. La comida era su cuota de inscripción en el Turkey Trot de Alexandria, una carrera popular de ocho kilómetros sin una sola cuesta que atraía a unos dos mil corredores cada año. El coche empezó a avanzar entre un torbellino de copos de nieve. Lassiter se inclinó sobre el volante. La visibilidad era tan mala que los coches de delante eran poco más que destellos de luces rojas que se encendían y apagaban detrás del muro de nieve. Cuando por fin llegó a Alexandria y encontró un sitio para aparcar, el mundo estaba cubierto por un manto blanco.
Mucha gente dice que correr aclara la mente, pues los movimientos repetitivos del cuerpo permiten que los pensamientos afloren sin ningún tipo de obstáculo. Lassiter no era una de esas personas. Nunca pensaba mientras corría, excepto en los términos básicos: dónde pisar, si debía quitarse los guantes, cuándo convenía mirar hacia atrás o ¿sería el dolor que sentía en la rodilla algo serio o una mala pasada que le estaba jugando la cabeza?
En la carrera de ese día, sus pensamientos eran de esa índole. Pensaba en el ritmo que llevaba y en la distancia que lo separaba de la próxima señal kilométrica. Se inventaba líneas imaginarias que lo llevarían delante de los corredores que lo precedían. Se limpiaba la nieve de los ojos, escuchaba la pesada respiración de los que lo rodeaban y se sorprendía del calor que sentía a pesar del frío que hacía. Su mente vagaba con la nieve, llevándolo hacia la meta. Lo que más le gustaba de correr era que, cuando lo hacía, dejaba de pensar en otras cosas. Cuando estaba corriendo era como si se evadiera de sí mismo; lo único que quedaba era el movimiento.
Una multitud de espectadores se amontonaba a ambos lados de la carretera durante los últimos cuatrocientos metros del recorrido. La gente animaba a los corredores con gritos como «venga, que vas bien» o «ya casi has llegado». Al cruzar la meta vio su tiempo en el cronómetro digital cubierto de nieve: 31.02. No está mal, pensó. Oyó al coordinador de la carrera gritar: «Los hombres a la izquierda, las mujeres a la derecha» y corrió hacia la rampa detrás de un hombre muy bajo que llevaba puestos unos leotardos rojos. A su alrededor, la gente respiraba pesadamente, con la cara congestionada, despidiendo nubes de vapor. La nieve seguía cayendo en grandes copos sin peso.
Lassiter habría jurado que no había pensado en nada durante la carrera. Había tenido la mente en blanco. Así que, cuando se arrancó el dorsal para dárselo a uno de los árbitros, le sorprendió darse cuenta de que en algún momento había tomado una decisión. La repasó mentalmente mientras avanzaba entre las mesas llenas de zumo de naranja y chocolatinas reconstituyentes. Iba a dejar de trabajar una temporada. Una semana, un mes; lo que hiciera falta. El tiempo que fuera necesario para averiguar por qué habían asesinado a Kathy y a Brandon y quién estaba detrás de los asesinatos. Estaba decidido. Ya no había vuelta atrás. Aunque en la empresa todavía no lo supieran, él ya estaba de baja temporal.
Entró en el edificio del colegio y encontró su chándal en la ventana donde lo había dejado. Se lo puso y empezó a estirar las piernas, molesto consigo mismo por haber tardado tanto tiempo en tomar una decisión que ahora le parecía evidente. ¿Para qué valía ser el dueño de una empresa de investigación si no la usaba cuando le hacía falta? Si en Wall Street querían averiguar algo, acudían a él. Si algún abogado de prestigio quería averiguar algo, acudía a él. ¿Qué sentido tenía entonces que Lassiter dejara la investigación de los asesinatos de Kathy y de Brandon en manos de la policía?
El coche estaba cubierto de nieve. Limpió el parabrisas lo mejor que pudo con el brazo y se subió. Las ventanas se empañaron con el calor que todavía emanaba de su cuerpo. Esperó a que la calefacción desempañara el cristal y se puso en marcha.
El viento cada vez soplaba con más fuerza. Los semáforos se balanceaban colgados de sus cables y las señales de tráfico vibraban enloquecidas. La nieve volaba hacia la luz de sus faros en un torrente horizontal. Al otro lado del río, cuyas aguas se habían tornado grises, la ciudad se había hecho invisible. Sólo se veía la luz roja que coronaba el monumento en memoria a Washington, encendiéndose y apagándose como un ojo malvado.
Fue por el puente de la calle 14 hasta la avenida Independence. Luego condujo en dirección oeste, directamente hacia la oficina de Foggy Bottom. El alumbrado público no funcionaba, y el escaso tráfico de vehículos circulaba precavidamente por un cruce oscuro tras otro.
Afortunadamente, su edificio tenía un generador propio, aparcó el coche en el estacionamiento subterráneo y avanzó con paso decidido hacia los ascensores. Incluso bajo tierra, podía oír el viento aullando en la superficie. Sintió un escalofrío. Mientras el ascensor lo llevaba hasta la planta novena, el sudor se le empezó a enfriar en la espalda.
Al llegar a su despacho fue directamente a la ducha. Aunque tenía los músculos rígidos por la carrera, la presión del agua caliente no tardó en relajarlo. Al cabo de un rato notó cómo el ácido láctico empezaba a ceder. Como tenía la costumbre de correr por el parque cuatro o cinco veces a la semana, siempre guardaba un cambio de ropa en el despacho. Se secó el pelo con una toalla, se puso unos pantalones vaqueros y un jersey, y se sentó frente a su escritorio.
Por primera vez en su vida, su despacho le resultó molesto. Las estanterías, los paneles de madera que revestían las paredes, las litografías… ¿A quién pretendía impresionar? Tenía una docena de fotos exquisitamente enmarcadas, pero ni una sola de Kathy ni de Brandon. Todas eran fotos de sí mismo acompañado por personas famosas: Lassiter conversando con el príncipe Bandar, Lassiter estrechándole la mano al asesor del presidente para la Seguridad Nacional, Lassiter en un helicóptero con un grupo de generales del Estado Mayor, Lassiter en la revista Forbes…
El narcisismo llevado hasta el ridículo. En una fotografía, Lassiter posaba jugando al golf con el portavoz de la minoría del Senado en el Club del Ejército y la Armada. El senador, con la cabeza alta, el palo alto y el tobillo girado, resultaba arquetípico: una imagen digna de un póster de los viejos valores norteamericanos. Lassiter, en cambio, parecía un loco. Estaba a un metro de distancia, con los labios torcidos y una mirada de concentración salvaje, haciendo un swing con un hierro del nueve.
Al lado de la horrible foto de golf tenía un regalo de Judy: un artículo del Washingtonian sobre los solteros más codiciados de la ciudad enmarcado en un corazón de plata. Lassiter era el número veintiséis. Lo cual, pensándolo bien, resultaba halagador. O puede que todo lo contrario.
Todo esto había tenido importancia para él en algún momento, o al menos le había parecido divertido, pero ¿que sentido tenía ahora? ¿Para qué valía? ¿Para abrir más sucursales? ¿Para ganar más dinero? ¿Para construirse una casa todavía más grande? ¿Para qué? La verdad era que el príncipe Bandar ni siquiera le caía bien. ¿Qué hacía entonces su foto colgada en la pared?
Descolgó las fotografías y las amontonó en una esquina. Después volvió al escritorio y cogió una hoja de papel. Trazó una línea vertical en el centro y escribió «Trabajo» en el lado izquierdo e «Investigación» en el derecho.