Cuando entró el padre Maggio, Silvio della Torre estaba mirando por la ventana. Al oír el «Scusi, signore» del maître, Della Torre se volvió y Maggio lo vio de cerca por primera vez. El líder de Umbra Domini era un hombre tremendamente apuesto, de unos treinta y cinco años, alto y corpulento. Vestía ropa cara, pero poco llamativa. Su pelo, abundante y ondulado, era tan negro que, con el brillo de la luz, casi parecía azulado. Pero lo que más le llamó la atención a Maggio fueron sus ojos. Eran del color del mar, entre azules y verdes, y estaban perfilados por unas pobladas pestañas.
«Joyas engarzadas por Dios», pensó Maggio complacido consigo mismo. En sus ratos libres solía escribir poemas y él se consideraba prácticamente un profesional. Della Torre se levantó, y Maggio observó que sus facciones se parecían a las de las estatuas del Foro romano. Maggio se dijo a sí mismo: «Un clásico perfil romano…» El corazón le latía con fuerza. ¡Iba a cenar con Silvio della Torre!
– Salve -dijo Della Torre extendiendo la mano. -Usted debe de ser el hermano Maggio.
Maggio asintió nerviosamente, y los dos hombres tomaron asiento. Della Torre hizo un par de comentarios sin importancia mientras llenaba dos copas de Greco de Tufo y levantó la suya en un brindis:
– Por nuestros amigos de Roma -dijo mientras las copas chocaban.
La comida fue sencilla y exquisita, igual que la conversación. Mientras daban buena cuenta de sus platos de bruschetta, hablaron de fútbol, del Lazio y del Sampdoria y de las agonías de la primera división. Un camarero descorchó una botella de Montepulciano. Unos instantes después, un segundo camarero entró con dos platos de agnelotti rellenos de trufas y puerros. Maggio comentó que los agnelotti eran como «pequeñas y tiernas almohadas», y Della Torre respondió con lo que a Maggio le pareció un chiste verde, aunque quizás estuviera equivocado. Mientras comían y bebían, la conversación giró hacia la política, y Maggio observó con satisfacción que Della Torre compartía sus mismos puntos de vista: los demócratas cristianos estaban hechos un lío, la Mafia resurgía y los masones se hallaban por todas partes. Y, en lo que se refería a los judíos, bueno… También hablaron sobre la salud del papa y sobre sus posibles sucesores.
Un camarero entró con dos platos de trucha y limpió expertamente los pescados. Cuando se marchó, Della Torre comentó que se alegraba de saber que Umbra Domini tenía un amigo en la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. Maggio se sintió halagado y, entre bocado y bocado de suculenta trucha, dio buena muestra de sus conocimientos de los mecanismos internos de la congregación y de la personalidad de los hombres que tenían acceso al terzo piano, el tercer piso del palacio del Vaticano, donde se encuentran las dependencias del papa.
– Siempre resulta provechoso saber lo que están pensando el cardenal Orsini y el Santo Padre -comentó Della Torre.
La trucha dio paso a una ensalada y, al poco tiempo, a un bistec a la parrilla. Por fin, la cena acabó. El camarero recogió los platos y cepilló las migas, dejó una botella de Vin Santo y un plato de biscotti sobre la mesa, avivó el fuego, preguntó si iban a necesitar algo más y salió del reservado, cerrando la puerta al salir.
Della Torre sirvió dos copas de Vin Santo, se inclinó hacia el padre Maggio y, mirándolo fijamente a los ojos, bajó la voz hasta convertirla en un débil susurro.
– Donato -dijo.
El padre Maggio se aclaró la garganta.
– ¿Silvio?
– Basta de gilipolleces. ¿Para qué querías verme?
El padre Maggio disimuló su sorpresa limpiándose los labios con una servilleta de hilo blanco. Dejó la servilleta a un lado, respiró hondo y volvió a aclararse la garganta.
– Un sacerdote, un cura de pueblo, vino al Vaticano hace un par de semanas.
Della Torre lo animó a que continuara con un movimiento de cabeza.
– Bueno -dijo Maggio encogiéndose de hombros. -A veces… Yo me entero de casi todo lo que ocurre en el despacho del cardenal; a no ser que el asunto en cuestión se considere demasiado trascendente para mis oídos. Pero esto no parecía importante en aquel momento, así que yo permanecí en el despacho mientras el sacerdote hablaba. Y ahora… -El padre Maggio se rió con malicia. -Bueno, estoy seguro de que el cardenal hubiera preferido que yo no estuviera presente.
– Entonces, se trata de un asunto delicado.
El padre Maggio asintió.
– Sí -dijo.
Della Torre meditó durante unos segundos.
– ¿Y dices que fue hace un par de semanas? -preguntó al fin
– Desde entonces, casi no se habla de otra cosa en el Vaticano; además de la salud del papa, por supuesto.
– ¿Y eso por qué?
– Porque tienen que decidir qué hacer.
– ¡Ah! ¿Y qué han decidido?
– No han decidido nada. O, mejor dicho, han decidido no hacer nada. Al fin y al cabo, es lo mismo. Por eso he venido.
Della Torre parecía preocupado. Rellenó la copa del padre Maggio y dijo:
– Bueno, Donato… Creo que ha llegado el momento de que me cuentes la historia.
El padre Maggio frunció el ceño y se inclinó hacia adelante. Apoyó los codos en la mesa y juntó las puntas de los dedos. Lentamente, las juntó y las separó varias veces.
– Todo empezó con una confesión… -dijo.
Cuando Maggio acabó la historia, Della Torre estaba sentado en el borde de su silla, sujetando un puro apagado en la mano. En el reservado sólo se oía el crepitar de las ascuas en la chimenea.
– Donato -dijo Della Torre, -has hecho bien en venir a contármelo.
El padre Maggio se bebió de un trago el Vin Santo que le quedaba en la copa y se levantó.
– Ya es hora de que me vaya -anunció.
Della Torre asintió.
– Has demostrado mucho valor al traerme esta noticia. Ellos no han sido capaces de decidir lo que debe hacerse porque no hay nada que decidir -afirmó. -Sólo hay una opción.
– Lo sé -contestó el padre Maggio. -A ellos les ha faltado valor.
Della Torre se incorporó, y Maggio le extendió la mano. En vez de estrecharla, Della Torre la cogió entre las suyas. Despacio, se llevó el dorso de la mano del sacerdote hasta los labios y la besó. Por un momento, el padre Maggio creyó notar la lengua del otro hombre contra su piel.
– Grazie -dijo Della Torre. -Molte grazie.
Segunda parte. Noviembre
CAPÍTULO 5
Hasta el 7 de noviembre, Keswick Lane era una de esas calles tranquilas en las que nunca pasa nada. Situada en el distrito de Burke, un suburbio de Washington, al norte de Virginia, la calle estaba flanqueada por casas de cuatrocientos mil dólares, coches alemanes y jardines con barbacoas. Las casas de la zona residencial de Cobb’s Crossing eran de estilo neocolonial. Cada casa se diferenciaba de las demás por el color de la fachada y por algunos detalles arquitectónicos, pero todas eran de la misma cosecha: la del noventa. No obstante, como los constructores habían preservado todos los árboles posibles y se habían gastado mucho dinero en ajardinar, a primera vista el barrio parecía más viejo y asentado.
Pero la verdadera historia de la zona residencial la contaba el inmaculado asfalto de la calzada. Keswick Lane trazaba una suave curva hacia el oeste antes de morir en un callejón sin salida. En cierto modo, era el sitio ideal para criar niños, pues podían jugar en la calle sin el peligro de los coches. Pero, con una sola excepción, los niños de Keswick Lane eran demasiado mayores para jugar en la calle. Dado el elevado precio de las casas, los abogados y los ejecutivos que vivían en ellas tenían ya cierta edad, al igual que sus hijos. Por lo general, los niños estaban en todas partes menos en la calle: dando clases de equitación o de judo, jugando al fútbol o al tenis o matando demonios en sus consolas de ordenador.