Así que las aceras de Keswick Lane daban la sensación de estar deshabitadas; muy raramente se veía un peatón, de la edad que fuese.
Excepto, claro está, las personas que sacaban a pasear a sus perros. Casi todas las casas de Keswick Lane tenían un residente canino. Entre semana, sus dueños solían estar fuera todo el día, lo cual significaba que los perros no disfrutaban hasta última hora de la tarde de su único paseo en condiciones, la vuelta de rigor a cualquiera de las impecables manzanas de Cobb’s Crossing.
El 2 de noviembre todavía se veían algunos restos de la víspera de Todos los Santos: calabazas mustias en los porches, algún esqueleto de cartulina colgando de una puerta, telarañas de mentira pegadas en las ventanas… A medianoche, una mujer paseaba a su perro labrador, Coffee, después de asistir a una representación de Tosca en el Kennedy Centén Coffee y su dueña se detuvieron a la altura del número 207 de Keswick Lane para que el perro pudiera olfatear la base de un buzón de correos.
De repente, Coffee levantó el hocico y empezó a gruñir. Levantó las orejas y erizó el pelo de la espalda. Sucedió con el primer ladrido: la calle se llenó de luz y un hombre salió despedido por una de las ventanas de la casa que había al otro lado de la calle.
El hombre estaba envuelto en llamas.
Aterrizó, ardiendo, sobre unas azaleas, se levantó, se tiró al suelo y empezó a rodar sobre el césped del jardín. Al otro lado de la calle, el perro tiraba de la correa y aullaba. Su dueña estaba petrificada, incapaz de procesar lo que estaba viendo; en vez de mirar al hombre, tenía la mirada fija en la ventana por la que había salido despedido.
De hecho, no era una ventana normal, sino una lámina de cristal cubierta por una cuadrícula de madera que hacía que la ventana pareciera estar formada por multitud de pequeños cuadrados. El hombre tenía enganchada parte de la cuadrícula de madera en la ropa. La visión era espeluznante: listones blancos de madera en llamas, crujiendo y retorciéndose mientras el hombre rodaba sobre el césped. A la mujer le recordó un espectáculo de fuegos de artificio que había visto en México unos años atrás; lo grotesco de la comparación le impedía hacer ningún movimiento. Durante unos segundos, que parecieron horas, permaneció en equilibrio, inclinada hacia atrás para contrarrestar los tirones del perro, que no paraba de ladrar. Hasta que el hombre rodó contra unos abedules, se paró en seco y permaneció inmóvil.
La mujer por fin salió de su trance. Soltó al perro, corrió hacia el hombre y se quitó la chaqueta para intentar sofocar el fuego. El hombre no paraba de gritar. Tenía la cabeza, cubierta en llamas, y las cejas habían desaparecido de su rostro. La mujer se dejó caer de rodillas y apretó la chaqueta contra la cara del hombre para sofocar las llamas.
De pronto hubo una explosión a su espalda. El perro gimió, y una onda expansiva de luz y calor atravesó el jardín. Cuando la mujer volvió la- cabeza, las cortinas de la casa estaban en llamas. A los pocos segundos, la casa entera estaba ardiendo.
El forro de su chaqueta también empezó a arder. La mujer tiró la prenda a un lado, se levantó y corrió hacia la casa de al lado para aporrear la puerta. Le abrió la puerta un hombre en calzoncillos con gesto preocupado y una botella de leche en la mano.
– ¡Una ambulancia! -gritó ella. – ¡Llame a una ambulancia!
Cuando la mujer volvió cargada con mantas, ya había bastante gente delante de la casa en llamas. La mayoría de sus vecinos llevaban un abrigo sobre sus prendas de dormir. Un par de hombres, uno de ellos vestido tan sólo con unos pantalones de pijama, cargaban con el herido para alejarlo del feroz calor que emanaba de la casa. No paraba de gemir. La mujer se oyó a sí misma diciendo:
– Había salido a pasear a Coffee. Estaba justo enfrente…
Siguió hablando de esa forma insistente y sin sentido que, como psicóloga que era, sabía que era una típica reacción traumática. Sólo se acordó de los inquilinos de la casa cuando vio el cochecito rojo y amarillo de juguete delante del garaje. La mujer… ¿Cómo se llamaba? ¿Karen? ¡Kathy! Y su entrañable niño, el único verdadero niño que vivía en la manzana, el niño que conducía ese coche de plástico por la calle los fines de semana, el niño que había llamado a su puerta disfrazado de conejo, con una calabaza de plástico en la mano, en la víspera de Todos los Santos. Recordaba la escena perfectamente: el niño delante de la puerta, su madre detrás, sonriendo.
– A ver, ¿quién puedes ser tú? -había dicho ella escondiendo detrás de la espalda la cesta de caramelos. – ¿Quién puedes ser tú?
El niño todavía no sabía pronunciar la letra jota.
– El coneito de pascua -dijo con determinación. Detrás de él, su madre no dejaba de sonreír.
¿Cómo no se había acordado antes? El coche del niño se estaba empezando a derretir; su superficie burbujeaba mientras la estructura se retorcía por el calor. ¿Estarían dentro? ¿Seguirían ahí dentro?
– Dios mío… ¡Dios mío! -dijo la mujer y salió corriendo hacia las llamas. Casi había llegado a los escalones de la entrada, cuando alguien la cogió por detrás y la obligó a retroceder.
El perro seguía ladrando.
En la sala de urgencias del hospital Fair Oaks, cuando las enfermeras estaban a punto de cortar la ropa del hombre, una de ellas hizo una mueca de fastidio.
– Poliéster -dijo al tiempo que movía la cabeza. El algodón arde. El poliéster se derrite. Cuando uno lo extrae, se lleva un buen trozo de piel pegado a la tela.
La víctima llevaba puesto un jersey negro de cuello vuelto. Al ver la sustancia viscosa que le rodeaba el cuello, la enfermera pensó que quitársela iba a resultar extremadamente desagradable. Las quemaduras eran de tercer grado y estaba segura de que la piel estaría infectada. Aun así, el paciente se recuperaría. El verdadero problema estaba en los pulmones. Le costaba respirar y lo más probable era que se los hubiera abrasado al respirar un aire tan caliente.
Tardaron un poco, pero las constantes vitales del hombre acabaron por estabilizarse. Con sondas en ambos brazos, lo trasladaron en camilla a la sala de operaciones y lo prepararon para la intervención quirúrgica. Lo primero sería hacerle una traqueotomía. Al margen de los problemas pulmonares, tenía el tejido de la garganta tan inflamado que casi no podía respirar, pero la traqueotomía resolvería ese problema. Después empezarían a desbridarlo, le extraerían la carne quemada y las partículas ajenas que tenía incrustadas en el cuerpo y lo dejarían crudo, desollado, supurando.
El anestesista estaba pensando que no había nada más doloroso que las quemaduras, cuando el paciente empezó a murmurar algo. El sonido era horrible: un susurro estrangulado en el que apenas podía reconocerse una voz humana.
– Es curioso -dijo una de las enfermeras. -No parece hispano.
El médico de guardia tenía las manos enguantadas levantadas en el aire, en lo que las enfermeras solían llamar en broma la postura «me rindo».
– Eso no es español -dijo. -Está hablando en italiano.
– ¿Y qué dice?
El médico se encogió de hombros.
– No lo sé. Sé muy poco italiano. -Bajó la cabeza y volvió a escuchar al hombre. -Creo que está rezando.