– Vamos -dijo Brady, de repente. Sin soltarle las manos, hizo que se pusiera de pie.
– ¿Adonde vamos?
– A donde haya un sofá cómodo. De hecho, aquí mismo. Siéntate. Ahora, háblame.
– ¿Sobre qué?
– Quería esperar hasta que estuvieras recuperada… No hagas eso -le suplicó Brady, al sentir que ella se tensaba-. Como tu amigo, como médico y como el hombre que te ama, quiero saber lo que provocó tu enfermedad para asegurarme de que nunca vuelve a ocurrir.
– Has dicho que ya me he recuperado…
– Las úlceras pueden reaparecer.
– Yo nunca tuve úlcera.
– Puedes negarlo todo lo que quieras, pero no cambiará los hechos. Quiero que me digas lo que te ha estado pasando todos estos últimos años.
– He estado de gira, actuando… ¿Cómo hemos pasado de hablar de mis composiciones a hacerlo de este tema?
– Porque uno tiene que ver con el otro, Van. A menudo, las úlceras se causan por sentimientos. Frustraciones, iras, resentimientos que están embotellados y que empiezan a supurar porque no se airean.
– Yo no estoy frustrada. Tú, mejor que nadie, deberías saber que yo no me guardo las cosas. Pregunta por ahí, Brady. Mi mal genio es famoso en tres continentes.
– No lo dudo, pero no recuerdo haberte visto nunca discutir con tu padre.
Al oír aquellas palabras, Vanessa quedó en silencio. Aquello era la pura verdad.
– ¿Querías componer o querías actuar?
– Es posible hacer las dos cosas. Es simplemente una cuestión de disciplina y de prioridades.
– ¿Y cuáles eran tus prioridades?
Vanessa se sintió incómoda. Se rebulló en el asiento.
– Creo que es evidente que actuar.
– Antes me dijiste algo. Me dijiste que lo odiabas.
– ¿Que odiaba qué?
– Dímelo tú.
Vanessa se puso de pie y empezó a pasear por la habitación. Se dijo que ya no importaba, pero Brady estaba allí, observándola, esperando. Sus experiencias pasadas le decían que seguiría insistiendo hasta que descubriera lo que estaba buscando.
– Muy bien. Nunca me gustó actuar.
– ¿No querías tocar?
– No, lo que no quería era actuar. Necesito tocar igual que necesito respirar, pero… Tengo miedo escénico -confesó por fin-. Es una estupidez, es infantil, pero nunca he podido superarlo.
– No es ni estúpido ni infantil -afirmó Brady. Se puso de pie. Se habría acercado a ella, pero Vanessa dio un paso atrás-. Si odias actuar, ¿por qué seguiste haciéndolo? Por supuesto -añadió, antes de que ella pudiera responder.
– Era muy importante para él… -susurró ella, incapaz de quedarse quieta-. No lo comprendía. Había invertido toda su vida en mi carrera. La idea de que yo no pudiera actuar en público, que me asustara…
– Que te hiciera enfermar.
– Yo nunca he estado enferma. Nunca he cancelado ninguna actuación por motivos de salud.
– No, actuaste a pesar de tu salud. Maldita sea, Van. No tenía derecho.
– Era mi padre. Sé que era un hombre difícil, pero yo le debo mucho.
– ¿Consideraste alguna vez realizar terapia?
– No. Mi padre se oponía. No toleraba las debilidades. Supongo que ésa era su propia debilidad -contestó. Cerró los ojos durante un momento-. Tienes que comprenderlo, Brady. Era la clase de hombre que se negaba a creer lo que no era conveniente para él. En lo que a él se refería, mi problema dejó de existir. Nunca pude encontrar el modo de que aceptara o comprendiera mi fobia.
– Me gustaría comprender…
– Cada vez que yo iba al teatro, me decía que aquella vez no ocurriría. Que aquella vez no tendría miedo. Entonces, empezaba a temblar. La piel se me humedecía por el sudor y las náuseas me hacían sentirme mareada. Cuando empezaba a tocar, todo desaparecía, y al terminar el concierto estaba bien. Por eso, siempre me decía que la próxima vez…
– ¿Te has parado alguna vez a pensar que tu padre estaba viviendo su vida a través de la tuya?
– Sí -admitió ella-. Mi padre era lo único que me quedaba. El año pasado se puso muy enfermo, pero no me dejó parar para poder cuidarlo. Al final, como se negó a escuchar a los médicos y rechazó los tratamientos, sentía un dolor monstruoso. Tú eres médico. Supongo que sabes muy bien lo terrible que puede ser el cáncer terminal. Esas últimas semanas en el hospital fueron lo peor. Ya no podía hacer nada por él. Se iba muriendo un poco todos los días. Yo seguí actuando porque él insistió y regresaba al hospital de Ginebra cada vez que tenía oportunidad. No estaba a su lado cuando murió. Estaba en Madrid. Recibí una ovación que duró varios minutos.
– ¿Te culpas por eso?
– No, pero lo lamenta.
– ¿Qué vas a hacer ahora?
– Cuando regresé aquí, estaba cansada. Agotada. Necesitaba tiempo, y sigo necesitándolo, para comprender lo que siento, lo que quiero, lo que deseo hacer -dijo. Se acercó a él y le tocó el rostro suavemente con las manos-. No quería empezar una relación contigo porque sabía que sólo serías una enorme complicación. Y tenía razón -añadió, con una ligera sonrisa-. Cuando me desperté esta mañana en tu cama, me sentí muy feliz. Eso es algo que no deseo perder.
– Te amo, Vanessa -susurró dulcemente Brady, tras agarrarle las muñecas.
– Entonces, déjame resolver mi situación…Y quédate a mi lado -musitó, lanzándose a sus brazos. Brady le besó el cabello muy suavemente.
– No pienso ir a ninguna parte.
Capítulo X
– Ése ha sido el último paciente, doctor Tucker.
Distraído, Brady levantó los ojos del expediente que tenía encima de la mesa y miró a su enfermera.
– ¿Cómo dices?
– Que era el último paciente -repitió la joven. Ya estaba lista para marcharse-. ¿Quiere que cierre la consulta?
– Sí, gracias. Hasta mañana.
Aquel día de trabajo tan largo estaba por fin a punto de terminar. Era el cuarto día en el que trabajaba más de doce horas en aquella semana. Hyattown no tenía nada que ver con Nueva York, pero, en lo que se refería al horario de trabajo, el puesto en la consulta era tan absorbente como el de un hospital. Junto con los pacientes habituales, las rondas del hospital y el papeleo, un brote de varicela y una epidemia vírica lo habían tenido atado a su estetoscopio durante más de una semana. Como era el único médico del pueblo, había tenido que ocuparse de las citas de la consulta, de las visitas a domicilio y de las rondas.
Se había saltado muchas comidas. Podía sobrevivir con comidas preparadas para el microondas y café durante unos días. Podía sobrevivir durmiendo muy pocas horas, pero no podía pasar sin Vanessa. Casi no la había visto desde el fin de semana de la boda, fin de semana que se habían pasado casi exclusivamente en la cama. Había tenido que cancelar tres citas con ella. Para algunas mujeres, aquello sería razón más que suficiente para terminar con una relación.
Era mejor que supiera de antemano cómo podían llegar a ser las cosas. Estar casada con un médico era estarlo con la inconveniencia. Cenas canceladas, vacaciones pospuestas, sueños interrumpidos…
Cerró el expediente y se frotó los ojos. Decidió que Vanessa iba a casarse con él. Él se encargaría de ello… si conseguía tener una hora libre para pedírselo.
Tomó la postal que estaba en una esquina del escritorio. Mostraba una brillante imagen del sol poniéndose sobre el mar, entre palmeras y arena. En el reverso, había unas breves palabras de su padre.
– Espero que te estés divirtiendo, papá -musitó-. Cuando regreses, vas a tener que compensarme.
Se preguntó si a Vanessa le gustaría una luna de miel tropical. México, las Bahamas, Hawai… Calurosos días de asueto. Tórridas y apasionadas noches. «Demasiado deprisa», se recordó. «No se puede tener luna de miel sin boda ni se puede tener boda sin haber convencido antes a la mujer de que no puede vivir sin ti».
Se había prometido que con Vanessa se tomaría las cosas con calma, que le daría todo el romance que no habían podido tener la primera vez. Largos paseos a la luz de la luna, cenas con champán, trayectos nocturnos en coche y conversaciones íntimas… Sin embargo, la impaciencia había podido con él. Si estuvieran ya casados, podría ir a casa, con ella. Tal vez estaría tocando el piano o leyendo un libro en la cama. En la habitación contigua habría un niño durmiendo, incluso dos…