Se dirigió hacia la sala de música. Sentía un dolor que la corroía justo por debajo del esternón. Como tenía por costumbre, se sacó una pastilla del bolsillo de la falda antes de sentarse frente al piano.
Empezó con la Sonata a la luz de la luna de Beethoven. La tocó sin partitura, de memoria y desde el corazón. Dejó que la música la tranquilizara. Recordaba haber tocado aquella pieza y cientos de otras en aquella misma sala. Hora tras hora, día tras día, por amor al arte, aunque frecuentemente, quizá demasiado, porque se esperaba eso de ella, incluso se le demandaba.
Siempre había tenido sentimientos encontrados en relación con la música. Sentía un amor fuerte y apasionado hacia ella y una fuerte necesidad por interpretarla con la habilidad que le habían enseñado. Sin embargo, además había estado la imperiosa necesidad de agradar a su padre, de alcanzar el punto de perfección que él esperaba. En aquel momento, le pareció que era casi imposible llegar a tanta excelencia.
Su padre nunca había comprendido que la música para ella era algo que le gustaba hacer, no una vocación. Había sido un modo de expresarse, de reconfortarse, pero nunca una ambición. En las pocas ocasiones en las que había tratado de explicárselo, se había enfurecido o impacientado tanto que Vanessa había decidido guardar silencio. Ella, que era conocida por la pasión y el temperamento que derrochaba, se había comportado como una niña atemorizada al lado de su padre. Nunca en toda su vida había sido capaz de desafiarlo.
Cambió Beethoven por Bach, cerró los ojos y se dejó invadir por la música. Tocó durante más de una hora, perdida en la belleza, en el genio de las composiciones. Aquello era lo que su padre nunca había comprendido. No entendía que pudiera tocar por propio placer y ser feliz con ello, que odiara y siempre hubiera odiado estar sentada en un escenario, rodeada de focos y tocando para miles de personas.
A medida que sus sentimientos comenzaron a fluir de nuevo, comenzó a tocar a Mozart, un compositor que requería más pasión y velocidad. La música surgió a través de ella con viveza, casi con furia. Cuando resonó el último acorde, sintió una satisfacción que casi había olvidado.
El suave aplauso que escuchó a sus espaldas le hizo darse la vuelta. Sentado sobre una de aquellas butacas tan elegantes había un hombre. Aunque Vanessa tenía el sol en los ojos y habían pasado doce años, lo reconoció inmediatamente.
– Increíble -dijo Brady Tucker mientras se ponía de pie y se acercaba a ella. Su largo y nervudo cuerpo bloqueó el sol durante un instante, haciendo que la luz reluciera a su alrededor como si se tratara de un dorado halo-.Absolutamente increíble -repitió, ofreciéndole la mano y una sonrisa-. Bienvenida a casa, Van.
Vanessa se levantó.
– Brady -murmuró. Entonces, le golpeó el estómago con el puño-. Pelota…
Él se derrumbó sobre una butaca cercana, al tiempo que expulsaba de golpe el aire que tenía en los pulmones. A continuación, con un gesto de dolor en el rostro, miró a Vanessa.
– Yo también me alegro de verte.
– ¿Qué diablos estás haciendo aquí?
– Tu madre me dejó entrar.
Después de respirar profundamente, se levantó. Vanessa tuvo que levantar la cabeza para poder seguir mirándolo a los ojos, unos fabulosos ojos azules que habían envejecido demasiado bien.
– No quería molestarte mientras estabas tocando, así que me senté. No esperaba que me recibieras con un puñetazo.
– Pues deberías haberlo hecho -replicó ella. Le agradaba haberlo sorprendido y haberle dado una pequeña porción del dolor que él le había hecho sentir a ella. Su voz era la misma, profunda y seductora. Sólo por eso, le apetecía volver a pegarle-. Ella no me dijo que tú estabas en el pueblo.
– Vivo aquí. Regresé hace ya casi un año -contestó Brady. Observó que Vanessa tenía casi el mismo mohín tan sensual de entonces. Le hubiera gustado que al menos eso hubiera cambiado-. ¿Puedo decirte que tienes un aspecto magnífico o debería ponerme en guardia?
Vanessa sabía muy bien cómo mantener la compostura a pesar del estrés. Volvió a tomar asiento mientras se estiraba muy cuidadosamente la falda.
– No, me lo puedes decir.
– Muy bien. Pues tienes un aspecto magnífico. Tal vez estés algo delgada.
El mohín se hizo más pronunciado.
– ¿Es ésa tu opinión como médico, doctor Tucker?
– En realidad, sí.
Brady decidió correr el riesgo y se sentó a su lado sobre la banqueta del piano. El aroma que emanaba de ella era tan sutil y atrayente como la luz de la luna. Sintió que algo se despertaba dentro de él, lo que le resultó menos inesperado que frustrante. Aunque estaban sentados juntos, Brady sabía que ella estaba tan lejos de él como cuando los había separado un océano entero.
– Tú también tienes buen aspecto -comentó ella, aunque deseó que sus palabras no fueran ciertas.
Efectivamente, Brady aún tenía el cuerpo esbelto y atlético de su juventud. Su rostro no era tan aniñado y la atractiva madurez que presentaba en aquellos momentos le hacía resultar mucho más fascinante. Aún tenía el cabello de un profundo color negro y sus pestañas eran tan largas y espesas como siempre. Las manos seguían siendo tan fuertes y hermosas como lo habían sido la primera vez que la habían tocado. Se recordó que aquello había ocurrido hacía casi una vida entera.
– Mi madre me dijo que tú tenías un buen trabajo en Nueva York.
– Lo tenía -dijo Brady. Se sentía tan nervioso como un colegial. En realidad mucho más. Doce años antes habría sabido cómo manejar a Vanessa, o, al menos, eso había creído-. Regresé para ayudar a mi padre con su consulta. Le gustaría jubilarse dentro de un año o dos.
– Me resulta imposible creer que tú hayas regresado aquí o que el doctor Tucker vaya a jubilarse.
– Los tiempos cambian.
– Así es -dijo Vanessa. Le resultaba también imposible estar sentada al lado de él. Tal vez sólo era un recordatorio de los sentimientos que había sentido de niña, pero, de todos modos, se levantó-. Me resulta igual de difícil imaginarte a ti como médico.
– ¿Quieres que te enseñe el estetoscopio?
– No. Por cierto, he oído que Joanie se ha casado.
– Sí, con Jack Knight nada menos. ¿Te acuerdas de él?
– Creo que no.
– En el instituto iba un curso por delante de mí. Era la estrella del equipo de fútbol. Jugó profesionalmente durante un par de años, pero luego se fastidió la rodilla.
– ¿Es así como lo denominan los médicos?
– Más o menos -contestó Brady, con una sonrisa-. A mi hermana le encantará volver a verte, Van.
– Yo también tengo muchas ganas de verla.
– Tengo que atender a algunos pacientes, pero creo que habré terminado para las seis. ¿Por qué no vamos a cenar y luego te llevo a la granja?
– No, gracias.
– ¿Por qué no?
– Porque la última vez que me invitaste a cenar, a cenar y al baile de fin de curso, me dejaste plantada.
– Veo que eres capaz de guardar el resentimiento durante muchos años.
– Sí.
– Entonces, yo tenía dieciocho años, Van, y tuve mis razones.
– Razones que ya importan muy poco -replicó ella. El estómago le estaba empezando a arder-. Lo importante es que no quiero volver a retomar las cosas donde las dejamos.
– No se trataba de eso.
– Bien. Los dos ahora tenemos vidas completamente separadas, Brady. Sigamos así.
Él asintió muy lentamente.
– Veo que has cambiado más de lo que había pensado.
– Así es -dijo Vanessa. Se dispuso a salir, pero entonces se detuvo y miró por encima del hombro-. Los dos hemos cambiado, pero me imagino que aún sabes dónde está la puerta.
– Sí.
Brady habló más bien consigo mismo, dado que Vanessa ya se había marchado. Efectivamente, conocía dónde estaba la puerta. Lo que nunca se habría imaginado era que ella aún era capaz de poner su mundo patas arriba con sólo una mirada.