Capítulo II

La granja de los Knight se extendía por onduladas colinas y campos cultivados. El heno estaba ya muy alto y el trigo estaba empezando a brotar. Un enorme granero gris se erguía por detrás de tres corrales y, muy cerca, las gallinas picoteaban incesantemente el suelo. Unas rollizas vacas pastaban en una ladera, demasiado perezosas para dignarse a mirar al coche que se acercaba. Por el contrario, los gansos salieron corriendo a lo largo de la orilla del arroyo, excitados y enojados por la intrusión.

Un sendero de grava conducía a la casa. Cuando Vanessa detuvo el coche, desmontó lentamente. Se escuchaba el traqueteo distante de un tractor y el ladrido ocasional de un perro. Más cercanos eran los gorjeos de los pájaros, un intercambio musical que siempre le recordaba a vecinas chismorreando por encima de una valla.

Tal vez era una estupidez sentirse nerviosa, pero no podía evitarlo. Allí vivía su amiga más íntima, alguien con quien había compartido cada pensamiento, cada sentimiento, cada deseo y cada desilusión. Sin embargo, aquellas amigas tan sólo habían sido unas niñas, muchachas a punto de convertirse en mujeres, una época en la que todo resulta mucho más intenso y emocional. No habían tenido la oportunidad de distanciarse poco a poco. Su amistad se había visto interrumpida rápida y bruscamente. Entre aquel momento y el presente, les habían ocurrido a ambas demasiadas cosas. Esperar que las dos pudieran renovar los vínculos y sentimientos de entonces era ingenuo y optimista a la vez.

Vanessa se lo repetía una y otra vez para prepararse para la desilusión mientras subía los escalones de madera que llevaban al porche.

La puerta se abrió de par en par. La mujer que apareció en el umbral provocó una oleada de recuerdos contenidos, pero, al contrario de lo que le había ocurrido cuando vio a su madre, Vanessa no sintió ni confusión ni pena.

«Tiene el mismo aspecto», se dijo. Joanie seguía teniendo una constitución corpulenta, con las curvas que Vanessa había envidiado a lo largo de toda su adolescencia. Aún llevaba el cabello corto y revuelto alrededor de un hermoso rostro. Cabello negro y ojos azules como su hermano, aunque con rasgos más suaves y una perfecta boquita de piñón que había vuelto locos a todos los chicos.

Vanessa abrió la boca para hablar mientras buscaba algo que decir. Entonces, oyó que Joanie lanzaba un grito. Abrazos, cuerpos agitándose, risas, lágrimas y frases entrecortadas que terminaron inmediatamente con tantos años de separación.

– No me puedo creer que estés aquí…

– Te he echado mucho de menos. Tienes un aspecto… Lo siento.

– Cuando oí que tú… -murmuró Joanie, con una dulce sonrisa en los labios-. Dios, me alegro tanto de verte, Van.

– Casi me daba miedo venir -confesó Vanessa mientras se limpiaba las mejillas con el reverso de la mano.

– ¿Por qué?

– Pensé que te comportarías cortésmente conmigo, que me ofrecerías una taza de té mientras te preguntabas de qué diablos podíamos hablar.

Joanie se sacó un arrugado pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz.

– Y yo creí que tú irías vestida con un abrigo de visen y diamantes y que vendrías a verme sólo por tu sentido del deber.

Vanessa lanzó una llorosa sonrisa.

– Tengo el visón guardado.

Joanie le agarró la mano y la hizo entrar por la puerta.

– Entra. Tal vez te ofrezca un té después de todo.

El recibidor era muy luminoso y alegre. Joanie llevó a Vanessa al salón, decorado con unos sofás algo deslucidos, muebles de caoba y bonitas cortinas de chintz. Se notaba que había un bebé en la casa por los sonajeros y los peluches que había por todas partes. Incapaz de resistirse, Vanessa tomó un sonajero rosa y blanco.

– Tienes una hija.

– Sí. Se llama Lara -replicó Joanie, con una sonrisa-. Es maravillosa. Se levantará muy pronto de su siesta. Estoy deseando que la conozcas.

– Me resulta difícil imaginar que seas mamá.

– Yo casi estoy acostumbrada -dijo Joanie, mientras tomaban asiento en el sofá-. Lo que no me puedo creer es que estés aquí. Vanessa Sexton, concertista de piano, lumbrera musical y viajera por todo el mundo.

– ¡Oh, por favor! No me hables de ella. Me la dejé en Washington.

– Deja que me regodee un poco -comentó Joanie, mientras la miraba de arriba abajo-. Estamos tan orgullosos de ti. Todo el pueblo. Si veíamos algo en los periódicos o revistas, algo en las noticias, aquello era lo único de lo que hablaba la gente durante días. Eres el vínculo de Hyattown con la fama y la fortuna.

– Un vínculo algo débil -murmuró Vanessa, con una sonrisa-.Tu granja es maravillosa, Joanie.

– ¿Te lo puedes creer? Yo siempre me imaginé viviendo en uno de esos lofts de Nueva York, planeando almuerzos de negocios y peleándome por conseguir un taxi en la hora punta.

– Esto es mejor -le aseguró Vanessa-. Mucho mejor.

Joanie se quitó los zapatos y se recogió los pies por debajo de las piernas.

– Para mí sí lo es. ¿Te acuerdas de Jack?

– Creo que no. No recuerdo que me hablaras nunca de nadie que se llamara Jack.

– No lo conocí en el instituto. Él era mayor que nosotras cuando empezamos. Recuerdo haberlo visto por los pasillos de vez en cuando. Hombros anchos, un corte de pelo horrible… Entonces, hace cuatro años, yo le estaba echando una mano a papá en la consulta. Yo trabajaba como secretaria en un bufete de Hagerstown…

– ¿Secretaria en un bufete?

– Ésa es una vida anterior. Bueno, todo ocurrió durante la consulta de los sábados de mi padre. Millie estaba enferma… ¿Te acuerdas de Millie?

– Claro que sí -dijo Vanessa. Sonrió al recordar a la enfermera de Abraham Tucker.

– Bueno, yo estaba trabajando aquel fin de semana cuando entró Jack Knight, con su casi metro noventa de estatura y sus ciento trece kilos de peso. Tenía laringitis -comentó, con un suspiro-. Allí estaba aquel enorme y atractivo tipo tratando de decirme por señas que no tenía cita, pero que quería ver al médico. Le hice un hueco entre un caso de varicela y una otitis. Mi padre lo examinó y le dio una receta. Regresó un par de horas más tarde, con un precioso ramo de violetas y una nota en la que me pedía que fuera al cine con él. ¿Cómo iba a poder resistirme?

– Siempre fuiste muy blanda -comentó Vanessa, entre risas.

– Ni que lo digas. Casi sin darme cuenta, salí a comprarme un traje de novia y empecé a aprenderlo todo sobre el abono. Te aseguro que han sido los cuatro mejores años de mi vida. Ahora, háblame de ti. Quiero que me lo cuentes todo.

Vanessa se encogió de hombros.

– Ensayos, conciertos, viajes…

– Estancias en Roma, Madrid, Mozambique…

– Esperas en aeropuertos y alojamientos en habitaciones de hotel -dijo Vanessa-. Te aseguro que no es una vida tan glamurosa como podría parecer.

– No, supongo que departir con actores famosos, dar conciertos para la reina de Inglaterra o compartir veladas románticas con millonarios puede ser bastante aburrido.

– ¿Veladas románticas? -repuso Vanessa, riendo-. Creo que no he tenido ni una velada romántica con nadie.

– Venga, Van, no me hagas salir de la burbuja. Durante años, te he imaginado brillando entre los más brillantes, siendo la celebridad más famosa de todas…

– Te aseguro que lo único que he hecho ha sido tocar el piano y viajar en avión.

– Veo que eso te ha mantenido en forma. Me apuesto algo que todavía eres capaz de ponerte una talla treinta y seis.

– Tengo una estructura ósea muy ligera.

– Espera a que te vea Brady.

– Lo vi ayer.

– ¿De verdad? El muy canalla no me ha llamado -comentó, con una sonrisa-. Bueno, ¿cómo fue?

– Le pegué.

– ¿Que tú…? -preguntó Joanie. Se atragantó, tosió y, por fin, se recuperó-. ¿Que le pegaste? ¿Por qué?

– Por haberme dejado plantada la noche de su baile de graduación.


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