—¡Sálvame, Juan! Llévame contigo muy lejos... Si no lo haces, entonces sí podrás llamarme Satanás. Si siguen acorralándome, me defenderé a zarpazos y a dentelladas, me vengaré de ti, de Renato, de ella... De ella, sí... Hasta ahora no quise hacerle ningún daño. El mal que le vino, se lo trajeron las circunstancias. Pero si por última vez me rechazas, seré implacable. Si no me salvas, me hundiré; pero hundiendo a todos los que me rodean. ¿Me salvas, o me abandonas, Juan? ¡Contesta! ¡Contesta!

Enloquecida, ciega, desesperada, habla Aimée aferrada al brazo de Juan, que, inmóvil, la contempla con una sonrisa tan amarga que parece una mueca al rechazar con ira contenida:

—¿Quieres dejarme en paz? Cuando te casaste con otro, mientras yo me jugaba la vida para volver por ti, debiste pensar que habíamos terminado para siempre.

—Tal vez, pero entonces tú no lo pensabas tampoco. No te cruzaste de brazos, no me miraste con ese insultante desdén con que me miras ahora. Quizás te convenga saber que Mónica está gestionando la anulación de su matrimonio.

—¡Mientes! Eso no es cierto...

—No te acusó ante los tribunales, porque tenía miedo; pero en esos documentos secretos, que ya deben estar camino de Roma, no hay una infamia que no te atribuya. Su alejamiento de Renato en el tribunal era sólo una farsa. Están de acuerdo, aunque aparenten lo contrario. Y si una cosa les sale mal, no importa, emprenden otra inmediatamente. Tú les estorbas, pero ellos sabrán suprimirte. Yo también les estorbo, y sólo les detiene la consideración por ese hijo que tiene que nacer... que acaso hubiera sido posible que naciera si tú, estúpidamente, no te hubieses atravesado en mi camino. Renato me rechaza, pero Britton...

—¿Y era de Britton de quien esperabas...?

—¡De Britton sólo esperaba que me trajera a un lugar a donde pudiera encontrarte a ti!

—¿En qué quedamos? ¿Por qué no hablas claro de una vez?

—Eres mi última esperanza, Juan. No te faltó razón al decir que estoy en un callejón sin salida. A veces no sé ni lo que digo, tan ciega estoy de celos, de despecho. Mónica, esa santa que pretendes, es mi sombra negra... Puso sus ojos en Renato, envenenó primero mi amor por él, luego mi amor por ti... y ahora... ahora... ¡Te juro que es tu peor enemiga! Es cera blanda en manos de Renato. Sólo trabajan para tu daño, pero no a la luz del sol... Ya saldrá, ya saldrá lo que te preparan...

—No creo una palabra de lo que dices. ¡Nada que salga de tu boca es verdad! ¡No vuelvas a acercarte a mí, o te arrepentirás de haberlo hecho!

—Tú eres el que vas a arrepentirte de... —amenaza Aimée; pero es interrumpida por la mestiza sirvienta que acercándose exclama:

—¡Ay, señora... por fin la encuentro! La señora Sofía me mandó que la buscara. Dice que usted tiene que estar en el cuarto cuando el señor Renato vuelva...

—¡Cállate, imbécil! —la ataja Aimée.

—¿Por qué insultas a tan útil sirvienta? —reprocha Juan con sarcasmo—. Creo que eres injusta. Se ve que ha corrido para salvarte... Así paga el diablo a quien lo sirve.

—En efecto, así paga Juan del Diablo a quien ha sido lo bastante imbécil para querer sacarlo de la cárcel, y lo bastante tonta para buscarlo por segunda vez —advierte Aimée con ira concentrada. Y volviéndose hacia Ana, ordena—: ¡Vamos ya! ¿En qué viniste? Supongo que no saldrías a buscarme a pie.

—¡Ay, no, qué va! Ya llevamos tres horas dando rueda. Vine en el coche chiquito, con Esteban de cochero, que ése sí es mi amigo, señora, y ése se calla la boca pase lo que pase... que ni él ni yo le vamos a decir a nadie que usted estaba con el señor Juan, porque entonces sí que iba a arder San Pedro...

—¡Cállate! —se enfurece Aimée. Y subiendo al coche, ordena—: Sigue despacio, Esteban, lo más despacio que puedas...

—¿De dónde vienes?

—¿Para qué quieres saberlo? ¿Te ha dejado doña Sofía la misión de vigilarme?

Aimée ha hecho un esfuerzo tratando de fingir el tono frívolo, el gesto despreocupado de encogerse de hombros bajo aquella mirada cargada de reproches, pero también de angustia, conque Catalina de Molnar la envuelve. Ha llegado silenciosa hasta su alcoba del piso alto... Nadie la ha visto, no se ha cruzado con nadie en pasillos ni escaleras... Un momento, la presencia de su madre la turba, conteniéndola; luego, busca la llave que ha llevado consigo y abre tranquilamente aquella puerta que comunica su alcoba con el gabinete...

—¡Era verdad! ¡Todo era verdad! He tenido que verlo con mis propios ojos para convencerme —clama Catalina en triste tono de desolación.

—¿No te parece que el momento no es para sermones? —se impacienta Aimée—. Ya he oído bastantes cosas desagradables esta noche.

—¿Te vio Renato? —se alarma Catalina.

—No... Claro que no... Ni me vio ni creo que se entere que he salido, a menos que tú se lo cuentes. De otro modo, no hay riesgo. Doña Sofía no soltará prenda, y Yanina no creo que se atreva a desobedecerla... Después de todo, no hice nada malo. Salí a respirar, a ver el carnaval, a distraerme... Nunca pensé que casarme con Renato D'Autremont fuera algo tan aburrido y tan estúpido... Primero sus celos, ahora su abandono, su desdén...

—Toda la culpa es tuya, Aimée, aunque yo también acepto mi parte en el hecho de que seas como eres... Fui una madre débil, complaciente, demasiado amorosa para una hija rebelde... Tú necesitabas otra cosa... Sé que ahora serían inútiles mis reproches, mis consejos... No voy a hablarte por mí, sino en nombre de Sofía...

—¡Mucho tardabas en nombrarla! Te has convertido en la sombra de ella.

—En efecto, no soy ya más que una sombra... Este es el pecado que ahora estoy purgando: el de no ser nada para nadie, el de no existir realmente ni siquiera en el corazón de mis hijas... Ambas estáis muy lejos de mí, ambas me sois extrañas... Una, por generosa, por sublime; otra, por egoísta, por perversa... Me sangran los labios al tener que decírtelo, pero es cierto: vives para el mal y para el engaño...

—¿Quieres dejarme en paz? —rechaza Aimée con fastidio.

—Ya te dejo... Eso es lo que vine a decirte... Me voy, la pobre sombra que soy va a desvanecerse, pero si eres todavía capaz de escuchar la última súplica de tu madre, te ruego que salgas hoy mismo para Campo Real. Es el deseo de Sofía. Ella quiere volver y que tú la acompañes...

—¿Yo? ¿No le sobran criados para ello?

—Está desesperada, y yo le prometí convencerte. Quiere llevarte a Campo Real y cuidar en ti a ese heredero que es su última esperanza, su última ilusión...

—¡Vaya! ¡Ya apareció aquello!

—También es el deseo de Renato. Con ello salvas lo único que puedes ya salvar: tu posición en esta casa, y el porvenir de ese hijo que va a nacer...

—¿Y si no naciera? —se revuelve Aimée hecha una furia.

—¿Qué dices, hija? —se alarma Catalina, francamente asustada—. No quiero pensar que has mentido, que has sido capaz... ¡Aimée, hija...! ¿Qué es lo que estás tratando de decirme?

—Nada, mamá, tranquilízate —ríe Aimée amargamente—. Te estaba gastando una broma para responder a tu monserga moralista que, a las cuatro de la mañana, no le sienta a nadie bien...

—Sé que no tienes corazón, pero no creo que llegues a eso. Sin embargo, tú lo has dicho por algo... Aimée... ¡Aimée, sé una vez sincera!

Aimée ha apretado los labios sensuales, ha entornado los párpados, ha quedado largo rato inmóvil, como si meditara profundamente, como si urdiera un nuevo plan en su mente diabólica... Luego, sonríe casi burlona:

—Lo que voy a hacer, por una vez, es complacerte...

—¿De veras? —se esperanza Catalina.

—Porque tú me lo pides, mamá. Ya veo que mi suegra me ha tomado miedo... Menos mal... Esperaba encontrarla aquí en lugar tuyo, aguardándome con la caja de los truenos en la mano, la voz solemne y el aspecto siniestro. Si hubiera venido de ese modo, la habría mandado a paseo. Pero te envía a ti como embajadora, tú llegas con lágrimas en los ojos, y aunque yo sea la hija malvada, la hija perversa, la hija sin corazón, te voy a complacer. No quiero ser menos que la hija sublime que, según tengo entendido, va a tomar los hábitos. ¿No?


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