—Sí, así es, en efecto. Mónica dijo que lo aceptaba todo y firmó la solicitud que le llevamos. Cuando su lazo matrimonial esté anulado, tomará los hábitos. Es triste, pero al menos quedará a salvo del escándalo, a salvo de la maldad del mundo y de ese hombre...
—¿Puedes garantizarme que nada de eso va a volverse atrás?
—Desde luego. Claro que puedo garantizarlo. Mónica no miente.
—Pues fiemos en la palabra de Santa Mónica... Juan y Renato han muerto para ella, ¿verdad?
—Puesto que no va a salir del convento, como si hubiera muerto.
—¿También puedes garantizarme que doña Sofía no va a meterse en cuanto yo haga allá, en Campo Real? ¿Que va a dejarme en paz, salir, entrar y hacer exactamente lo que yo quiera?
—Mientras no perjudiques tu salud...
—Sin restricciones. Ya sabré yo cómo me cuido. Si promete dejarme en paz, dile que esta misma tarde salgo para Campo Real con ella... Y ahora, déjame dormir mamá, tengo mucho sueño...
Le ha vuelto la espalda, ha entrado en la alcoba, hay una sonrisa de burla infinita en sus labios sensuales, y también un relámpago satánico en sus negros ojos...
2
—NO RETIRO LA apuesta... la dejo... ¡Treinta onzas a la reina de diamantes!
Sobre el verde tapete, las cartas están en cuatro mazos, y el montón de monedas, que Juan del Diablo acaba de ganar, vierte su brillante destello sobre la carta nueve veces triunfante... Poco a poco sus contrincantes se han ido retirando, y, ahora, los dos últimos se alejan en silencio. Casi nadie juega ya en el tugurio; los que no se han ido, se agrupan alrededor de aquella mesa mirando con ojos asombrados al hombretón que sonríe con gesto tan amargo a su buena suerte...
—Creo que has desbancado la mesa, Juan —observa Noel—. ¿Por qué no recoges tus onzas y nos vamos ya?
Un hombre se ha detenido en la puerta del tugurio y ha penetrado lentamente. Las cabezas se vuelven observando sus ropas de caballero, su perfil aquilino, la expresión tensa que endurece su rostro, el brillo metálico de sus ojos claros, fijos en el rostro de Juan. Poco a poco va acercándose a la mesa, y es Pedro Noel el primero en descubrirlo, poniéndose de pie, agarrándose alarmado del brazo del patrón del Luzbel, sin lograr moverle, mientras implora apremiante:
—Vámonos de aquí, Juan, vámonos inmediatamente. Ya es muy tarde, las cinco por lo menos... ¡Recoge tu dinero y vámonos! ¿No ves que se van todos?
—¿No hay quien haga juego? —inquiere Juan alzando la voz—. ¿No hay nadie que responda a la apuesta? ¿Nadie quiere medir su suerte con Juan del Diablo?
—¡Yo! —acepta Renato acercándose—, ¡Y doblo la apuesta!
—¿De veras?
—¿No estabas pidiendo un contrincante? ¡Aquí está! ¿Qué te pasa? ¿No tienes bastante dinero?
—¡Dije treinta onzas a la dama de diamantes!
—¡Sesenta al rey de espadas! ¡Echa cartas, croupier! ¿No oíste? ¡Echa cartas!
—A Bruno le sorprende la presencia de un caballero en su casa. Por eso te mira de esa manera —observa Juan, apagándose en sus pupilas la cólera que por un momento las encendiera—. Y no responde, sencillamente porque es mudo. Pero eso sí, oye muy bien. Echa las cartas, Bruno, no tengas miedo... acepto al contrincante. Tu nuevo cliente tiene mucho dinero, y no importa que no saque las onzas del bolsillo. Pagará, pagará hasta el último centavo de todo lo que pierda, que será mucho. Aunque nació para ganar, ahora le ha llegado el momento de perder...
—¡Por favor, basta de tonterías! —tercia Noel, asustadísimo y tartamudeando—. Juan y yo nos íbamos en este momento, Renato. El lugar se cierra precisamente al amanecer, y está ya amaneciendo. Yo creo que después de lo que ha pasado...
—Después de lo que ha pasado, no debería usted atreverse a dirigirme la palabra, Noel —reprueba Renato con altanería—. Hace un momento, este hombre desafió a todos los presentes a luchar contra su suerte. Nadie ha respondido más que yo. Dije sesenta onzas y aquí las tiene. ¿Qué esperabas para tallar, imbécil?
El llamado Bruno baraja rápidamente las cartas entre sus ágiles dedos. Los últimos jugadores de otras mesas desaparecen. Sólo dos o tres rezagados se mantienen alrededor de aquella mesa, espiando con curiosidad la extraña pugna. Juan parece sereno, mientras Renato tiembla de cólera, y Noel, resignado, baja la cabeza. Caen los naipes uno a uno en el silencio espeso de las respiraciones contenidas, hasta que...
—¡Rey de espadas! —proclama Renato. Y satisfecho, pero sin poder ocultar la amargura, observa—: ¡No es imposible torcer la suerte de Juan del Diablo! ¡Perdiste a un solo golpe!
—¡No! A un solo golpe va ahora todo lo que tengo. ¡Todo lo que tengo contra esas noventa onzas! —Rabiosamente, Juan ha hundido las manos en sus bolsillos, sacando puñados de monedas, arrugados billetes... Hay dinero de todos los países: las pequeñas y gruesas libras esterlinas y el pálido oro de Venezuela junto a arrugados billetes de cien francos y florines holandeses—. Aquí hay noventa onzas, poco más o menos. Va contra todo lo tuyo, ¡si es que no me niegas el desquite!
—No te lo niego. Y si quieres seguir jugando, te admito como bueno hasta la mugre de tu barco. ¡Cartas, croupier!
Una a una han vuelto a caer las cartas en silencio, crispando a los presentes, mientras con voz tensa de emoción Noel va enumerando:
—Dos de diamantes... tres de espadas... cinco de trébol... cuatro de corazón... ¡Dama de diamantes!
—¡Gané! —señala Juan con una mezcla de orgullo y de alegría.
—No lo toques. ¡Van doscientas onzas contra eso! —propone Renato. Y destilando ironía, observa—: A menos que me niegues el desquite...
—¡Nunca lo niego! —se encrespa Juan con altivez—, ¡Cartas, croupier!
—¡Ay, mi ama... mi ama! Pero, ¿de veras nos vamos para Campo Real?
Con los gruesos labios temblorosos y las mejillas del verde color ceniciento que presta el miedo a su morena piel, Ana parece incapaz de moverse. Está parada frente a Aimée, que, frunciendo el ceño, obliga a su cerebro a urdir rápidamente aquel plan cuya primera idea le dieran las palabras de su madre:
—Soy una malvada... vivo para el engaño, ¿no oíste? Mi propia madre lo piensa así... Sus dos hijas están muy lejos de su corazón, una por sublime... la sublime es Mónica... la malvada... la malvada soy yo, naturalmente. No hay infamia de la que no me considere capaz, porque no tengo corazón... Los D'Autremont me compraron... me compraron con su ilustre apellido. Soy propiedad de ellos, ¿no te das cuenta? ¿No entiendes?
—Yo no entiendo sino que nos vamos a donde no debemos ir. Usted no sabe cómo son las cosas por allá, cómo eran cuando el señor Renato estaba fuera. La señora dejaba que Bautista hiciera todo lo que le daba la gana... Cuando la señora Sofía era quien mandaba en Campo Real...
—Ya sé... pero muy pronto no mandará ella, sino yo, ¿entendiste? Es lo único que puedo salvar de todo esto, y voy a salvarlo.
—¡Pero a mí el Bautista me tiene apuntada en la lista negra! —se lamenta la asustada Ana.
—Estarás a mi lado. Mientras me sirvas bien, no tengas miedo... Oye, Ana, antes que la señora D'Autremont te tomara a su servicio, tú vivías en la parte alta de la hacienda, ¿verdad?
—Sí, mi ama, trabajaba en las plantaciones de café. ¡Qué malo es eso! Hay que cargar unas canastas de este tamaño, aquí en la cabeza, y arrancar los granitos uno por uno. Y cuando llega una deshecha, entonces ponerse a hacer la comida... Y en las barracas dormimos todos juntos, como perros.
—No todos viven así... Hay bailes, hay fiestas algunas veces... Y un poco más arriba de los cafetales, en lo alto del desfiladero, vive una mujer a quien todos respetan.
—¡Ah, sí! Vive Chola, la bruja. Unos le llaman Carabosse. La llaman siempre cuando alguno se muere, para que le haga la mortaja, y también cuando un niño va a nacer. Y vende ungüentos para los dolores, amuletos para los amores que no se dan, y muñecos de seda que, con otras cosas, sirven para vengarse de las gentes... porque lo que se le hace al muñeco le pasa a la gente que el muñeco representa...