Arturo Pérez-Reverte

El caballero del jubón amarillo

El caballero del jubón amarillo pic_1.jpg

A Germán Dehesa,

por las menudas honras

Por odio y contrario afán
calumniado torpemente,
fue soldado más valiente
que prudente capitán.
Osado y antojadizo
mató, atropelló cruel;
mas por Dios que no fue él,
fue su tiempo quien lo hizo.

I. EL CORRAL DE LA CRUZ

A Diego Alatriste se lo llevaban los diablos. Había comedia nueva en el corral de la Cruz, y él estaba en la cuesta de la Vega, batiéndose con un fulano de quien desconocía hasta el nombre. Estrenaba Tirso, lo que era gran suceso en la Villa y Corte. Toda la ciudad llenaba el teatro o hacía cola en la calle, lista para acuchillarse por motivos razonables como un asiento o un lugar de pie para asistir a la representación, y no por un quítame allá esas pajas tras un tropiezo fortuito en una esquina, que tal era el caso: ritual de costumbre en aquel Madrid donde resultaba tan ordinario desenvainar como santiguarse. Pardiez que a ver si mira vuestra merced por dónde va. Miradlo vos, si no sois ciego. Pese a Dios. Pese a quien pese. Y aquel inoportuno voseo del otro -un caballero mozo, que se acaloraba fácil- haciendo inevitable el lance. Vuestra merced puede tratarme de vos e incluso tutearme muy a sus anchas, había dicho Alatriste pasándose dos dedos por el mostacho, en la cuesta de la Vega, que está a cuatro pasos. Con espada y daga, si es tan hidalgo de tener un rato. Por lo visto el otro lo tenía, y no estaba dispuesto a modificar el tratamiento. De manera que allí estaban, en las vistillas de la cuesta sobre el Manzanares, tras caminar uno junto al otro como dos camaradas, sin dirigirse la palabra ni para desnudar blancas y vizcaínas, que ahora tintineaban muy a lo vivo, cling, clang, reflejando el sol de la tarde.

Paró, con atención repentina y cierto esfuerzo, la primera estocada seria tras el tanteo. Estaba irritado, más consigo mismo que con su adversario. Irritado de la propia irritación. Eso era poco práctico en tales lances. La esgrima, cuando iban al parche de la caja la vida o la salud, requería frialdad de cabeza amén de buen pulso, porque de lo contrario uno se arriesgaba a que la irritación o cualquier otro talante escapase del cuerpo, junto al ánima, por algún ojal inesperado del jubón. Pero no podía evitarlo. Ya había salido con aquella negra disposición de ánimo de la taberna del Turco -la discusión con Caridad la Lebrijana apenas llegada ésta de misa, la loza rota, el portazo, el retraso con que se encaminaba al corral de comedias-, de modo que, al doblar la esquina de la calle del Arcabuz con la de Toledo, el malhumor que arrastraba convirtió el choque fortuito en un lance de espada, en vez de resolverlo con sentido común y verbos razonables. De cualquier modo, era tarde para volverse atrás. El otro se lo tomaba a pecho, aplicado a lo suyo, y no era malo. Ágil como un gamo y con mañas de soldado, creyó advertir en su manera de esgrimir: piernas abiertas, puño rápido con vueltas y revueltas. Acometía a herir a lo bravo, en golpes cortos, retirándose como para tajo o revés, buscando el momento de meter el pie izquierdo y trabar la espada enemiga por la guarnición con su daga de ganchos. El truco era viejo, aunque eficaz si quien lo ejecutaba tenía buen ojo y mejor mano; pero Alatriste era reñidor más viejo y acuchillado, de manera que se movía en semicírculo hacia la zurda del contrario, estorbándole la intención y fatigándolo. Aprovechaba para estudiarlo; en la veintena, buena traza, con aquel punto soldadesco que un ojo avisado advertía pese a las ropas de ciudad, botas bajas de ante, ropilla de paño fino, una capa parda que había dejado en el suelo junto al chapeo para que no embarazase. Buena crianza, quizás. Seguro, valiente, boca cerrada y nada fanfarrón, ciñéndose a lo suyo. El capitán ignoró una estocada falsa, describió otro cuarto de arco a la derecha y le puso el sol en los ojos al contrincante. Maldita fuera su propia estampa. A esas horas La huerta de Juan Fernández debía de estar ya en la primera jornada.

Resolvió acabar, sin que la prisa se le volviera en contra. Y tampoco era cosa de complicarse la vida matando a plena luz y en domingo. El adversario acometía para formar tajo, de manera que Alatriste, después de parar, aprovechó el movimiento para amagar de punta por arriba, metió pies saliéndose a la derecha, bajó la espada para protegerse el torso y le dio al otro, al pasar, una fea cuchillada con la daga en la cabeza. Poco ortodoxo y más bien sucio, habría opinado cualquier testigo; pero no había testigos, María de Castro estaría ya en el tablado, y hasta el corral de la Cruz quedaba un buen trecho. Todo eso excluía las lindezas. En cualquier caso, bastó. El contrincante se puso pálido y cayó de rodillas mientras la sangre le chorreaba por la sien, muy roja y viva. Había soltado la daga y se apoyaba en la espada curvada contra el suelo, empuñándola todavía. Alatriste envainó la suya, se acercó y acabó de desarmar al herido con un suave puntapié. Luego lo sostuvo para que no cayera, sacó un lienzo limpio de la manga de su jubón y le vendó lo mejor posible el refilón de la cabeza.

– ¿Podrá vuestra merced valerse solo? -preguntó.

El otro lo miraba con ojos turbios, sin responder. Alatriste resopló con fastidio.

– Tengo cosas que hacer -dijo.

Al fin, el otro asintió débilmente. Hacía esfuerzos por incorporarse, y Alatriste lo ayudó a ponerse en pie. Se le apoyaba en el hombro. La sangre seguía corriendo bajo el pañizuelo, pero era joven y fuerte. Coagularía pronto.

– Mandaré a alguien -apuntó Alatriste.

No veía el momento de irse de una maldita vez. Miró arriba, al chapitel de la torre del Alcázar Real que se alzaba sobre las murallas, y luego abajo, hacia la prolongada puente segoviana. Ni alguaciles -ése era el lado bueno- ni moscones. Nadie. Todo Madrid estaba en lo de Tirso, mientras él seguía allí, perdiendo el tiempo. Tal vez, pensó impaciente, un real sencillo resolviese la cuestión con cualquier es portillero o ganapán ocioso de los que solía haber intramuros de la puerta de la Vega, esperando viajeros. Éste podría llevar al forastero hasta su posada, al infierno, o a donde diablos gustara. Hizo sentarse de nuevo al herido, en una piedra vieja caída de la muralla. Luego le alcanzó sombrero, capa, espada y daga.

– ¿Puedo hacer algo más?

El otro respiraba despacio, aún sin color. Miró a su interlocutor un largo rato, como si le costara precisar las imágenes.

– Vuestro nombre -murmuró al fin con voz ronca. Alatriste se sacudía con el sombrero el polvo de las botas.

– Mi nombre es cosa mía -respondió con frialdad, calándose el chapeo-. Y a mí se me da un ardite el vuestro.

Don Francisco de Quevedo y yo lo vimos entrar justo con las guitarras de final del entremés, el sombrero en la mano y el herreruelo doblado sobre el brazo, recogiendo la espada y baja la cabeza para no molestar, abriéndose paso con mucho disimule vuestra merced y excúseme que voy allá, entre la gente que atestaba el patio y todo el espacio disponible del corral. Salió por delante de la cazuela baja, saludó al alguacil de comedias, pagó dieciséis maravedíes al cobrador de las gradas de la derecha, subió los peldaños y vino hasta nosotros, que ocupábamos un banco en primera fila, junto al antepecho y cerca del tablado. En otro me habría sorprendido que todavía lo dejaran entrar, cuajado como estaba todo de público aquella tarde, con gente en la calle de la Cruz protestando porque no quedaba lugar; pero luego supe que el capitán se las había ingeniado para no acceder por la puerta principal, sino por la cochera, que era la entrada de las mujeres a la cazuela que les estaba reservada, y cuyo portero -con coleto de cuero para protegerse de las cuchilladas de quienes pretendían colarse sin pagar- era mancebo en la botica que el Tuerto Fadrique, muy amigo del capitán, tenía en Puerta Cerrada. Por cierto que, tras ensebarle al portero la palma y sumando entrada, asiento y limosna de hospitales, el desembolso llegaba a los dos reales, sangría que para el bolsillo del capitán no era liviana, si consideramos que otras veces podía conseguirse un aposento de arriba por ese precio. Pero La huerta de Juan Fernández era comedia nueva, y de Tirso. En aquel tiempo, junto al anciano Lope de Vega y otro poeta joven que ya pisaba fuerte, Pedro Calderón, el fraile mercedario que en realidad se llamaba Gabriel Téllez era de los que hacían la fortuna de arrendadores y representantes, así como las delicias de un público que lo adoraba, aunque no llegase a las alturas de gloria y popularidad en que se movía el gran Lope. Además, la huerta madrileña que daba nombre a la comedia era lugar famoso junto al Prado alto, jardín espléndido y ameno frecuentado por la Corte, lugar de moda y citas galantes que sobre el tablado de la Cruz estaba dando mucho de sí, como lo probaba que durante la primera jornada, apenas Petronila apareció vestida de hombre con botas y espuelas, junto a Tomasa disfrazada de lacayuelo, el público había aplaudido a rabiar incluso antes de que la bellísima representante María de Castro abriese la boca. Y hasta los mosqueteros -el gentío apretado en la parte baja al fondo del patio, así llamado por lo ruidoso de sus críticas y abucheos, y por estarse a pie en grupo con capa, espada y puñal, como soldados en alarde o facción- orquestados por el zapatero Tabarca, su jefe de filas, habían acogido con mucho batir de palmas y grave asentir de cabezas, como quien harto conoce y aprecia, aquellos versos de Tomasa:


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