– ¿Y eso qué es?
– Especulación. Tony compraba guiones, pero también manuscritos y libros.
– ¿Y cómo especulaba con ellos?
– Él adquiría los derechos y, cuando subía su valor o el autor se ponía de moda, los vendía. ¿Conocen a Michael Saint John?
A Bosch le sonaba el nombre, pero negó con la cabeza. Rider hizo lo mismo.
– Es uno de los guionistas de moda. Dentro de un año estará dirigiendo largometrajes para algún estudio.
– ¿Y?
– Hace ocho años, cuando Saint John era un pobre estudiante de cine y buscaba un agente, mi marido era uno de los buitres que pululaban por la facultad. Verán, las películas de Tony eran de tan bajo presupuesto que necesitaba a estudiantes para que las escribieran y las dirigieran. Por eso conocía las universidades y escuelas, y sabía reconocer a un joven con talento. Michael Saint John era uno de ellos. Un día en que el chico estaba desesperado, le vendió a Anthony los derechos de tres de sus guiones por dos mil dólares. Ahora, cualquier cosa con el nombre de Saint John se vende por cantidades de seis cifras como mínimo.
– Y los escritores, ¿cómo se lo toman?
– No muy bien. Saint John estaba intentando comprarle los guiones.
– ¿Lo cree capaz de haberle hecho daño a su marido?
– No. Ustedes me han preguntado a qué se dedicaba Tony y yo les he contestado. Pero si me preguntan quién lo podría haber matado, eso no lo sé.
Bosch tomó más notas.
– Dice que su marido se veía con inversores cuando viajaba a Las Vegas -le recordó Rider.
– Así es.
– ¿Podría decirnos sus nombres?
– Pueblerinos de Iowa, supongo. Gente que encontraba y a quienes convencía para invertir en una película. Les sorprendería la cantidad de personas que están locas por participar en una producción de Hollywood. Y Tony era un buen vendedor. Lograba que una simple película de dos millones de dólares sonara como la segunda parte de Lo que el viento se llevó. A mí también me convenció.
– ¿Qué?
– Me convenció para que actuara en una de sus películas; así le conocí. Tal como él me lo pintó, yo iba a ser la nueva Jane Fonda: sexy, pero inteligente. Era un largometraje para un estudio; lo malo es que el director era cocainómano, el guionista no sabía escribir y la película salió tan mal que nunca se estrenó. Fue el final de mi carrera. Tony no volvió a trabajar para un estudio y se pasó el resto de su vida haciendo porquerías para vídeo.
Mientras admiraba los cuadros y muebles en aquella sala de techos altos, Bosch comentó:
– No parece que le fuese tan mal.
– No -respondió ella-. Supongo que esto se lo debemos a los pueblerinos de lowa.
El rencor de Verónica Aliso era agobiante. Bosch bajó la cabeza para rehuir su mirada.
– Tanto hablar… Tengo sed -continuó ella tras una pausa-. ¿Quieren algo?
– Sí, gracias. Un vaso de agua -contestó Bosch-. Aunque en seguida nos vamos.
– ¿Detective Rider?
– No, gracias.
– Ahora vuelvo.
En cuanto ella se hubo ido, Bosch se levantó y se paseó por la habitación con aire despreocupado. No le dijo nada a Rider. Estaba contemplando una figurita de cristal de una mujer desnuda cuando Verónica Aliso regresó con dos vasos de agua helada.
– Sólo quiero hacerle un par de preguntas más sobre esta semana pasada.
– Adelante.
Bosch bebió un sorbo de agua y se quedó de pie.
– ¿Sabe qué equipaje se llevó su marido a Las Vegas?
– Sólo una bolsa.
– ¿Cómo era?
– Una de ésas que se cuelgan del hombro y se doblan por la mitad. Verde con correas de piel marrón y una etiqueta con su nombre.
– ¿Solía llevar maletín?
– Sí, uno de aluminio. Son ligeros pero imposibles de forzar. ¿Es que falta su equipaje?
– No estamos seguros. ¿Sabe dónde guardaba la llave del maletín?
– En su llavero, con las del coche.
Ni en el cadáver ni en el Rolls habían encontrado aquellas llaves, por lo que tal vez las habían robado para abrir el maletín. Harry depositó el vaso junto a la figurita de cristal y volvió a mirarla. Después, tomó nota de la descripción del maletín y de la bolsa.
– ¿Llevaba su marido una alianza de matrimonio?
– No, sólo un reloj bastante caro. Un Rolex que le regalé yo.
– No se lo llevaron.
– Ah.
Bosch dejó de apuntar y alzó la vista.
– ¿Recuerda qué ropa llevaba el jueves por la mañana?
– Em… No sé, ropa informal… Ah sí, unos pantalones blancos, una camisa azul y su cazadora.
– ¿Una cazadora de cuero negro?
– Sí.
– ¿Recuerda si lo abrazó o le dio un beso de despedida?
Esto pareció ponerla nerviosa. Bosch inmediatamente se arrepintió de la manera en que había formulado la pregunta.
– Lo siento. Lo que quería decir es que encontramos unas huellas dactilares en el hombro de la chaqueta. Si usted lo tocó ahí el día que él se marchó, podrían ser suyas.
Ella se quedó en silencio un momento. Bosch pensó que por fin iba a llorar, pero se equivocaba.
– Puede ser, aunque no lo recuerdo… No, creo que no.
Bosch sacó de su maletín un pequeño aparato para recoger huellas que parecía una diapositiva, pero con una pantallita de dos caras rellena de tinta. Al apretar con el pulgar en el lado A, la huella se imprimía en una tarjeta colocada debajo del lado B.
– Me gustaría tomar una huella de su pulgar para compararla con la que sacamos de la cazadora. Si determinamos que usted no lo tocó, podríamos tener una buena pista.
Verónica Aliso se acercó a Bosch, quien le apretó el pulgar derecho sobre la pantalla. Cuando Harry le soltó el dedo ella lo miró.
– No mancha.
– Está bien, ¿verdad? Empezamos a usar este sistema hace un par de años.
– La huella de la cazadora, ¿era de una mujer?
Bosch la miró fijamente.
– No lo sabremos seguro hasta que descubramos a quién pertenece.
Al guardar la pantallita y la tarjeta con la huella en el maletín, Bosch vio la bolsa que contenía los poppers y la sacó para mostrársela.
– ¿Sabe qué son?
Ella los miró con perplejidad y negó con la cabeza.
– Poppers de nitrato amílico. Alguna gente los utiliza para aumentar su capacidad y satisfacción sexual. ¿Los usaba su marido?
– ¿Es que los llevaba encima?
– Señora Aliso, le ruego que se limite a contestar mis preguntas. Sé que es difícil, pero hay cierta información que todavía no puedo darle. Le prometo que lo haré en cuanto pueda.
– No, no los usaba… conmigo.
– Siento tener que mencionar detalles tan íntimos, pero tiene que comprender que todos queremos atrapar al culpable de esto. Veamos, su marido era unos diez o doce años mayor que usted. -Bosch exageraba un poco-. ¿Tenía problemas para mantener relaciones sexuales? ¿Puede ser que estuviera usando poppers sin que usted tuviera conocimiento?
Ella se volvió para regresar a su butaca.
– Eso no puedo saberlo -dijo una vez sentada.
En esta ocasión fue Bosch quien la miró perplejo. ¿Qué quería decir? Su silencio funcionó, ya que ella contestó antes de que él tuviera que preguntárselo. Sin embargo, no se dirigió a él, sino a Rider; como si ella, por ser mujer, pudiera comprenderla mejor.
– Detective, yo no tenía… relaciones sexuales. Mi marido y yo no…, bueno, que no ha habido nada en los últimos dos años.
Bosch asintió y bajó la vista, aunque no escribió nada. Incapaz de anotar aquella información ante la mirada de ella, cerró la libreta y se la guardó.