– Pues te vas a pasar toda la noche aquí, Chuck. Son muchos papeles y mucho trabajo. Será más fácil para todos si nos los llevamos a comisaría.

– Ya lo sé. Yo también he pasado por lo mismo, pero me han dado instrucciones de que no os deje sacar nada sin una orden.

Bosch utilizó el teléfono de recepción para llamar a Edgar, que todavía estaba en la oficina de detectives y se disponía a escribir los primeros informes sobre el caso. Bosch le pidió que lo dejara y comenzara a pedir órdenes de registro para todos los documentos de la casa de Aliso, de su despacho en el Archway y cualquier papel que se hallara en posesión de su abogado.

– ¿Me estás pidiendo que llame al juez esta noche? -preguntó Edgar-. ¿Son casi las dos?

– Hazlo -contestó Bosch-. Cuando te las firme, tráetelas al Archway. Ah, y coge algunas cajas.

Edgar refunfuñó porque le estaba tocando bailar con la más fea. A nadie le gusta despertar a un juez en plena noche.

– Ya sé, ya sé, Jerry, pero hay que hacerlo. ¿Alguna novedad?

– Nada importante. He llamado al Mirage y el jefe de seguridad me ha dicho que la habitación donde se alojó Aliso volvió a usarse el fin de semana. Ahora no hay nadie y él la mantendrá vacía, pero ya no servirá de nada.

– Seguramente… Bueno, tío, la próxima vez no te tocará la china, pero ahora consígueme esas órdenes.

En el despacho de Aliso, Rider ya había terminado su inspección de los archivos. Bosch le contó que Edgar iba a pedir una orden y que tendrían que escribir un inventario para Meachum. También le propuso tomarse un descanso, pero ella declinó la oferta.

Bosch se sentó detrás de la mesa del despacho, que estaba ocupada con los típicos objetos de escritorio: un teléfono con accesorio de manos libres, un fichero rotatorio, un cartapacio, un taco magnético con clips imantados y una talla de madera con las letras TNA. También había una bandeja llena de papeles.

Al mirar el teléfono, Bosch se fijó en el botón de rellamada automática. Sin pensárselo dos veces, descolgó el auricular y pulsó el botón. La larga cadena de sonidos indicaba que la última llamada hecha desde allí había sido de larga distancia. Después de sonar dos veces, se oyó una voz femenina con música de fondo.

– ¿Diga?

– Sí, hola, ¿con quién hablo? -preguntó Bosch.

Ella soltó una risita.

– No lo sé. ¿Con quién hablo yo?

– A lo mejor me he equivocado de número.

– Esto es el Dolly's.

– Ah, vale. Oye, ¿y dónde estáis?

Ella volvió a reírse.

– En Madison, ¿dónde vamos a estar?

– ¿Y dónde está eso?

– En North Las Vegas. ¿Dónde estás tú?

– En el Mirage.

– Vale, pues tira hacia el norte por la calle del hotel. Cuando hayas pasado el centro y un par de zonas un poco cutres, llegarás a North Las Vegas. Madison es la tercera después del puente. Giras a la izquierda y nosotros estamos a una manzana, a mano izquierda. ¿Cómo dices que te llamas?

– Harry.

– Bueno, Harry, yo soy Rhonda, como en…

Bosch no dijo nada.

– Anda, Harry, ¿es que no te sabes la canción? Tenías que decir: «Ayúdame, Rhonda. Ayúdame, Rhonda».

Rhonda cantó la canción de los Beach Boys.

– Pues la verdad es que sí puedes ayudarme -dijo Bosch-. Estoy buscando a un colega mío, Tony Aliso. ¿Ha pasado por ahí últimamente?

– Esta semana no. No lo veo desde el jueves o el viernes. Ah, ahora entiendo de dónde has sacado el número del camerino.

– Sí, de Tony.

– Bueno, esta noche Layla no está, así que Tony no creo que venga. Pero tú ven igualmente; no hace falta que esté él para que te diviertas.

– Vale, intentaré pasarme.

Bosch colgó, se sacó una libreta del bolsillo y escribió el nombre del local, la dirección y los nombres Rhonda y Layla, subrayando este último.

– ¿Qué pasa? -preguntó Rider.

– Tenemos una pista en Las Vegas.

Bosch le recontó la conversación y lo que Rhonda había sugerido de una tal Layla. Rider estuvo de acuerdo en que se trataba de un hallazgo interesante y volvió a los archivos. Bosch continuó observando lo que había sobre el escritorio antes de pasar a los cajones.

– ¿Chuckie?

Meachum, que estaba apoyado contra la puerta con los brazos cruzados, arqueó las cejas como diciendo: «¿Qué pasa?».

– No tiene contestador. ¿Y cuando no está la recepcionista? ¿Las llamadas pasan a una operadora?

– Em, no. Todos tenemos un buzón de voz.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo se accede a él?

– Con un código de tres cifras. Llamas al ordenador central, marcas el código y recoges tus mensajes.

– ¿Cómo puedo conseguir su código?

– No puedes. Lo programó él mismo.

– ¿No hay un código maestro que sirva para todos?

– No, no es un sistema tan sofisticado. Son sólo mensajes, tío.

Bosch volvió a sacar su libreta y comprobó la fecha de nacimiento de Aliso.

– ¿Cuál es el número del ordenador central?

Bosch le dio el número y Bosch llamó. Después de la señal, Harry marcó las cifras 217, pero el ordenador no lo aceptó. Bosch tamborileó sobre la mesa mientras pensaba en otra posibilidad.

Entonces marcó 862, el número que correspondía a las teclas TNA, y una voz cibernética le comunicó que tenía cuatro mensajes.

– Kiz, escucha.

Bosch conectó el manos libres y colgó el auricular. Tomó algunas notas mientras oía los mensajes, aunque los tres primeros eran de hombres informando de diversas cuestiones técnicas relativas a un rodaje, como el alquiler del equipo y los costes. Cada llamada iba seguida de la voz cibernética que informaba de la hora del viernes en que se había recibido.

El cuarto mensaje hizo que Bosch se inclinara hacia delante y escuchara con atención. Era la voz de una mujer joven que parecía estar llorando.

– Tony, soy yo. Llámame en cuanto oigas este mensaje. Casi telefoneo a tu casa; te necesito. El cerdo de Lucky me ha echado. Y sin razón; el muy guarro lo único que quiere es metérsela a Modesty. Estoy tan… No quiero tener que trabajar en el Palomino o en uno de esos sitios como el Garden… ni en broma. Quiero ir a Los Ángeles para estar contigo. Llámame, por favor.

La voz electrónica anunció que la llamada se había recibido a las cuatro de la madrugada del domingo, es decir, mucho después de que hubiera muerto Tony Aliso. La chica no había dado su nombre, lo cual indicaba que Aliso la conocía. Bosch se preguntó si sería Layla, la mujer que había mencionado Rhonda. Al mirar a Rider, ella se encogió de hombros. Les faltaba demasiada información para evaluar la importancia de la llamada.

Bosch se quedó un rato pensativo. Abrió el cajón pero no comenzó a registrarlo, sino que sus ojos se fueron a la pared de la derecha y recorrieron las fotos de Tony Aliso, que posaba sonriente junto a varios famosos. Algunos habían escrito dedicatorias, casi todas difíciles de leer. Bosch contempló la imagen de su alter ego cinematográfico, Dan Lacey, pero no logró descifrar la breve nota de la esquina de la fotografía. De pronto Bosch se fijó en lo que había debajo de las letras: una taza con el logotipo del Archway llena de bolígrafos y lápices.

Bosch descolgó la foto y llamó a Meachum.

– Alguien ha estado aquí -le informó.

– ¿Qué dices?

– ¿Cuándo vaciaron la papelera de ahí fuera?

– ¿Y yo qué sé? ¿Qué coño…?

– ¿Y la cámara del tejado? -preguntó- ¿Cuánto tiempo guardáis las cintas?

Meachum dudó un instante.

– Las cintas nos duran unos siete días, así que grabamos encima cada semana. La cámara sólo recoge diez fotogramas por minuto.


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