Joder -exclamó al comprender el problema.
Edgar y Rider se acercaron.
– ¿Qué tenemos? -preguntó Bosch.
– Un hombre de raza blanca -contestó Rider-. Sabemos que son heridas de bala y poco más. Hemos mantenido el maletero cerrado, pero ya hemos avisado a todo el mundo.
Bosch se encaminó hacia el Rolls, sorteando las cenizas de una vieja hoguera en el centro del calvero. Los otros dos lo siguieron.
– ¿Puedo? -preguntó Bosch al acercarse al coche.
– Sí, ya hemos registrado el exterior -le respondió Edgar-. Aunque no había gran cosa. Aparte de un poco de sangre debajo del coche, nada. Hacía tiempo que no veía una escena tan limpia.
Jerry Edgar, al que habían llamado a casa como al resto del equipo, llevaba tejanos y una camiseta blanca. En el pecho izquierdo lucía el dibujo de una placa con la palabra HOMICIDIOS y las siglas del Departamento de Policía de Los Ángeles. Cuando adelantó a Bosch, Harry leyó en la espalda: «Nuestro día empieza cuando el suyo acaba». La camiseta contrastaba con la piel oscura de Edgar y resaltaba su torso musculoso y la agilidad de sus movimientos. A pesar de que Bosch había trabajado con él en numerosas ocasiones durante los últimos seis años, nunca se habían relacionado demasiado fuera del trabajo y hasta ese momento no se había dado cuenta de que Edgar era un auténtico atleta que debía de frecuentar el gimnasio.
Era raro que Edgar no llevase uno de sus elegantes trajes de rayas, pero Bosch creía conocer la razón. Seguramente se había puesto atuendo informal porque éste le impedía realizar la tarea más odiada: la notificación de los hechos al familiar más cercano.
Al acercarse al Rolls todos aminoraron el paso, como si lo que contenía pudiera resultar contagioso. El coche estaba aparcado de cara al norte, con la parte trasera a la vista de los espectadores situados en los niveles superiores del Bowl. Bosch volvió a considerar la situación.
– ¿Vais a sacar a este tío con toda esa gente pija mirando? -preguntó-. ¿Cómo creéis que quedará en las noticias de la noche?
– Bueno -contestó Edgar-, la idea era dejarte la decisión a ti. Ahora que eres el tres…
Edgar sonrió y le guiñó el ojo.
– Sí, claro -contestó Bosch con sarcasmo-. Soy el tres.
Bosch todavía se estaba acostumbrando a la idea de estar al mando del equipo. Hacía más de dieciocho meses que no investigaba un homicidio, y mucho más que no dirigía un equipo de tres detectives. Cuando regresó al trabajo en enero, después de su baja involuntaria lo asignaron a Robos en la División de Hollywood. La jefa de la brigada de detectives, la teniente Grace Billets, le explicó que aquel puesto era una forma de facilitarle el retorno gradual al trabajo de detective, aunque Bosch sabía perfectamente que era mentira y que se trataba de una imposición desde arriba. A pesar de ello no se quejó, porque sabía que tarde o temprano vendrían a buscarlo.
Efectivamente, al cabo de ocho meses de llevar papeleo y practicar algún que otro arresto en la sección de Robos, Bosch fue llamado al despacho de Billets, donde ésta le comunicó que iba a introducir algunos cambios. El porcentaje de casos de homicidio resueltos en la división había caído a su cota más baja; menos de la mitad. Billets, que había asumido el mando de la brigada hacía más de un año, admitió avergonzada que el descenso más pronunciado se había producido bajo sus órdenes. Bosch podría haberle dicho que aquella disminución se debía, al menos en parte, a que ella no practicaba la misma política de manipulación de datos que su predecesor, Harvey Pounds, que siempre hallaba el modo de hinchar el número de casos resueltos. Sin embargo, Bosch se calló y escuchó atentamente mientras Billets le exponía su estrategia.
La primera parte del plan consistía en trasladar a Bosch a Homicidios a principios de septiembre. Un detective de Homicidios llamado Selby, que apenas resolvía casos, pasaría a ocupar el puesto de Bosch en la mesa de Robos. Billets también pensaba reclutar a una joven e inteligente detective con la que ya había trabajado en la División del Pacífico, una tal Kizmin Rider. Asimismo, y ésta era la parte más audaz del plan, Billets iba a cambiar el agrupamiento tradicional en parejas. En su lugar, los nueve detectives de homicidios asignados a Hollywood pasarían a trabajar en equipos de tres. Cada uno de los equipos tendría al mando un detective de tercer grado. Bosch había sido puesto al frente de uno de los grupos.
El cambio tenía sentido, al menos sobre el papel. La inmensa mayoría de casos de homicidio que no se resuelven en las cuarenta y ocho horas que siguen al descubrimiento del cadáver acaban archivados. Billets quería solucionar más casos, así que decidió poner más hombres en cada uno. Lo que ya no hacía tanta gracia a los nueve detectives era que, con el nuevo sistema, a cada policía le tocaba investigar uno de cada tres homicidios (en lugar de uno de cada cuatro). Eso les suponía más trabajo, más tiempo perdido en juicios, jornadas más largas y más estrés. Lo único que consideraban positivo eran las horas extraordinarias remuneradas. No obstante, Billets era una mujer dura y las quejas de sus subordinados, no le afectaron demasiado, por lo que pronto se ganó un mote apropiado.
– ¿Alguien ha hablado con Billets? -preguntó Bosch.
– Yo -contestó Rider-. Estaba en Santa Bárbara de fin de semana. Por suerte había dejado el número de teléfono en su despacho. Viene hacia aquí, pero todavía está a hora y media de camino. Me ha dicho que dejaría a su maridito en casa y se iría directamente a la comisaría.
Bosch asintió e inmediatamente se dirigió a la parte trasera del Rolls, donde en seguida notó un olor débil pero inconfundible, distinto a cualquier otro.
Harry hizo otro gesto de aprobación, depositó su maletín en el suelo y lo abrió para sacar un par de guantes de goma del paquete de cartón. Después cerró el maletín y lo apartó un poco.
– Muy bien, echemos un vistazo -anunció mientras se ponía los guantes, aunque detestaba llevarlos-. Mantengámonos juntos. No hay que dar a la gente del Bowl más espectáculo por el mismo precio.
– Es bastante desagradable -le advirtió Edgar.
Los tres detectives se colocaron detrás del Rolls para tapar la vista al público del concierto. No obstante, Bosch sabía que cualquier persona con unos prismáticos decentes adivinaría lo que estaba ocurriendo. Al fin y al cabo estaban en Los Ángeles.
Antes de abrir el maletero, Bosch se fijó en que la matrícula del coche estaba personalizada con las letras TNA. Edgar le contestó antes de que llegase a formular la pregunta.
– TNA Productions, en Melrose Avenue.
– ¿En qué parte de Melrose?
Edgar sacó una libreta del bolsillo y comenzó a hojearla. A Harry le sonaba la dirección, pero no acababa de situarla con exactitud. Lo único que sabía era que estaba cerca de la Paramount, que ocupaba toda la sección norte de la manzana a la altura del cinco mil quinientos. El enorme estudio cinematográfico se hallaba rodeado de productoras más pequeñas y estudios de rodaje de poca monta. Éstos eran como pececillos que nadan alrededor de la boca de un gran tiburón con la esperanza de alimentarse de las sobras.
– Vamos allá.
Bosch volvió su atención al maletero. La puerta no estaba cerrada del todo y Harry la levantó suavemente con un dedo enguantado. De inmediato el aliento fétido y nauseabundo de la muerte los abofeteó a todos. Bosch deseó tener un cigarrillo en la boca, pero sabía que era imposible. Los abogados defensores podían hacer maravillas con la ceniza dejada por un policía en la escena del crimen; con mucho menos construían una buena defensa basándose en la noción jurídica de duda razonable.
Atento a no rozar el parachoques trasero con los pantalones, Bosch introdujo la cabeza en el maletero. Dentro descubrió el cuerpo sin vida de un hombre. Tenía la piel de un blanco grisáceo y vestía ropa cara: unos pantalones de lino con vueltas y perfectamente planchados, una camisa azul celeste con un estampado de flores y una cazadora de cuero. No llevaba zapatos ni calcetines.