El cadáver yacía sobre el costado derecho en posición fetal, excepto las manos, que estaban a la espalda en lugar de cruzadas sobre el pecho. Bosch dedujo que la víctima había sido maniatada y luego le habían retirado las ligaduras, seguramente después de muerto. Al acercarse, Harry distinguió una ligera abrasión en la muñeca izquierda, tal vez producto del forcejeo desesperado del hombre para desatarse. También observó que tenía los ojos firmemente cerrados y en los rabillos se había secado una sustancia blancuzca, casi translúcida.
– Kiz, quiero que tomes notas sobre el aspecto del cadáver.
– Muy bien.
Al aproximarse un poco más, Bosch reparó en una espumilla granate en la boca y nariz del hombre. La sangre también le cubría todo el pelo y había resbalado por los hombros hasta la alfombrilla, donde formaba un charco coagulado. Al fondo del maletero, Harry vio un agujero por el cual la sangre se había colado y había manchado el suelo de grava. El orificio tenía los bordes regulares y se hallaba en un lugar donde la alfombrilla quedaba levantada, a un palmo de la cabeza de la víctima. No era el impacto de una bala, sino un pequeño desagüe o el agujero de un tornillo que se había soltado.
Pese a la sangre que empapaba la nuca del cadáver, Bosch distinguió con claridad dos perforaciones irregulares en la parte posterior del cráneo, cuya denominación anatómica -la protuberancia occipital- le vino automáticamente a la cabeza. «Demasiadas autopsias», pensó. El cabello que rodeaba las heridas había quedado chamuscado por los gases de la descarga y el cuero cabelludo presentaba rastros de pólvora. Eran disparos a bocajarro, sin orificio de salida aparente. Bosch supuso que el arma sería del veintidós, y las balas de ese calibre rebotan en el interior del cráneo como canicas en un pote de cristal.
Al alzar la cabeza, Bosch vio salpicaduras de sangre en el interior de la puerta. Examinó las gotas durante un buen rato. Luego dio un paso atrás, se enderezó y se quedó contemplando el maletero mientras hacía una lista mental de posibilidades. Como no habían encontrado huellas de sangre en la pista forestal, todo apuntaba a que el hombre había sido asesinado en aquel claro. No obstante, seguía habiendo otros misterios: ¿por qué allí?, ¿por qué iba descalzo? y ¿por qué motivo le habían quitado las ligaduras de las muñecas? Bosch decidió aparcar esas cuestiones para más adelante.
– ¿Habéis buscado la cartera? -preguntó, sin mirar a sus compañeros.
– Todavía no -respondió Edgar-. ¿Lo conoces?
Por primera vez Bosch consideró la cara como una cara y vio que en ella todavía se marcaba el miedo. El hombre tenía los ojos cerrados, lo cual hacía suponer que había sido consciente de lo que le esperaba. Bosch se preguntó si la sustancia blancuzca de los ojos serían lágrimas secas.
– No, ¿y vosotros?
– No. Aunque es difícil con tanta sangre.
Con sumo cuidado, Bosch levantó la cazadora de cuero, pero no halló nada en los bolsillos traseros del pantalón. En cambio, al abrir la cazadora descubrió una cartera en el bolsillo interior, donde iba cosida la etiqueta de la lujosa tienda Fred Haber. Bosch también encontró un sobre de cartulina de una compañía aérea. Con la mano que le quedaba libre, sacó las dos cosas del bolsillo.
– Ya puedes cerrar -dijo Bosch, dando un paso atrás.
Edgar lo hizo con la misma delicadeza que un empleado de pompas fúnebres cierra un ataúd. A continuación Bosch fue hasta su maletín, se agachó y depositó encima de él los dos objetos que había encontrado.
Primero abrió la cartera. En la parte izquierda había todo un repertorio de tarjetas de crédito y en la derecha un permiso de conducir, según el cual el hombre se llamaba Anthony N. Aliso.
– Anthony N. Aliso -repitió Edgar-. Tony para los amigos, de ahí TNA. TNA Productions.
Aliso vivía en Hidden Highlands, una pequeña urbanización cerca de Mulholland, en las colinas de Hollywood. El sitio era uno de esos enclaves rodeados de muros y vigilados las veinticuatro horas por policías retirados o pluriempleados. Era una dirección en consonancia con el Rolls-Royce.
Bosch también encontró un buen fajo de dólares. Sin sacarlos de la cartera, contó dos de cien y nueve de veinte. Después de recitar la cantidad en voz alta para que Rider tomara nota, Bosch abrió el sobre de la compañía aérea American Airlines. Dentro halló un billete de Las Vegas a Los Ángeles con salida a las diez y media de la mañana del viernes. El nombre del viajero coincidía con el del permiso de conducir. Al no encontrar ningún adhesivo o papel grapado que indicara que el titular del pasaje hubiese facturado una maleta, Bosch dejó aquellas pruebas en el maletín y se dispuso a examinar el interior del coche.
– ¿No había equipaje? -inquirió.
– No -respondió Rider.
Bosch volvió a levantar la puerta del maletero. Se acercó al cuerpo y, con un dedo, alzó un poco el puño izquierdo de la cazadora. En la muñeca asomó un Rolex de oro con la esfera cuajada de diamantes.
– Mierda -dijo Edgar, a su espalda.
Harry se volvió.
– ¿Qué?
– ¿Quieres que llame a la DCO? -sugirió Edgar.
– ¿Por qué?
– Nombre italiano, sin robo, dos tiros en la cabeza. Esto es un ajuste de cuentas, Harry. Deberíamos llamar a la DCO.
– Aún no.
– Billets pensará lo mismo.
– Ya veremos.
Bosch examinó el cadáver una vez más, especialmente la cara ensangrentada y retorcida. Después cerró el maletero y caminó hasta el borde del calvero, desde donde se divisaba casi toda la ciudad. Al este, más allá de Hollywood, Harry no tuvo problema en distinguir los rascacielos del centro a pesar de la neblina. Bosch también observó que los focos del estadio de los Dodgers estaban encendidos para el partido de aquella noche. A un mes del final de la liga de béisbol, los Dodgers, con Nomo de lanzador, estaban empatados a puntos con Colorado. Bosch se había metido la entrada en el bolsillo interior de la cazadora, pero era perfectamente consciente de que ni se acercaría al estadio. Edgar estaba en lo cierto; todo indicaba que el asesinato era obra de la mafia. Por eso debían dar cuenta a la DCO, la División contra el Crimen Organizado, para que ellos se encargasen de la investigación, o cuando menos, los asesorasen. Sin embargo, Bosch estaba retrasando aquel momento. Hacía mucho tiempo que no llevaba un caso y no le apetecía nada cederlo.
Harry volvió a mirar hacia el Bowl, que parecía lleno hasta la bandera. El público formaba una elipse en la ladera de la colina opuesta. Las localidades más alejadas del auditorio se hallaban casi al mismo nivel que el claro donde habían encontrado el Rolls. Bosch se preguntó cuántas personas lo estarían mirando en esos momentos y de nuevo se enfrentó a su dilema: tenía que comenzar la investigación, pero temía pagar por la mala imagen que daría al departamento y la ciudad si sacaba el cadáver del maletero ante un público semejante.
Una vez más, Edgar pareció adivinar sus pensamientos.
– No te preocupes, Harry; ni se inmutarán. En el festival de jazz de hace unos años una pareja estuvo montándoselo aquí mismo durante media hora. Cuando acabaron, la gente se levantó para aplaudir y el tío hizo una reverencia. ¡En pelota picada!
Bosch se volvió para ver si hablaba en serio.
– Lo leí en el Times. En la columna «Estas cosas sólo pasan en Los Ángeles».
Jerry, esto es la Filarmónica. Es un público muy distinto, ¿no lo ves? Y no quiero acabar en una columna de cotilleos, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
Bosch miró a Rider, que apenas había abierto la boca.
– Kiz, ¿tú que opinas?
– No lo sé. El tres eres tú.
Antes de que rebajaran los requisitos físicos para atraer a más mujeres, Rider no habría conseguido entrar en el departamento de policía. Era bajita y de aspecto frágil: medía un metro cincuenta y pesaba unos cuarenta y cinco kilos, pistola incluida. Tenía la tez de color marrón claro y el pelo alisado y corto. Aquel día iba con tejanos, una camisa rosa y una americana negra. Su cuerpo era tan menudo que la americana no lograba disimular la Glock 17 de nueve milímetros que llevaba en la cadera derecha.