– ¿Sabes qué? Aún no sé tu nombre de pila.
– John, aunque la gente me llama Ivy.
– Pues bien, Iverson, a mí tampoco me hace ninguna gracia que me espiases en la sala de interrogación. En Los Angeles, a los policías que fisgan, cotillean y son unos gilipollas les llamamos perros. Me importa un comino si te ofendo o no, porque eres un perro. Y si me causas problemas, iré a Felton y te las cargarás. Le diré que te encontré en mi habitación esta mañana y, si eso no basta, le contaré que anoche gané seiscientos pavos en la ruleta del casino, pero que el dinero desapareció de la cómoda después de que tú vinieras. Bueno, ¿quieres interrogar a este tío sí o no?
Iverson agarró a Bosch por el cuello de la camisa y lo empujó contra la pared.
– No me jodas, Bosch.
– No me jodas tú a mí, «Ivy».
Lentamente una sonrisa asomó en el rostro de Iverson. El detective soltó a Bosch y dio un paso atrás.
– Pues vamos allá, vaquero -dijo Iverson, mientras Bosch se ajustaba la camisa y la corbata.
En la sala, Goshen los esperaba con los ojos cerrados, los pies apoyados en la mesa y las manos en la nuca. Iverson miró atónito el trozo de metal roto al que había sujetado las esposas.
– Vale, cabrón. Arriba-ordenó, rojo de ira.
Goshen se levantó y le ofreció sus manos esposadas. Iverson sacó las llaves y le quitó una de las esposas.
– Probemos otra vez. Siéntate.
En esta ocasión Iverson lo esposó a la espalda, pasando la cadena por una de las barras metálicas de la silla. A continuación le pegó una patada a otra silla y se sentó junto al detenido. Bosch se situó directamente enfrente.
– Muy bien, Houdini. Ya puedes añadir a tu lista daños contra la propiedad pública -comentó Iverson.
– Vaya, qué valiente, Iverson. Muy valiente. Me recuerda la vez que viniste al club y te llevaste a Cinda a la cabina. Tú lo llamaste interrogatorio, pero ella lo llamó otra cosa. ¿Hoy qué va a ser?
La cara de Iverson se puso aún más encarnada. Goshen hinchó el pecho con orgullo y sonrió al ver la vergüenza del detective.
Entonces Bosch empujó la mesa contra el torso de Goshen, que se dobló en dos y soltó una bocanada de aire. Sin perder tiempo, Harry se levantó y se sacó su llavero del bolsillo. Luego, clavó el codo en la espalda de Goshen para impedir que se incorporara, abrió la navajita y le cortó la coleta. Finalmente volvió a su asiento y arrojó sobre la mesa los quince centímetros de trenza.
– Hace tres años que las coletas pasaron de moda, Goshen. No sé si te habías enterado.
Iverson rompió a reír. Goshen, por su parte, miró a Bosch con unos ojos de un azul tan pálido que no parecían humanos. El hombre no dijo ni una palabra, demostrándole que podía soportar la presión. Estaba aguantando, pero Bosch sabía que ni él ni nadie podían aguantar eternamente.
– Tienes un problema, tío -le anunció Iverson-. Un problema muy gordo…
– Espera, espera. No quiero hablar contigo, Iverson; eres un mamarracho. No te tengo ningún respeto, ¿me entiendes? Si alguien tiene que hablar, que sea él. -Goshen señaló a Bosch con la cabeza.
Se hizo un silencio, durante el cual Bosch miró a Goshen, a Iverson y otra vez a Goshen.
– Vete a tomar un café -dijo Bosch sin mirar a Iverson-. Ya me encargo yo.
– No, tú…
– Vete a tomar un café.
– ¿Estás seguro? -preguntó Iverson con cara de haber sido expulsado de un local muy exclusivo.
– Sí, estoy seguro. ¿Tienes una hoja de derechos?
Iverson se levantó, se sacó un papel del bolsillo y lo arrojó encima de la mesa.
– Estaré aquí fuera.
Cuando Goshen y Bosch se quedaron solos, se estudiaron durante unos segundos antes de hablar.
– ¿Quieres un pitillo? -le ofreció Bosch.
– No hace falta que juegues al policía bueno. Dime qué pasa y punto.
Bosch se encogió de hombros y se levantó. Se colocó detrás de Goshen y volvió a sacar sus llaves, pero esta vez le quitó una de las esposas. Goshen comenzó a frotarse las muñecas para devolver la circulación a las manos. Al ver la trenza en la mesa, la cogió y la tiró al suelo.
– Oye bien, señorito de Los Ángeles. Yo ya he estado en un sitio donde no importa lo que te hagan porque ya no te duele nada. Estoy de vuelta de todo.
– Vale, has ido a Disneylandia. ¿Y qué?
– Muy gracioso. Pasé tres años en la trena, en Chihuahua. Si allí no pudieron conmigo, no pienses que tú vas a poder.
– Oye una cosa tú también. En mi vida he matado a mucha gente. Sólo quiero que lo sepas y que, si se da la ocasión, no dudaré en volver a hacerlo. Ni lo más mínimo. No se trata de polis buenos y polis malos, Goshen. Eso es en las películas. Supongo que en el cine los malos llevan coletas, pero esto es la vida real. Para mí no eres más que carne de cañón, por eso pienso hundirte. No tienes elección; lo único que puedes hacer es decidir cuánto te vas a hundir.
Goshen reflexionó un instante.
– De acuerdo, ahora que nos conocemos podemos hablar. Pásame ese pitillo.
Cuando Bosch puso los cigarrillos y las cerillas sobre la mesa, Goshen cogió uno y lo encendió.
– Primero tengo que leerte tus derechos -le dijo Bosch-. Ya conoces el sistema.
Harry desdobló la hoja que Iverson había dejado y la leyó en voz alta. Después le pidió a Goshen que firmara.
– ¿Estáis grabando todo esto?
– Aún no.
– Pues dime qué tenéis.
– Hemos encontrado tus huellas en el cadáver de Tony Aliso. Ahora mismo vamos a enviar a Los Ángeles la pistola que hallamos detrás de la cisterna. Las huellas ya son una buena prueba, pero si las balas que sacan de la cabeza de Tony coinciden con las de esa pistola, estás perdido. No importa la coartada o explicación que te inventes, ni que tengas a Perry Mason de abogado. Entonces no serás carne de cañón, sino hombre muerto.
– Esa pistola no es mía. Es una trampa, joder. Tú lo sabes tan bien como yo. Te aviso que no va a colar, Bosch.
Harry lo miró un momento y notó que le ardía la cara. -¿Insinúas que yo la puse allí?
– ¿Te crees que no he visto el juicio de O. J. Simpson? Los polis sois todos iguales. No sé si fuiste tú, Iverson o algún otro, pero esa pistola me la han colocado. Eso es lo que insinúo.
Bosch pasó el dedo por la superficie de la mesa, a la espera de que su rabia se disipara lo bastante para poder controlar la voz.
– Tú sigue con esa historia y llegarás lejos, Goshen. Dentro de diez años te atarán a una silla y te clavarán una aguja en el brazo -le advirtió Bosch-. Al menos ya no tenemos cámara de gas. Ahora os lo ponemos más fácil.
Bosch se echó hacia atrás, pero no había mucho espacio y el respaldo de la silla chocó contra la pared. Entonces sacó la manteca de cacao y volvió a aplicársela en los labios.
– Te tenemos cogido por los huevos. Solamente te queda un resquicio de esperanza, una parte de tu destino todavía está en tus manos.
– ¿Qué esperanza?
– Tú ya sabes de qué hablo. Un tío como tú no se mueve un milímetro sin el visto bueno de su jefe. Danos al tío que te ayudó y al que dio la orden de meter a Tony en el maletero. Sin trato, no habrá luz al final del túnel.
Goshen soltó un suspiró y sacudió la cabeza.
– Yo no lo maté. ¡Ya no sé cómo decirlo!
Bosch se esperaba esa reacción. No iba a ser tan fácil; tendría que menoscabar su resistencia poco a poco. Entonces se acercó a la mesa con aire de complicidad.
– Oye, te voy a contar una cosa para que veas que no te estoy vacilando. Así podrás decidir qué hacer.
– Adelante, pero no va a cambiar nada.