– Aún no; estaba hablando con esta gente. Me habría ido bien que llevaseis un walkie-talkie para poder avisaros.

– De acuerdo. Pues cuéntamelo a mí directamente.

– ¿Y ellos? -preguntó Powers, señalando hacia el calvero-. ¿Por qué no vienen a entrevistarme Edgar o Rider?

– Porque están ocupados. ¿Me vas a contar lo que pasó o no?

– Ya te lo he contado.

– Desde el principio, Powers. Sólo me has dicho lo que hiciste cuando registraste el coche. ¿Qué te hizo sospechar?

– No sé qué decirte. Suelo pasar por aquí cuando hago la ronda, para ahuyentar a los gamberros.

Entonces Powers apuntó al otro lado de Mulholland Drive, a la cresta de la montaña. Allí había varias casas, casi todas sobre pilares. Parecían caravanas suspendidas en el aire.

– La gente de allá arriba nos llama continuamente para denunciar hogueras, juergas, aquelarres y yo qué sé qué. Supongo que este lado les estropea la vista. Así que yo subo y barro la basura, es decir, a los gamberros del valle de San Fernando. El cuerpo de bomberos había cerrado el paso con una verja, pero un cabrón se la cargó hace seis meses. El ayuntamiento tarda como mínimo un año en reparar cualquier cosa por esta zona. Con decirte que pedí pilas hace tres semanas y aún estoy esperando… Si no me las comprara yo mismo, tendría que hacer la maldita ronda nocturna sin linterna. A ellos les da igual. En esta maldita ciudad…

– Al grano. ¿Qué pasó con el Rolls?

– Sí, bueno, normalmente subo por la noche, pero, como hoy había concierto en el Bowl, decidí venir antes. Entonces vi el Rolls.

– ¿Subiste por iniciativa propia? ¿No hubo ninguna queja de los vecinos?

– No. Hoy he venido por mi cuenta, por lo del concierto. Supuse que se colarían algunos.

– ¿Y se colaron?

– Unos cuantos…, para escuchar el concierto de gorra. No era la gentuza de siempre porque es una música, no sé…, refinada. De todas formas los eché y, cuando se fueron, sólo quedó el Rolls. Sin dueño.

– Así que le echaste un vistazo.

– Sí, y en seguida reconocí el olor. Lo abrí con la palanqueta y allí estaba el cadáver. Entonces me retiré y llamé a los profesionales.

Powers pronunció esta última palabra con una leve nota de sarcasmo, pero Bosch decidió pasarlo por alto.

– ¿Identificaste la gente que echaste?

– No, ya te he dicho que primero los eché y luego me di cuenta de que nadie se había llevado el Rolls. Para entonces ya era demasiado tarde.

– ¿Y ayer por la noche?

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Subiste por aquí?

– No, porque no estaba de servicio. Normalmente trabajo de martes a sábado, pero ayer me cambié el turno con un colega que tenía algo que hacer esta noche.

– ¿Y el viernes?

Powers negó con la cabeza.

– Los viernes siempre son muy movidos y, que yo sepa, no recibimos ninguna queja… Por eso no vine.

– ¿Estuviste atendiendo denuncias?

– Sí, la radio no paró en toda la noche. Ni siquiera pude hacer una pausa para un diez siete.

– ¿No cenaste? Eso sí que es dedicación.

– ¿Qué quieres decir?

Bosch comprendió que se había equivocado. Powers se sentía frustrado por su trabajo y Bosch se había pasado con él. Rojo de ira, Powers se quitó las Ray-Ban antes de hablar.

– Mira, tío listo; tú entraste en la brigada cuando se podía, pero los demás… lo tenemos crudo. Nosotros… Yo ya llevo tantos años intentando conseguir una placa dorada que he perdido la cuenta. Y ahora tengo tantas posibilidades de conseguirla como ese desgraciado del maletero. Pero ¿te crees que estoy tocándome las narices? No, señor. Yo salgo cinco noches a la semana a atender las denuncias. Nuestro lema es «Proteger y servir» y eso hago, ¿vale? Así que no me jodas ni me vengas con dudas sobre mi dedicación.

Bosch esperó hasta estar seguro de que Powers había terminado.

– No era ésa mi intención. ¿Quieres un pitillo?

– No fumo.

– De acuerdo, volvamos a empezar. -Bosch permaneció en silencio mientras Powers se ponía las gafas y se calmaba un poco-. ¿Siempre trabajas solo?

– Sí.

Bosch asintió. Algunos agentes patrullaban en solitario y en sus coches recibían todo tipo de llamadas. Normalmente se encargaban de delitos de poca monta, mientras que los coches patrulla con dos agentes llevaban los casos importantes, con mayor peligro potencial. Los policías que trabajaban solos se movían con libertad por toda la división. En la jerarquía del departamento se situaban entre los sargentos y los últimos en el escalafón: los asignados a hacer la ronda en un área determinada de la división. A estas áreas se las denominaba «zonas de coche base».

– ¿Cada cuánto tienes que echar a gente de aquí?

– Una o dos veces al mes. No sé qué pasa con los otros turnos o los coches base, pero normalmente las llamadas de mierda como ésta suelen caernos a nosotros.

– ¿Tienes alguna «extorsión»?

Bosch se refería a unas fichas de siete por doce centímetros, conocidas oficialmente como entrevistas de campo. Los policías las rellenaban cuando paraban a un sospechoso pero no disponían de suficientes pruebas para detenerlo o cuando -como en este caso de violación de la propiedad privada- el arresto sería una pérdida de tiempo. El Sindicato Americano de Derechos Civiles había calificado dichas entrevistas de «extorsiones» y abuso de poder por parte de la policía. Curiosamente se les quedó el nombre, incluso entre los agentes.

– Sí, tengo algunas en la comisaría.

– Bien. Nos gustaría verlas lo antes posible. ¿Podrías preguntarle a los policías del coche base si han visto el Rolls-Royce en los últimos días?

– ¿Ahora es cuando me toca darte las gracias por dejarme participar en la súper investigación y suplicarte que me recomiendes a tu jefe?

Bosch lo miró fijamente antes de responder.

– No, ahora es cuando te toca tener las fichas listas para las nueve de la noche, si no quieres que me queje a tu jefe. Y olvídate del coche base; ya se lo preguntaremos nosotros. No quiero privarte de tu diez a siete dos noches seguidas.

Bosch emprendió el regreso a la escena del crimen. De nuevo caminó lentamente, aunque esta vez buscó al otro lado de la carretera de grava. En dos ocasiones tuvo que salirse de la calzada: primero para dejar pasar a la grúa del Garaje Oficial de la Policía y luego a la camioneta de la División de Investigaciones Científicas.

Bosch llegó al final del camino sin haber encontrado nada, lo cual le reafirmó en su idea de que la víctima había sido asesinada en el claro, dentro del maletero del Rolls. Allí ya estaban trabajando Art Donovan, el experto del Departamento de Investigaciones Científicas y Roland Quatro, el fotógrafo que había venido con él. Bosch se acercó a Rider.

– ¿Has encontrado algo? -preguntó ella.

– No. ¿Y tú?

– Nada. De momento parece que el asesino metió a la víctima en el maletero del coche y cuando llegó aquí, abrió la puerta y le disparó dos veces. Luego el tío se fue andando tranquilamente hasta Mulholland, donde debió de recogerlo otra persona. Por eso está todo tan limpio.

Bosch asintió y preguntó:

– ¿Por qué crees que es un hombre?

– De momento me baso en las estadísticas.

Bosch caminó hacia Donovan, que estaba metiendo la cartera y el billete de avión en una bolsita de plástico especial para pruebas.

– Art, tenemos un problema.

– Ya lo veo -contestó Donovan-. Estaba pensando en colgar unas lonas de los trípodes que aguantan los focos, pero no creo que baste para bloquear la vista a todo el público. Algunos ya pueden prepararse para un buen espectáculo. Bueno, supongo que es una compensación por anular los fuegos artificiales. A no ser que quieras esperar a que acabe el concierto.

– No, si hacemos eso, en el juicio nos comerán vivos por retrasar la investigación. Ya sabes que todos los abogados de este país se han educado con el caso O. J. Simpson.


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