– ¿Tiene tu padre una camioneta?

– Para trabajar -dijo-. Es pintor de brocha gorda y lleva el material en la camioneta.

– ¿Tenía entonces la misma camioneta?

– Que yo recuerde, siempre ha tenido la misma. Tiene que comprarse otra.

– ¿Es blanca?

Su ritmo vital experimentó un ligero frenazo. ¿Una pregunta con trampa?

– Sí -dijo a regañadientes-. ¿Por qué?

– Ahí quería llegar yo -dije-. He hablado con una persona que dice que te vio aquella noche al volante de una camioneta blanca.

– Eso es ridículo. Yo no salí aquella noche -dijo con un pequeño brote de indignación.

– ¿Y tu padre? Tal vez fuese él quien la condujera.

– Lo dudo.

– ¿Cómo se llama? Hablaré con él. Quizá recuerde algo.

– Adelante, no me importa. Se llama Chris White. Vive en West Glen, al lado de la calle de mi madre.

– Gracias. Lo que me has dicho me ha sido de gran utilidad.

Aquello pareció preocuparla.

– ¿En serio?

Me encogí de hombros.

– Naturalmente -dije-. Si tu padre confirma que estuviste en casa, entonces es que hubo confusión de identidad. -Introduje en mi voz cierta dosis de recelo, un pajarillo de duda que canturreaba en lo más apartado del bosque. El truco surtió efecto.

– ¿Quién ha dicho que me vio?

– Yo no haría mucho caso. -Consulté la hora-. Tengo que irme.

– ¿Quiere que la lleve? No es ninguna molestia. -Ella, la señorita Servicial.

– No, no. He venido andando desde mi casa, pero gracias de todos modos. Seguiremos hablando en otro momento.

– Buenas noches, pues. -La sonrisa con que me despidió parecía prefabricada, una de esas muecas que tratan de ocultar sentimientos encontrados. Si no se cuidaba, al llegar a los treinta tendría que alisarse quirúrgicamente el entrecejo. Me giré para ver cómo se alejaba: me hizo con la mano un gesto inseguro y se lo devolví. Eché a andar por el muelle mientras canturreaba para mí: «Te va a crecer la nariz de tanto mentir», por motivos que no habría sabido explicarme.

Merendé cereales Cheerios con leche descremada. Me los comí ante el fregadero de la cocina mientras miraba por la ventana con el tazón en la mano. Puse la mente en blanco y borré los acontecimientos de la jornada, que se convirtieron en una nube de polvillo de tiza. Seguía preocupada por Tippy, pero era absurdo forzar las cosas. Archivé el asunto en el inconsciente para someterlo a revisión más tarde. Ya asomaría el gusanillo de la inspiración a su debido tiempo.

Salí de casa a las siete menos veinte para entrevistarme con Francesca Voigt. Como la mayoría de los personajes principales de aquel drama, ella y Kenneth Voigt vivían en Horton Ravine. Fui por Cabana en dirección oeste, ascendí la larga y sinuosa carretera de la colina que había al otro lado de Harley's Beach y entré en el sector por el portalón posterior. Todo el complejo Horton había consistido al principio en un par de ranchos de más de ochocientas hectáreas cada uno; a mediados del siglo xix un capitán de barco que se llamaba Robertson los había comprado y fundido, para posteriormente vendérselos a un ganadero llamado Tobias Horton. Desde entonces ha ido dividiéndose en 670 parcelas boscosas, desde fincas de media hectárea a terrenos de veinte, peinado por cincuenta kilómetros de avenidas y caminos de comunicación. A vista de pájaro, se vería que dos fincas que en apariencia distan entre sí varios kilómetros no son más que parcelas adyacentes, más separadas por la enrevesada red de caminos que por la distancia geográfica efectiva. David Barney no era el único cuya propiedad estaba cerca de la de Isabelle.

Los Voigt vivían en una finca de tres o cuatro hectáreas, si es que era lícito determinar sus fronteras por la fila de setos de cinco metros de altura que serpenteaban en sentido paralelo a la avenida y que recorría la falda de la loma. Los arbustos y arriates estaban muy bien cuidados y en los márgenes había grupos de eucaliptos. El sendero de entrada trazaba un arco de 180 grados alrededor de un lecho de violetas apiñadas, una profusión de pétalos granates y morados que parecían vibrar bajo la luz de los focos situados estratégicamente para crear efectos paisajísticos. A la derecha vi unas caballerizas, un cobertizo para la guarnición y un corral vacío. El aire olía a rancio, a una mezcla de paja, humedad y subproductos varios de excremento equino.

La casa se había construido en la parte más hundida del terreno, madera blanca y ladrillo pintado de blanco, con una serie de terrazas de ladrillo en la parte delantera y postigos de color verde oscuro en las anchas ventanas dotadas de parteluz. Dejé el coche en el sendero, llamé al timbre y esperé. Abrió una doncella blanca, imperturbable y con uniforme negro. Tenía aspecto de cincuentona y, no sé por qué, me pareció extranjera: la estructura del rostro, la complexión… la verdad es que no habría sabido decir el motivo. No me miró a los ojos; antes bien, su mirada se prendió de mi clavícula y allí se quedó mientras le decía quién era y cuáles eran mis intenciones. No contestó, pero me dio a entender con el lenguaje del cuerpo que me había comprendido.

La seguí por el vestíbulo de blanco mármol reluciente y poco después accedí con ella a un pasillo alfombrado con una moqueta tan blanca, gruesa y nueva como una espesa capa de nieve. Cruzamos la sala de estar, vidrio y cromo, ni un solo libro o adornito a la vista. Se había diseñado para celebrar en ella una carrera de gigantes. Todos los muebles, tapizados en blanco, eran de tamaño desmesurado: supersofás mullidos, sillones enormes y una mesita de servicio que parecía una cama de matrimonio. A un lado había un aparador colosal con un frutero rebosante de manzanas artificiales que parecían balones de fútbol. El conjunto producía un efecto tan extraño que me daba la sensación de haber vuelto a la más tierna infancia. Puede que, sin darme cuenta, hubiera empezado a encogerme.

Recorrimos un pasillo por el que habría pasado tranquilamente una máquina quitanieves. La doncella se detuvo ante una puerta, llamó una vez, me la abrió y se quedó mirándome educadamente la pechera mientras desfilaba ante ella y entraba en la habitación. Francesca estaba sentada ante una máquina de coser en una estancia de dimensiones humanas y pintada de amarillo mantequilla. Pegado a una pared, ocultándola totalmente, había un aparador hecho por encargo y organizado con un gusto exquisito donde podía verse toda clase de compartimentos para guardar figurines, retales, pasamanería y los habituales trebejos de costura. La habitación estaba bien aireada, la iluminación interior era excelente y el suelo de madera noble se había lijado y barnizado.

Francesca, alta y muy delgada, tenía el pelo castaño muy corto y una cara esculpida con cincel. Pómulos altos, mandíbula poderosa, nariz larga y recta, boca carnosa y labio superior pronunciado. Vestía un pantalón blanco y ancho de una tela que le colgaba divinamente y una blusa larga y sin botones, de color melocotón, que se sujetaba con un cinturón de cuero recio. Tenía las manos delgadas y los dedos largos, las uñas ahusadas y brillantes. Lucía en las muñecas una colección de gruesas pulseras de plata que tintineaban como cadenas y que me confirmaron la sospecha de que el lujo es una carga que sólo las mujeres hermosas pueden soportar con firmeza. Me dio la sensación de que olía a lilas o a naranjas recién peladas.

Me sonrió y nos presentamos con un apretón de manos.

– Siéntese. Estoy a punto de acabar. ¿Le digo a Guda que nos sirva un poco de vino?

– Se lo agradecería.

Me volví en el momento preciso en que la mirada de Guda aterrizaba en la hebilla del cinturón de Francesca. Supuse que aquello significaba que había oído la observación y que se apresuraba a obedecerla. Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y salió de la estancia. Calzaba zapatos de suela de caucho.

– ¿Habla inglés? -pregunté a Francesca cuando salió la criada.


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