– No con fluidez, pero bastante bien. Es sueca. Hace sólo un mes que está con nosotros. Pobrecilla. Sé que añora su tierra, pero no consigo que me cuente nada. -Volvió a la máquina y recuperó un pedazo de tela azul ya fruncido por un extremo-. No quisiera que pareciese una grosería, pero no me gusta dejar las cosas a medias.
Dio la vuelta a la tela, alisó un bulto y dio una serie de puntos en zigzag en el otro extremo. La máquina producía un zumbido grave y adormecedor. La observé sin saber qué decir. Mis conocimientos de costura eran demasiado limitados para formarme una opinión, pero Francesca pareció intuir mi curiosidad. Me miró con una sonrisa.
– Es un turbante. Confecciono tocados para enfermos de cáncer.
– ¿Y a qué se debe esa afición?
Cosió a la prenda un pedazo de tela adhesiva, tras accionar con la rodilla la palanca que ponía en marcha la máquina.
– Hace dos años me diagnosticaron un cáncer de mama y tuve que someterme a tratamiento quimioterapéutico. Una mañana, mientras estaba en la ducha, comenzó a caérseme el pelo a mechones. Había quedado para comer con unas personas una hora más tarde y de pronto me encontré más calva que una sandía. Improvisé un turbante con un pañuelo, pero no conseguí el efecto deseado. Los tejidos sintéticos no se adhieren a un cráneo liso como el vidrio. La idea de dedicarme a esto de manera regular se me ocurrió durante el tratamiento. Es curioso, pero la tragedia puede transformar nuestra vida radicalmente si no caemos en la obcecación. -Me miró durante medio segundo-. ¿Ha estado alguna vez muy enferma?
– Me han dado más de una paliza de muerte. ¿Es lo mismo?
No pronunció las habituales exclamaciones de sorpresa o malestar. Habida cuenta de lo que había pasado, recibir una tanda de puñetazos tenía fácil arreglo.
– Avíseme la próxima vez que le suceda. Tengo cosméticos especialmente fabricados para disimular toda clase de contusiones. A decir verdad, tengo toda una gama de productos para solucionar los estragos del destino. La casa que los fabrica se llama Head-of-Cover. Soy la única accionista y propietaria.
– ¿Se encuentra bien de salud actualmente?
– Perfectamente, gracias. En la actualidad son muchos los que lo superan. No es como en el pasado, cuando el cáncer significaba la muerte. -Cosió la otra tira de tejido adhesivo, levantó los pies, retiró la prenda y le cortó los hilos. Se puso el turbante en la cabeza-. ¿Qué le parece?
– Exótico -dije-. Aunque usted estaría bien incluso si se envolviera la cabeza con papel higiénico.
Se echó a reír.
– Me gusta la idea. Turbantes desechables. -Tomó nota mental de la ocurrencia, se quitó el turbante y se sacudió el pelo-. Ya está. Salgamos a la terraza. Si tenemos frío, pondremos la calefacción.
Desde la ancha terraza de piedra, situada en la parte trasera de la casa, se veía Santa Teresa con las montañas al fondo. Las luces de la ciudad se habían encendido y perfilaban las manzanas como un tablero de damas. Nos acomodamos en dos butacas de mimbre con el asiento protegido por un mullido cojín de cretona estampada con motivos florales. La piscina, iluminada, era un resplandeciente rectángulo verdiazul con un surtidor termal en un extremo. De la superficie se desprendían rizos de vapor que creaban una brisa ligera y que olía a cloro. La hierba que nos rodeaba tenía aspecto lozano y la casa era un delirio amarillo.
Llegó Guda con una botella de vino metida en un enfriador, dos copas y una bandeja de canapés surtidos. Apoyé los pies en una banqueta de mimbre y me dispuse a disfrutar de la vida. Guda había preparado unas galletas crujientes, duras e insípidas como la pizarra, untadas con queso de finas hierbas y ajo; tomates canarios rellenos de atún; y palitos de queso hechos en casa. Después de la fastuosa merienda de cereal frío, me entraron ganas de lanzarme sobre aquellos manjares como si no hubiera comido decentemente en toda mi vida. Me contuve, sin embargo, y tomé un sorbo de aquel vino, con un suave sabor afrutado. Pocos detectives privados pueden permitirse estos lujos. Nuestro sibaritismo se reduce a las variedades del vino a granel.
– La vida se ha encargado de recompensarla.
Francesca contempló lo que la rodeaba como si lo viera a través de mis ojos.
– Es curioso que diga eso. He estado pensando en separarme de Kenneth. Esperaré a que termine el juicio, pero después no creo que nada lo impida.
Me sorprendió aquella franqueza.
– ¿Habla en serio?
– Muy en serio. Es cuestión de prioridades. Tener su amor me parecía muy importante en otra época. Ahora sé que mi felicidad ya no depende de él. Permaneció a mi lado cuando me operaron y mientras duró el tratamiento, y le estoy muy agradecida. Conozco un sinfín de anécdotas sobre cónyuges que no son capaces de soportar el infierno que supone una guerra larga contra el cáncer. En mi caso soy yo quien ha cambiado. Pero la gratitud no sostiene un matrimonio. Un buen día desperté y me di cuenta de que ya no podía más.
– ¿Ha habido algo que precipitara ese nuevo enfoque de las cosas?
– Nada en concreto. Fue como estar en una habitación a oscuras donde de pronto encienden la luz.
– ¿Qué hará cuando se marche?
– No lo sé, pero será algo sencillo. Creo que esta casa me produce la misma estupefacción que a usted. Mi familia no tenía dinero. Mi padre trabajaba de bedel en una escuela elemental y mi madre era empleada de una farmacia llena de ungüentos, dentífricos y tónicos capilares.
La imagen me hizo gracia.
– Por su aspecto, se diría que ha nacido usted para vivir en una casa como ésta.
– No estoy segura de que eso sea un cumplido. Aprendo muy deprisa. Cuando empecé a salir con Kenneth, observaba a todos los que integraban su círculo. Averiguaba quiénes tenían verdadera clase y les imitaba añadiendo detalles de mi propia cosecha, como es lógico, para parecer original. En el fondo no es más que una serie de trucos. Podría enseñárselos en una sola tarde. Entretienen hasta cierto punto, aunque ninguno es esencial.
– ¿No disfruta de lo que tiene?
– Supongo que sí. Bueno, es interesante, pero casi siempre estoy metida en el cuarto de costura. Podría hacer lo mismo en cualquier otra parte.
– No puedo creer que diga eso. Me han contado que estaba usted loca por Kenneth.
– También yo lo creía, y tal vez era verdad. Al principio estaba loca perdida por él. Sí, una especie de locura. Pensaba que era un hombre poderoso y fuerte, comprensible y capaz de responsabilizarse de todo. Muy viril -dijo con voz grave-. Respondía al concepto que yo me había hecho de los hombres. Pero acabé por darme cuenta de que en el fondo es superficial, lo cual no quiere decir que yo sea una persona profunda. Un día desperté y me dije: «¿Qué hago aquí?». Me cuesta estar con él. No lee. No piensa. Tiene opiniones, pero no ideas. Y casi todas sus opiniones proceden de la revista Time. Emocionalmente está bloqueado, y me da la sensación de vivir en el desierto.
– Me temo que lo mismo le pasa a la mitad de las personas que conozco -dije.
– Tal vez sí. Puede que sea yo quien lo ve de este modo, pero ha cambiado mucho en los últimos años. Se ha vuelto meditabundo y sombrío. Usted lo conoce, ¿no? ¿Qué opina de él?
Me encogí de hombros para no comprometerme.
– A mí me parece normal -dije. Sólo había visto a su marido una vez y, aunque no lo había encontrado particularmente atractivo, estoy harta de las murmuraciones interconyugales. La experiencia me decía que aquellos dos harían las paces por la noche y que todo cuanto yo dijera se reproduciría literalmente. Cambié de tema-. Ya que hablamos de opinar, ¿qué opinaba usted de Isabelle? Según tengo entendido, usted ha de subir al estrado de los testigos para hablar de ese particular, entre otras cosas.
Hizo una mueca, pero no respondió hasta que volvió a llenar las copas.
– De ese particular y de la desagradable desaparición de la pistola. Todos estábamos allí. Por lo que respecta a Isabelle, en cierto modo se parecía un poco a Kenneth, era carismática en la superficie, pero debajo no había nada. Aunque tenía talento, como persona carecía de calidez y de humanidad.