Voigt y yo sonreímos a Lonnie con educación, pero no nos miramos. La perspectiva parecía emocionarle tanto como a mí.

2

Estuve en el despacho hasta medianoche. Los datos acumulados sobre Isabelle Barney llenaban hasta el borde las dos cajas de cartón, cada una de las cuales pesaba alrededor de veinte kilos. Casi me hernié al trasladar las cajas a mi despacho. Como era imposible asimilar toda la información en una sesión, me dije que también yo tenía derecho a tomármelo con calma. Lonnie no había bromeado al decir que el material estaba desordenado. Según el inventario, la primera caja contenía copias de los informes de la policía, transcripciones del proceso por homicidio, la demanda civil presentada por Lonnie ante la Audiencia Territorial del Condado de Santa Teresa, todas las solicitudes de aplazamiento, réplicas y contrademandas. Ni siquiera sabía si las actas del juicio estaban íntegras. Los documentos estaban revueltos y metidos al tuntún en carpetas heterogéneas; localizar uno era una auténtica hazaña.

En teoría, la otra caja contenía copias de todos los informes de Morley Shine, declaraciones juradas, transcripciones de todos los careos e interrogatorios, más la documentación de apoyo. Feo asunto. Repasé la lista de testigos con quienes había hablado Morley -había informado a Lonnie una vez al mes desde primeros de junio-, pero faltaban algunos informes. Al parecer había entregado la mitad de las citaciones relacionadas con el nuevo proceso, pero vi que casi todos los testigos de éste habían comparecido ya en el juicio por homicidio. En el interior de una carpeta, sujetas por un clip, había ocho citaciones de lo civil, debidamente firmadas y con instrucciones adjuntas para su entrega. Al parecer no había entregado ninguna citación a ningún testigo de última hora… salvo que las copias de papel amarillo se hallasen en algún otro lugar. De una nota escrita a mano colegí que el testigo de cargo se llamaba Curtis McIntyre, que le habían cortado el teléfono y que en su última dirección conocida no se le encontraba. Me dije que mi primer paso consistiría en localizar a ese individuo.

Pasé las páginas de las declaraciones, tomando algunas notas. Al igual que cuando nos enfrentamos a un rompecabezas, primero quería familiarizarme con el dibujo de la caja y luego construirlo por partes. Sabía que tendría que repetir hasta cierto punto las investigaciones ya realizadas por Morley Shine, pero como su enfoque tendía a ser un poco formalista, pensé que lo mejor era partir de cero, por lo menos allí donde valiese la pena. No sabía qué hacer en relación con las lagunas informativas. Aún no había terminado de repasar todo el contenido de las cajas y ya sabía que tendría que vaciarlas y volver a llenarlas por orden para ver si el material coincidía del todo con el inventario. Ciertos caminos que Morley había empezado a recorrer parecían callejones sin salida y seguramente podían descartarse, siempre que no surgiese nada nuevo por allí. Morley debía de guardar los informes de última hora en el despacho o en su casa, como yo misma habría hecho si aún estuviera poniendo en limpio las notas.

Las líneas generales de la historia se reducían aproximadamente a lo que Kenneth Voigt había contado. Isabelle Barney había muerto entre la una y las dos de la madrugada del 26 de diciembre a consecuencia de un disparo efectuado por la mirilla de la puerta con un arma de calibre 38. Los expertos en balística lo llamaban «disparo a quemarropa mediatizado», ya que el agujero de la mirilla venía a ser como una prolongación del cañón del arma y el ojo de Isabelle había estado casi pegado a la puerta. La madera que perfilaba la mirilla había reventado en sentido perpendicular al agujero y en dirección a Isabelle, y era probable que también algunos fragmentos hubieran saltado hacia el asesino. En una escueta nota entre paréntesis, el experto en balística sugería que el impacto podía incluso haber incrustado «material» en el cañón, encasquillando el arma y dificultando o impidiendo por completo la posibilidad de efectuar otro disparo. Me salté el resto del párrafo.

El fogonazo había chamuscado por dentro la madera de la mirilla. El informe daba cuenta del hallazgo de pólvora en la zona exterior y alrededor del agujero, dentro del agujero y alrededor del agujero por la parte interior de la puerta. La fuerza de los gases había astillado la madera en múltiples puntos. Los perdigones y restos de la punta de plástico azul extraídos de la herida indicaban que se había empleado un proyectil Glaser de seguridad, una bala ligera y de gran velocidad consistente en cierta cantidad de perdigones suspendidos en una sustancia gelatinosa, encerrada a su vez en una funda de cobre con cabeza de plástico. Cuando el proyectil alcanza un medio que, como la carne, tiene un alto porcentaje de agua, la punta de plástico se desprende, la funda de cobre se abre y los perdigones se dispersan con una fuerza tremenda. Como los perdigones son muy pequeños y pesan muy poco, rápidamente pierden fuerza y velocidad y se quedan en el interior del cuerpo, y por este motivo se le llama «proyectil de seguridad». No hay peligro de que los perdigones atraviesen el cuerpo y alcancen a cualquiera que esté detrás. Además, dado que se desintegran al chocar con una superficie dura (los huesos del cráneo, por ejemplo), tampoco hay peligro de que reboten o salgan desviados. Muchas precauciones había tomado aquel asesino.

Según el patólogo, el proyectil había penetrado en el ojo derecho de la víctima junto con fragmentos de metal y madera. El informe de la autopsia describía con sus habituales pormenores técnicos la ruptura de los tejidos que aquél había encontrado a su paso. Aunque mis conocimientos anatómicos eran rudimentarios, me di cuenta de que la muerte había sido instantánea y por tanto sin dolor. El mecanismo de la vida se había detenido mucho antes de que el sistema nervioso tuviera ocasión de transmitir el sufrimiento que causaba una herida de aquellas características.

Cuesta tener fe en el prójimo cuando nos ponemos a observar sus obras. Desconecté los circuitos emocionales mientras miraba las fotos y radiografías de la autopsia. Trabajo mejor cuando interpongo una sólida coraza de realismo, aunque tampoco el distanciamiento nos inmuniza contra todo. Además, si nos aislamos emocionalmente con frecuencia, corremos el peligro de no recuperar el contacto con las emociones. Había diez fotos en color, todas con la cualidad pesadillesca de la carne violentada. En esto consiste la muerte, me dije una vez más. Tal es el aspecto real del homicidio a la cruda luz del día. He conocido asesinos -de voz dulce, muy bondadosos y amables- con una psicología tal que parece inconcebible que sean capaces de cometer un crimen. Los muertos no hablan, pero a los vivos aún les queda voz para proclamar su inocencia. Sus protestas suelen ser enérgicas y santurronas, e imposibles de refutar porque la única persona que podría desdecirlas ha enmudecido para siempre. El testimonio de Isabelle Barney palpitaba en el lenguaje de la herida mortal que había recibido, en aquel retrato devastador de desolación y muerte. Guardé las fotos en el sobre y me puse a revisar la copia de las notas del proceso que Dink Jordan había hecho llegar a Lonnie.

Dink era apócope de Dinsmore. Él se llamaba a sí mismo Dennis, pero nadie más lo hacía. Era un cincuentón de pelo cano y sangre de horchata, un hombre sin vitalidad, humor ni elocuencia. En tanto que fiscal era un funcionario competente, pero no tenía tablas, como suele decirse. Sus discursos eran tan cachazudos y metódicos que oírlos era como leer la Biblia con microscopio. En cierta ocasión le había visto exponer sus bien estructurados argumentos en un juicio por robo y asesinato: a dos miembros del jurado se les caía la cabeza de sueño y a otros dos se les notaba tan aburridos que parecían estar en coma.


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